por Carlos Esteban Cana
Padre Félix Struik O.P. (1932-2017),
fue un sacerdote dominico holandés que vivió la mayor parte de su vida en
Puerto Rico. Fue también educador, comunicador y escritor. Se destacó además
por ser un gran predicador, con una energía y entusiasmo que iluminaba con gran
sabiduría a la feligresía. Para muchos que lo escucharon, Padre Félix era un
verdadero siervo de Dios. A continuación, como parte de la serie “Poesía
religiosa” de este boletín, compartimos una pieza suya impregnada de belleza,
fluidez y lirismo que publicó originalmente en la revista El piloto a principios de la década del 80 y que luego incluyó en
su libro «Dichosa Tú que creíste…».
de P. Félix Struik O.P.
“A la madre dolorosa”
“Mujer, he aquí a tu hijo”.
¡Qué contraste más cruel!
Hace solo tres meses
que te saludábamos
en la gloria radiante
de tu maternidad en Belén,
cuando envolvías en pañales
el cuerpo tierno
de tu Hijo
recién nacido,
y lo apretabas
con cariño
inefable
a tu pecho.
qué de esperanzas,
qué de ilusiones
llenaban
en ese momento
tu corazón!
Pero ahora
han fracasado
todas tus ilusiones,
tus sueños
se han hecho
añicos.
tu Hijo
a tu pecho,
sí, pero
¡qué maltrecho,
qué desfigurado,
qué quebrantado!
Aquel cuerpo
hermoso
y sin taras
que envolvías
lo escondes
ahora,
horrorizada,
bajo mortajas.
Aquel cuerpo
sangrar siquiera
en el parto,
ahora te mancha
con las últimas
manchas
de su sangre.
Aquel cuerpo
que alimentabas
con tu leche,
lo bañas ahora
con tus lágrimas.
Aquel cuerpo,
tomado de tu seno virginal,
aquel Templo en donde
la Divinidad se dignó
habitar de modo corporal,
se ha convertido en burla
de las masas,
en carroña
del odio
de los hombres,
en basura despreciable
de los criminales…
Junto contigo
estamos aquí
perplejos
ante el misterio
de dolor.
Nuestra inteligencia
queda muda
ante este enigma
paradójico
de la voluntad
de Dios,
que nunca hemos
de comprender
con nuestra razón
humana:
el enigma
de que la nueva vida
ha de nacer
de la muerte,
la redención
de la destrucción,
la felicidad
del sufrimiento.
Pero
aunque
no lo podremos
comprender
con nuestra razón,
nuestro corazón
podrá captar
algo de él,
participando
activamente
en este misterio
por el propio dolor.
Y sobre todo
las mujeres
que han dado a luz
con excepcional dolor,
nos dicen
que precisamente
por esto quieren
con más ahínco
a su hijo.
Tu propio Hijo
se sirvió
de esa experiencia
humana
para explicar
el misterio
de ese sufrimiento
suyo redentor.
Él dijo:
“La mujer
que está
a punto
de dar a luz,
se angustia
porque
le ha llegado
la hora;
pero cuando
le ha nacido el niño,
ya no se acuerda
del aprieto,
por la alegría
de que ha nacido
un hombre
Y así Jesús
lo ha cumplido
en la Cruz:
su dolor
ha dado vida
a todos nosotros.
Pero tú
junto con Él.
Pues bien
es verdad
que hace
33 años
lo engendraste
sin dolor alguno.
Que le diste a luz
sin derramar
una gota
de sangre.
Que Él salió
de tu seno
como un rayo
de sol atraviesa
el cristal,
sin causarte
el menor
daño
o sufrimiento.
Mas ahora tienes
que dar a luz
de nuevo,
pero esta vez
con el mayor
de los dolores.
Tienes
que dar a luz
individual,
sino al Cristo
total:
a toda
la humanidad
redimida.
Pues la primera vez
Jesús vino a tu seno
como la semilla virgen
de Dios Padre,
para emprender
desde ahí
su misión
terrestre.
Pero ahora
Él mismo
vuelve a tu seno
como el Grano de Trigo
que tiene que caer
en tierra fecunda,
con el fin de enterrarse
y descomponerse allí,
para que así
no quede solo,
sino dé origen
a una cosecha
abundante
de frutos,
que somos
todos nosotros,
los redimidos.
