jueves, marzo 07, 2024

En las letras, desde Puerto Rico: una oda a la Madre del Señor, con devoción

 por Carlos Esteban Cana

 


Padre Félix Struik O.P. (1932-2017), fue un sacerdote dominico holandés que vivió la mayor parte de su vida en Puerto Rico. Fue también educador, comunicador y escritor. Se destacó además por ser un gran predicador, con una energía y entusiasmo que iluminaba con gran sabiduría a la feligresía. Para muchos que lo escucharon, Padre Félix era un verdadero siervo de Dios. A continuación, como parte de la serie “Poesía religiosa” de este boletín, compartimos una pieza suya impregnada de belleza, fluidez y lirismo que publicó originalmente en la revista El piloto a principios de la década del 80 y que luego incluyó en su libro «Dichosa Tú que creíste…».

 

de P. Félix Struik O.P.

 

“A la madre dolorosa”

 

“Mujer, he aquí a tu hijo”.

¡Qué contraste más cruel!

Hace solo tres meses

que te saludábamos

en la gloria radiante

de tu maternidad en Belén,

cuando envolvías en pañales

el cuerpo tierno

de tu Hijo

recién nacido,

y lo apretabas

con cariño

inefable

a tu pecho.

 

¡Qué de sueño,

qué de esperanzas,

qué de ilusiones

llenaban

en ese momento

tu corazón!


Pero ahora

han fracasado

todas tus ilusiones,

tus sueños

se han hecho

añicos.

Aprietas

de nuevo

tu Hijo

a tu pecho,

sí, pero

¡qué maltrecho,

qué desfigurado,

qué quebrantado!

Aquel cuerpo

hermoso

y sin taras

que envolvías

en pañales,

lo escondes

ahora,

horrorizada,

bajo mortajas.

Aquel cuerpo

que no te hizo

sangrar siquiera

en el parto,

ahora te mancha

con las últimas

manchas

de su sangre.

Aquel cuerpo

que alimentabas

con tu leche,

lo bañas ahora

con tus lágrimas.

 

Aquel cuerpo,

tomado de tu seno virginal,

aquel Templo en donde

la Divinidad se dignó

habitar de modo corporal,

se ha convertido en burla

de las masas,

en carroña

del odio

de los hombres,

en basura despreciable

para la fosa común

de los criminales…

 

Junto contigo

estamos aquí

perplejos

ante el misterio

de dolor.

Nuestra inteligencia

queda muda

ante este enigma

paradójico

de la voluntad

de Dios,

que nunca hemos

de comprender

con nuestra razón

humana:

el enigma

de que la nueva vida

ha de nacer

de la muerte,

la redención

de la destrucción,

la felicidad

del sufrimiento.

Pero

aunque

no lo podremos

comprender

con nuestra razón,

nuestro corazón

podrá captar

algo de él,

participando

activamente

en este misterio

por el propio dolor.

Y sobre todo

las mujeres

que han dado a luz

con excepcional dolor,

nos dicen

que precisamente

por esto quieren

con más ahínco

a su hijo.

Tu propio Hijo

se sirvió

de esa experiencia

humana

para explicar

el misterio

de ese sufrimiento

suyo redentor.

Él dijo:

“La mujer

que está

a punto

de dar a luz,

se angustia

porque

le ha llegado

la hora;

pero cuando

le ha nacido el niño,

ya no se acuerda

del aprieto,

por la alegría

de que ha nacido

un hombre

en el mundo”.

Y así Jesús

lo ha cumplido

en la Cruz:

su dolor

ha dado vida

a todos nosotros.

Pero tú

junto con Él.

Pues bien

es verdad

que hace

33 años

lo engendraste

sin dolor alguno.

Que le diste a luz

sin derramar

una gota

de sangre.

Que Él salió


de tu seno

como un rayo

de sol atraviesa

el cristal,

sin causarte

el menor

daño

o sufrimiento.

Mas ahora tienes

que dar a luz

de nuevo,

pero esta vez

con el mayor

de los dolores.

Tienes

que dar a luz

ya no al Cristo

individual,

sino al Cristo

total:

a toda

la humanidad

redimida.

Pues la primera vez

Jesús vino a tu seno

como la semilla virgen

de Dios Padre,

para emprender

desde ahí

su misión

terrestre.

Pero ahora

Él mismo

vuelve a tu seno

como el Grano de Trigo

que tiene que caer

en tierra fecunda,

con el fin de enterrarse

y descomponerse allí,

para que así

no quede solo,

sino dé origen

a una cosecha

abundante

de frutos,

que somos

todos nosotros,

los redimidos.

