domingo, febrero 26, 2012

Al amparo de las flores

por Carlos Esteban Cana



En el primer expediente del Legado 3313, de la Sección Ultramar del Archivo Histórico Nacional de España, se dice que el 23 de febrero de 1824, durante la gobernación de don Miguel de la Torre, siete esclavos y una esclava fueron capturados en aguas de San Juan. Tripulaban una lancha robada con la que pretendían convertirse en hombres y mujeres libres. Fueron apresados por el capitán de un buque de guerra inglés que fondeaba en la bahía. Lo que no está documentado en el mencionado expediente, porque todos los esclavos mantuvieron el más hermético silencio, era que Esteban, esclavo de la Hacienda Tomás, había logrado escapar de la manera mas extraña.

Todo ocurrió cuando la pequeña embarcación, a duras penas, pasaba cerca de las famosas tierras heredadas por un médico español, terrenos que no eran otra cosa que un inmenso y desproporcionado mangle. Puritos kilómetros de mangle en los que se perdió el grito de indignación del doctor Hernando cuando supo que aquello era lo que le habían prometido. Pero eso había sucedido dos siglos atrás. Y este pasaje guardado en la solidaria confidencialidad coloca al esclavo Esteban, mientras remaba, mirando con curiosidad el tupido follaje que servía como cortina adecuada y necesaria en su paso clandestino por la bahía.

Los esclavos en la embarcación no habían dudado de arrojarse a la empresa; iban arriesgar todo con el propósito de librarse del abusivo yugo continuo del látigo del capataz, de las jornadas prolongadas bajo el candente sol de un trópico inclemente en los cañaverales, de las paupérrimas viandas que les permitían como perpetua alimentación, del suelo duro en el cual dormían apretujados unos a otros. ¿Qué más se podía perder?, era el sentir general de los nueve que permanecían silenciosos mientras el chapoteo del mar sacudía la escuálida  embarcación.

En esos instantes Esteban sentía en su interior la rítmica melodía del baile de bomba. Fluía en sus latidos el mismo coraje, la indignación que expresaban metáforas entonadas por esclavos bozales que habían disfrutado en el pasado del sabor de una libertad entre carabalíes o mandingas, arrebatada por la trata.

Aconteció que Esteban tocaba el cuero de una conga cuando se enteró de los actos de valentía del país de los negros libres, Haití. Y fue precisamente en una de las pocas celebraciones de bomba que se les permitía a los esclavos que tomo la decisión de unirse a la fuga de la cual le habló una mujer de la nación de Ulloa, en la que ella y siete esclavos más tendrían participación. Esa noche Esteban observó las constelaciones como una señal. Miraba con asombro la brillantez estelar y recordó momentos efímeros y difíciles como cuando su madre se interpuso que lo marcaran con el carimbo. La memoria del gesto le humedeció los ojos. Esteban secó y sacó su dolor, cantando en alta voz el estribillo que decía: “Al amparo de las flores, encontrarás la atalaya”, y repetía cada vez con mayor volumen, “al amparo de las flores, encontrarás la atalaya” hasta que emergió de sí el grito sonoro más grave cuando se entregó por al baile que provocaba el tambor.

Y en pleno discurrir, entre ramas endebles que exhibían raíces sumergidas en un azul diáfano, Esteban murmuraba la letra de aquella canción cuando la embarcación comenzó a despegarse de la costera vegetación para tomar rumbo hacia el norte. Las olas, cada vez de mayor tamaño, salpicaban el interior del bote. En aquel punto del trayecto había sido relevado de los remos, y dirigió su mirada nuevamente hacia los matorrales que quedaban atrás.

Tuvo que colocar su mano sobre su frente para ubicar, ya a lo lejos, un pequeño detalle que le resultó curioso. Entre los espesos mangles del sur el esclavo pudo distinguir pequeñas flores rosadas que cubrían un pequeño sector de la superficie del mar. Sin darse cuenta, casi de manera automática, todavía susurraba en sus labios las palabras de aquella canción, cuando la silueta enorme de un buque se dibujó en el horizonte.

En aquel instante miró el rostro de sus compañeros y al buque que se aproximaba. De inmediato, como si de una revelación se tratara, les gritó: “¡Al amparo de las flores, encontraras la atalaya! ¡Es hacia el sur compañeros, hacia la alfombra de flores rosadas!”, repetía señalando hacia el sur.

-No hermano, hacia allá- le dijo Ramón, el carabalí, que indicaba con su índice la desembocadura de la bahía.

— ¿Alguien me acompaña? —  preguntó Esteban mientras se levantaba sin recibir respuesta. Y ante el silencio imperante, no espero más, se lanzó de la pequeña embarcación.

Cuando el capitán de aquel buque salió a cubierta para cerciorarse con sus propios ojos de lo informado por un marino, la mujer de la nación de Ullo observó un pequeño punto que se movía entre las rosadas flores que bordeaba los mangles del sur, y sonrió.

Una vez al año, en verano, se efectúa un cruce a nado en la región. Quizás con la gesta del negro Esteban, se comenzó una tradición.

***


Carlos Esteban Cana es comunicador y escritor. Fundador de la revista y colectivo Taller Literario, un espacio de democratización en las letras puertorriqueñas. Se ha desempeñado como coordinador editorial, periodista cultural independiente, y ha laborado además en la industria televisiva. Su obra creativa se ha publicado en revistas y periódicos nacionales como El Sótano 00931, Ciudad Seva, Narrativa Puertorriqueña, Letras Salvajes, CulturA, Diálogo y El Nuevo Día, entre otros. En lo que se refiere al ámbito internacional su narrativa y poesía ha sido publicada por Escaner Cultural, Zona de Carga, Palavreiros, Abrace y el Boletín de Nueva York, entre otros. Recientemente algunos de sus cuentos han sido traducidos al italiano. Ha participado, además, en diversos medios de comunicación reflexionando acerca del panorama cultural en el País.

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