Hoy te contaré de una mujer a la que amé cuando apenas era un
niño. Yo deseaba estar más tiempo en su casa que en la mía. Mis hermanos decían
que no entendían como era que prefería estar con ella en vez de jugar a las
escondidas, ir a la plaza, practicar algún deporte o simplemente ver un
programa televisivo. Nunca comprendí lo que decían. Me conformaba con obsérvala
a escondidas.
¡Era hermosa! Tanto como ver en la lejanía el manto verde en
las montañas, ir a encaramarme a un árbol donde comer pomarrosas o tomar el
aire fresco de la mañana. Y aquellas noches estrelladas tan hermosas, ¿cómo
olvidarlas? Sólo se comparan con su mirada, misma que me cautivó desde el mismo
día que la conocí.
Era
ella mayor que yo. Aún así, lo confieso, la amé sin importarme nada. Ni las
criticas de mis amigos que se burlaban diciendo: “estás loco, yo no perdería mi
tiempo visitándola”. Ni las burlas de las niñas de mi edad que no comprendían
todo el amor que yo sentía por ella. A cada rato expresaban su desaprobación
ante mi ausencia de los días en que según ellas yo debería estar en alguna
playa tostándome al sol.
A decir verdad pensaba en ello. Tal vez por
eso, cuando fui creciendo, no fui a verla con tanta continuidad. Cabe señalar
que ella amaba a otro y mis celos llegaron a ser enfermizos. Llegué a sentir
celos en vez de comprender que era bastante lógico que yo no fuera el único a
quien debía demostrar amor. Su corazón era inmenso y yo había llegado después.
Siendo un intruso ¿Cómo podía exigirle que me amara sólo a mí si ella era capaz
de amar de tantas formas? Yo no sabía eso hasta ahora. Recuerdo una vez que me
ofreció “cocoa”. No entendía lo que decía, pero lo mencionó con tanta dulzura
que gustoso acepté. Aquel chocolate fue el mejor que probé nunca. Y aquella vez
que me dijo “Te amo” susurrándome al oído como si quisiera que nadie se
enterara. Ella sabía que guardaría ese secreto por siempre.
Nuestro amor era tan maravilloso que sólo se
bastaba a sí mismo. Muchas veces mencionó lo mucho que me extrañaba cuando yo,
en mi inconsciencia, dejaba de visitarla para dedicarme a cosas triviales. Me
resultaba tan largo el viaje. Sin embargo, siempre que llegaba donde ella y nos
fundíamos en tenue abrazo, pensaba que no importaba si tuviese que caminar
descalzo sobre piedras cortantes con tal de sentir tan sutil caricia. Luego
pasaban los días y como si me olvidara de sus besos volvía a la rutina. Sólo
una amiga pareció entender mi situación cuando me aseguró que para esta clase
de amor no existe edad ni distancia.
Dijo
que si yo estaba dispuesto, podría demostrarle para siempre mi amor. Aún así;
no cambié. No sé si fue cansancio o dejadez. Sólo sé que ya es muy tarde, sólo
sé que ahora nada más puedo vivir de añoranzas.
Así
es, vivo del recuerdo. Cuando la niñez me tentó a amarla sin atadura de años,
mi juventud me confirmó que no existía la distancia y la madurez me hizo ver
que debí darme completo. ¡Fue tanto el amor que me brindó! Nunca, de aquí a mil
vidas, podré reciprocarlo. Estoy tranquilo porque ella, mejor que nadie, sabe
quién soy y son tantas sus virtudes, que es imposible no me haya perdonado ya.
Pero como ya dije antes, ya es muy tarde. Nada puedo hacer, pues de quien te
hablo, amiga mía, acaba de morir. Ella es mi abuela. Murió a este mundo para nacer
en uno muy lejano. Donde espero se haya encontrado con mi abuelo. Algún día iré
a visitarla. Veré en su rostro aquella sonrisa tan sincera y le pediré
nuevamente, después de una taza de cocoa caliente, que me abrace y diga
susurrándome al oído lo mucho que me ama...
* Con todo mi amor a mi abuelita Virtudes Pagan Colón a quien le escribí esto el 2 de marzo del 2002; día en que fue a visitar a mi abuelito allá en el nirvana.
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