Pues no sólo
a tu Hijo
le atravesaron
el Corazón
por la humanidad.
También
a ti misma
te atravesó
la espada
el corazón.
No como
esa lanza
punzante
de hierro
del soldado,
sino como aquella
otra espada
“más cortante,
que penetra
hasta
los ligamentos
y espíritu,
hasta las junturas
y médulas,
y que pone
en evidencia
los pensamientos
y sentimientos
más profundos
del corazón”.
Fue la espada
de que te habló
en el Templo
el viejo Simeón
aquel día,
lleno de luces
y de sombras,
al comienzo.
Por eso
te quedaste
de pie
bajo la cruz,
dejándote
empapar
de la sangre
que goteaba
de las manos
horadadas
de tu Hijo
crucificado.
No te desmayaste,
como a veces
te presentan,
sino que te
mantuviste
erguida,
fuerte
en tu fe,
decidida
en la voluntad
de ofrecer
al Padre eterno
todo lo que tenías:
tu Hijo,
tu único,
tu amado.
Así,
como
Abrahán
en el sacrificio
de Isaac,
has querido
arrancar
de los tejidos
más íntimos
de tu alma
todo deseo
de guardar
tu Hijo para ti,
de defenderlo
contra el fuego
abrasador
del Padre
que un día
te lo había
confiado,
depositándolo
con ternura
bajo tu corazón,
— pero solo
para que ahora
se lo devolvieras:
para hundirlo
de nuevo
y para siempre
en el Corazón eterno
del Padre
infinitamente
amoroso.
Y se lo diste.
No se lo negaste.
Lo entregaste
de nuevo
a su Padre,
— pero
¡con cuánto dolor,
con cuánto
desgarramiento
de tu alma,
con cuántas
lágrimas de madre!
Pero consuélate,
que has sido
obediente
a su voluntad.
Pues lo que Dios
en aquella ocasión
dijo a Abrahán,
esto mismo
te lo dice
ahora
a ti:
“Por haber
hecho esto,
por no haberme
negado
tu Hijo,
tu único,
por eso
Yo te colmaré
de bendiciones,
y acrecentaré
muchísimo
tu descendencia,
como las estrellas
del firmamento
en la playa,
y tu descendencia
vencerá
la fuerza
de sus enemigos.
En tu descendencia
serán bendecidas
todas las naciones
de la tierra,
en pago de haber tú
obedecido a mi voz”
(Gn. 22:16-18).
Así tu dolor
no ha carecido
de sentido.
Tu sufrimiento
ha sido fecundo
como un campo
que se vistió de flores,
que floreció en hijos.
Puedes decir ahora
con Pablo:
“Me alegro
por los padecimientos
que soporto por vosotros,
pues así completo
en mi persona
lo que falta
de los sufrimientos
de Cristo
en favor
de su Cuerpo
que es la Iglesia”
(Col. 1:24).
Y en palabras
del mismo Apóstol
nos dices a nosotros:
“¡Hijos míos,
por quienes sufro
de nuevo
dolores
de parto,
hasta ver
a Cristo
formado
en vosotros!”
(Gal. 4:19).
Por eso,
a ti también
se dirige
el profeta Isaías:
“Grita de júbilo,
estéril
dado a luz,
rompe
en gritos
de alegría
la que no
ha tenido
dolores:
pues más
son los hijos
de la abandonada
que los de la casada,
dice el Señor.
Ensancha
el espacio
de tu casa,
porque a la derecha
e izquierda
te expandirás:
tu prole
abarcará
a las naciones
y poblará
ciudades
desoladas”
(Is. 54:1-3).—
¡Oh, Virgen Dolorosa,
Madre de Cristo
y Madre de la Iglesia!
El Hijo que en Belén
durmiera en tu pecho,
ha vuelto a descansar
en tus brazos,
quebrantado
por nuestros
pecados,
molido
por
nuestras
culpas.
Pero tu fe
lo saluda
como
el Vencedor
del mal
y de la muerte,
como el Camino
que, por su fiel
amor, nos abrió
paso al corazón
de Dios.
Acógenos
a nosotros
también
en tus brazos
de madre,
venda
nuestras
heridas,
fortalece
nuestra fe:
para
que un día,
junto
con tu Hijo
Jesús,
podamos
descansar
en el seno
del Eterno
Padre.—
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