domingo, noviembre 10, 2013

Libros para adolescentes

Por Juan Antonio Ramos para El Nuevo Día



Alos 20 años me inicié como maestro en la escuela secundaria Miguel Meléndez Muñoz del barrio La Aldea en Bayamón. Acepté sustituir por un semestre a la maestra de español, quien disfrutaba de una licencia por maternidad. El señor Martínez, director escolar, no me entregó ninguna guía, ni prontuario, ni bosquejo, ni nada. Me dijo que hiciera lo que pudiera y se encerró en su oficina.
Me metí en el almacén de la escuela y logré identificar un puñado de libros del año de las guácaras. ¿Cómo interesar a mis alumnos en la lectura sin contar con textos atrayentes? Hice una lista de cuentos y poemas que pondría a prueba con mis adolescentes. Necesitaba reproducir material didáctico, de manera urgente. El director me dijo que no había papel. Le dije que citaría a los padres de los muchachos para pedirles su apoyo económico. Se echó a reír. “¿Qué materiales necesitas? ”, me preguntó de mala gana. Le dije. “Déjame ver lo que hago”.

No sé cómo lo hizo, pero al día siguiente yo tenía materiales suficientes como para echar a andar mi proyecto de “alfabetización”. Me hice amigo de Rosita Quiñones y María Esther Jiménez, secretarias de la escuela, para que mecanografiaran textos literarios. Me acerqué a Luis Rodríguez, el técnico encargado de manejar el “ditto” y el equipo audiovisual, para que me diera una mano. No me defraudó. Así mis alumnos conocieron a José Luis González, Julia de Burgos, René Marqués, Luis Lloréns Torres, Pedro Juan Soto, María Teresa Babín, Luis Rafael Sánchez, y otros exponentes destacados de nuestras letras. Pude reunir quince o veinte ejemplares despedazados de “Terrazo” de Abelardo Díaz Alfaro, y comenzamos a leerlo en el mismo salón. A veces se juntaban tres estudiantes para leer aquellas páginas amarillentas. “Terrazo” fue la lectura que más disfrutaron mis alumnos.

La escasez de libros me obligó a la utilización de una práctica que jamás abandoné como maestro de escuela pública y como profesor universitario: la lectura en voz alta de trozos de textos, o de textos íntegros. Poemas, cuentos y fragmentos de novelas eran repartidos a distintos lectores. A veces un texto era leído por todo el grupo. Asignaba una oración por estudiante, de manera que la lectura comenzaba con el alumno sentado en el primer pupitre de la primera fila, y continuaba fila por fila hasta terminar la lectura del texto.
La otra estrategia pedagógica surgida de la necesidad fue la de dramatizar textos literarios. A través de estas representaciones escénicas los personajes cobraban vida, y el texto podía ser analizado desde otra perspectiva literaria. De aquí me surgió la idea de escribir una adaptación teatral de los tres cuentos de “Peyo Mercé” incluidos en “Terrazo”. No me resultó difícil repartir los personajes. La representación se ofreció a los estudiantes, padres y maestros.

Concluyó el semestre, y nunca más volví a ver a aquellos queridos muchachos, pues la maestra parturienta regresó a ocupar su puesto, y yo fui a parar a otra escuela.

Han pasado unos cuantos años de esto que les cuento, y tengo que reconocer que la situación del libro y la lectura en el presente, es muy distinta a la de mis años de formación como lector, como escritor y como profesor. Y es que enfrentamos serios retos en esta época de aceleradas y dramáticas transformaciones en el campo de la tecnología. Un hecho que amenaza con secuestrar la imaginación de nuestros jóvenes.
El mundo que rodea al adolescente de hoy día es de alarmante descomposición en todos los órdenes. El programa de español del Departamento de Educación debe incorporar libros cuyo contenido tenga pertinencia para los estudiantes. Deben ser lecturas en las que los muchachos puedan reconocerse en el lenguaje, en las situaciones descritas, en los personajes. Historias que los conmuevan, los diviertan y los inviten a la reflexión. Uno esperaría que la “ñoñera” literaria quedara fuera de este plan de trabajo. Pero las cosas no funcionan así.

Una amiga escritora me contó hace poco que varias editoriales están interesadas en proponer libros suyos al comité evaluador del programa de español. Le pidieron que “suavizara“ el lenguaje utilizado en algunos relatos pues podía resultar “ofensivo”.

Lo que ofende es que el editor haga una petición de esa naturaleza a un escritor. ¿Qué es lo que está detrás de todo esto? El billete. Todos sabemos que las editoriales se tiran al degüello con tal de guisar con el “Departamento”.

¿Les importará la calidad de los libros que someten? ¿Les preocupará que el joven muestre interés por la lectura? Dejemos que las editoriales contesten esas preguntas.

Y los funcionarios del “Departamento”, ¿qué pito tocan en todo este proceso de escoger lecturas apropiadas para los estudiantes puertorriqueños? Si partimos de las posturas que han asumido en el pasado, uno diría que conservar la posición que ocupan en la agencia parece ser más importante que la suerte que puedan correr nuestros candidatos a lectores. No respaldar la adquisición de libros controversiales que pongan en peligro sus habichuelas aparenta ser la consigna. Por eso las pantallitas electrónicas seguirán tragándose las pupilas y la mente de nuestros muchachos.


“La vida es el más profundo de los libros”, le oí decir en una ocasión a mi amigo “Peyo Mercé” hace muchos años, cuando daba inicio a mi larga relación con los adolescentes, primero como maestro y después como escritor. Fueron palabras sacadas de aquellos libros rotos que mis alumnos y yo rescatamos del olvido. Hoy resuenan junto a las que dijo el gran escritor argentino Jorge Luis Borges: “Sólo el libro es una extensión de la imaginación del hombre. Si los libros desaparecieran, desaparecería la historia y, seguramente, también desaparecería el hombre”.

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