 

Pues no sólo

a tu Hijo

le atravesaron

el Corazón

por la humanidad.

También

a ti misma

te atravesó

la espada

el corazón.

No como

esa lanza

punzante

de hierro

del soldado,

sino como aquella

otra espada

“más cortante,

que penetra

hasta

los ligamentos

entre alma

y espíritu,

hasta las junturas

y médulas,

y que pone

en evidencia

los pensamientos

y sentimientos

más profundos

del corazón”.

Fue la espada

de que te habló

en el Templo

el viejo Simeón

aquel día,

lleno de luces

y de sombras,

al comienzo.

 

Por eso

te quedaste

de pie

bajo la cruz,

dejándote

empapar

de la sangre

que goteaba

de las manos

horadadas

de tu Hijo

crucificado.

No te desmayaste,

como a veces

te presentan,

sino que te

mantuviste

erguida,

fuerte

en tu fe,

decidida

en la voluntad

de ofrecer

al Padre eterno

todo lo que tenías:

tu Hijo,

tu único,

tu amado.

Así,

como

Abrahán

en el sacrificio

de Isaac,

has querido

arrancar

de los tejidos

más íntimos

de tu alma

todo deseo

de guardar

tu Hijo para ti,

de defenderlo

contra el fuego

abrasador

del Padre

que un día

te lo había

confiado,

depositándolo

con ternura

bajo tu corazón,

— pero solo

para que ahora

se lo devolvieras:

para hundirlo

de nuevo

y para siempre

en el Corazón eterno

del Padre

infinitamente

amoroso.

Y se lo diste.

No se lo negaste.

Lo entregaste

de nuevo

a su Padre,

— pero

¡con cuánto dolor,

con cuánto

desgarramiento

de tu alma,

con cuántas

lágrimas de madre!

 

Pero consuélate,

Esclava del Señor,

que has sido

obediente

a su voluntad.

Pues lo que Dios

en aquella ocasión

dijo a Abrahán,

esto mismo

te lo dice

ahora

a ti:

“Por haber

hecho esto,
por no haberme

negado

tu Hijo,

tu único,

por eso

Yo te colmaré

de bendiciones,

y acrecentaré

muchísimo

tu descendencia,


como las estrellas

del firmamento

y las arenas

en la playa,

y tu descendencia

vencerá

la fuerza

de sus enemigos.

En tu descendencia

serán bendecidas

todas las naciones

de la tierra,

en pago de haber tú

obedecido a mi voz”

(Gn. 22:16-18).

 

Así tu dolor

no ha carecido

de sentido.

Tu sufrimiento

ha sido fecundo

como un campo

que se vistió de flores,

como un seno estéril

que floreció en hijos.

Puedes decir ahora

con Pablo:

“Me alegro

por los padecimientos

que soporto por vosotros,

pues así completo

en mi persona

lo que falta

de los sufrimientos

de Cristo

en favor

de su Cuerpo

que es la Iglesia”

(Col. 1:24).

Y en palabras

del mismo Apóstol

nos dices a nosotros:

“¡Hijos míos,

por quienes sufro

de nuevo

dolores

de parto,

hasta ver

a Cristo

formado

en vosotros!”

(Gal. 4:19).

 

Por eso,

a ti también

se dirige

el profeta Isaías:

“Grita de júbilo,

estéril

que no has

dado a luz,

rompe

en gritos

de alegría

la que no

ha tenido

dolores:

pues más

son los hijos

de la abandonada

que los de la casada,

dice el Señor.

Ensancha

el espacio

de tu casa,

porque a la derecha

e izquierda

te expandirás:

tu prole

abarcará

a las naciones

y poblará

ciudades

desoladas”

(Is. 54:1-3).—

 

¡Oh, Virgen Dolorosa, 

Madre de Cristo

y Madre de la Iglesia!

El Hijo que en Belén

durmiera en tu pecho,

ha vuelto a descansar

en tus brazos,

quebrantado

por nuestros

pecados,

molido

por

nuestras

culpas.

Pero tu fe

lo saluda

como

el Vencedor

del mal

y de la muerte,

como el Camino

que, por su fiel

amor, nos abrió

paso al corazón

de Dios.

Acógenos

a nosotros

también

en tus brazos

de madre,

venda

nuestras

heridas,

fortalece

nuestra fe:

para

que un día,

junto

con tu Hijo

Jesús,

podamos

descansar

en el seno

del Eterno

Padre.—


***


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