En el
primer expediente del Legado 3313, de la Sección
Ultramar del Archivo Histórico Nacional de España, se dice que el 23 de
febrero de 1824, durante la gobernación de don Miguel de la Torre, siete
esclavos y una esclava fueron capturados en aguas de San Juan. Tripulaban una
lancha robada con la que pretendían convertirse en hombres y mujeres libres.
Fueron apresados por el capitán de un buque de guerra inglés que fondeaba en la
bahía. Lo que no está documentado en el mencionado expediente, porque todos los
esclavos mantuvieron el más hermético silencio, era que Esteban, esclavo de la
Hacienda Tomás, había logrado escapar de la manera mas extraña.
Todo
ocurrió cuando la pequeña embarcación, a duras penas, pasaba cerca de las famosas
tierras heredadas por un médico español, terrenos que no eran otra cosa que un
inmenso y desproporcionado mangle. Puritos kilómetros de mangle en los que se
perdió el grito de indignación del doctor Hernando cuando supo que aquello era
lo que le habían prometido. Pero eso había sucedido dos siglos atrás. Y este
pasaje guardado en la solidaria confidencialidad coloca al esclavo Esteban,
mientras remaba, mirando con curiosidad el tupido follaje que servía como
cortina adecuada y necesaria en su paso clandestino por la bahía.
Los
esclavos en la embarcación no habían dudado de arrojarse a la empresa; iban
arriesgar todo con el propósito de librarse del abusivo yugo continuo del
látigo del capataz, de las jornadas prolongadas bajo el candente sol de un trópico
inclemente en los cañaverales, de las paupérrimas viandas que les permitían
como perpetua alimentación, del suelo duro en el cual dormían apretujados unos
a otros. ¿Qué más se podía perder?, era el sentir general de los nueve que
permanecían silenciosos mientras el chapoteo del mar sacudía la escuálida embarcación.
En
esos instantes Esteban sentía en su interior la rítmica melodía del baile de
bomba. Fluía en sus latidos el mismo coraje, la indignación que expresaban
metáforas entonadas por esclavos bozales que habían disfrutado en el pasado del
sabor de una libertad entre carabalíes o mandingas, arrebatada por la trata.
Aconteció
que Esteban tocaba el cuero de una conga cuando se enteró de los actos de
valentía del país de los negros libres, Haití. Y fue precisamente en una de las
pocas celebraciones de bomba que se les permitía a los esclavos que tomo la
decisión de unirse a la fuga de la cual le habló una mujer de la nación de
Ulloa, en la que ella y siete esclavos más tendrían participación. Esa noche
Esteban observó las constelaciones como una señal. Miraba con asombro la
brillantez estelar y recordó momentos efímeros y difíciles como cuando su madre
se interpuso que lo marcaran con el carimbo. La memoria del gesto le humedeció
los ojos. Esteban secó y sacó su dolor, cantando en alta voz el estribillo que
decía: “Al amparo de las flores, encontrarás la atalaya”, y repetía cada vez
con mayor volumen, “al amparo de las flores, encontrarás la atalaya” hasta que
emergió de sí el grito sonoro más grave cuando se entregó por al baile que
provocaba el tambor.
Y en
pleno discurrir, entre ramas endebles que exhibían raíces sumergidas en un azul
diáfano, Esteban murmuraba la letra de aquella canción cuando la embarcación
comenzó a despegarse de la costera vegetación para tomar rumbo hacia el norte.
Las olas, cada vez de mayor tamaño, salpicaban el interior del bote. En aquel
punto del trayecto había sido relevado de los remos, y dirigió su mirada
nuevamente hacia los matorrales que quedaban atrás.
Tuvo
que colocar su mano sobre su frente para ubicar, ya a lo lejos, un pequeño
detalle que le resultó curioso. Entre los espesos mangles del sur el esclavo
pudo distinguir pequeñas flores rosadas que cubrían un pequeño sector de la
superficie del mar. Sin darse cuenta, casi de manera automática, todavía
susurraba en sus labios las palabras de aquella canción, cuando la silueta
enorme de un buque se dibujó en el horizonte.
En
aquel instante miró el rostro de sus compañeros y al buque que se aproximaba.
De inmediato, como si de una revelación se tratara, les gritó: “¡Al amparo de
las flores, encontraras la atalaya! ¡Es hacia el sur compañeros, hacia la
alfombra de flores rosadas!”, repetía señalando hacia el sur.
-No hermano, hacia
allá- le dijo Ramón, el carabalí, que indicaba con su índice la desembocadura
de la bahía.
— ¿Alguien me
acompaña? — preguntó Esteban mientras se
levantaba sin recibir respuesta. Y ante el silencio imperante, no espero más,
se lanzó de la pequeña embarcación.
Cuando el capitán
de aquel buque salió a cubierta para cerciorarse con sus propios ojos de lo
informado por un marino, la mujer de la nación de Ullo observó un pequeño punto
que se movía entre las rosadas flores que bordeaba los mangles del sur, y
sonrió.
Una vez al año, en
verano, se efectúa un cruce a nado en la región. Quizás con la gesta del negro
Esteban, se comenzó una tradición.
***
Carlos Esteban Cana es comunicador y escritor.
Fundador de la revista y colectivo Taller Literario, un espacio de
democratización en las letras puertorriqueñas. Se ha desempeñado como
coordinador editorial, periodista cultural independiente, y ha laborado además
en la industria televisiva. Su obra creativa se ha publicado en revistas y
periódicos nacionales como El Sótano 00931, Ciudad Seva, Narrativa
Puertorriqueña, Letras Salvajes, CulturA, Diálogo y El Nuevo Día, entre otros.
En lo que se refiere al ámbito internacional su narrativa y poesía ha sido
publicada por Escaner Cultural, Zona de Carga, Palavreiros, Abrace y el Boletín
de Nueva York, entre otros. Recientemente algunos de sus cuentos han sido
traducidos al italiano. Ha participado, además, en diversos medios de
comunicación reflexionando acerca del panorama cultural en el País.
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