Alos 20 años me inicié como maestro en la escuela secundaria
Miguel Meléndez Muñoz del barrio La Aldea en Bayamón. Acepté sustituir por un
semestre a la maestra de español, quien disfrutaba de una licencia por
maternidad. El señor Martínez, director escolar, no me entregó ninguna guía, ni
prontuario, ni bosquejo, ni nada. Me dijo que hiciera lo que pudiera y se
encerró en su oficina.
Me metí en el almacén de la escuela y logré identificar un
puñado de libros del año de las guácaras. ¿Cómo interesar a mis alumnos en la
lectura sin contar con textos atrayentes? Hice una lista de cuentos y poemas
que pondría a prueba con mis adolescentes. Necesitaba reproducir material
didáctico, de manera urgente. El director me dijo que no había papel. Le dije
que citaría a los padres de los muchachos para pedirles su apoyo económico. Se
echó a reír. “¿Qué materiales necesitas? ”, me preguntó de mala gana. Le dije.
“Déjame ver lo que hago”.
No sé cómo lo hizo, pero al día siguiente yo tenía
materiales suficientes como para echar a andar mi proyecto de “alfabetización”.
Me hice amigo de Rosita Quiñones y María Esther Jiménez, secretarias de la
escuela, para que mecanografiaran textos literarios. Me acerqué a Luis
Rodríguez, el técnico encargado de manejar el “ditto” y el equipo audiovisual,
para que me diera una mano. No me defraudó. Así mis alumnos conocieron a José
Luis González, Julia de Burgos, René Marqués, Luis Lloréns Torres, Pedro Juan
Soto, María Teresa Babín, Luis Rafael Sánchez, y otros exponentes destacados de
nuestras letras. Pude reunir quince o veinte ejemplares despedazados de
“Terrazo” de Abelardo Díaz Alfaro, y comenzamos a leerlo en el mismo salón. A
veces se juntaban tres estudiantes para leer aquellas páginas amarillentas.
“Terrazo” fue la lectura que más disfrutaron mis alumnos.
La escasez de libros me obligó a la utilización de una
práctica que jamás abandoné como maestro de escuela pública y como profesor
universitario: la lectura en voz alta de trozos de textos, o de textos
íntegros. Poemas, cuentos y fragmentos de novelas eran repartidos a distintos
lectores. A veces un texto era leído por todo el grupo. Asignaba una oración
por estudiante, de manera que la lectura comenzaba con el alumno sentado en el
primer pupitre de la primera fila, y continuaba fila por fila hasta terminar la
lectura del texto.
La otra estrategia pedagógica surgida de la necesidad fue la
de dramatizar textos literarios. A través de estas representaciones escénicas
los personajes cobraban vida, y el texto podía ser analizado desde otra
perspectiva literaria. De aquí me surgió la idea de escribir una adaptación
teatral de los tres cuentos de “Peyo Mercé” incluidos en “Terrazo”. No me
resultó difícil repartir los personajes. La representación se ofreció a los
estudiantes, padres y maestros.
Concluyó el semestre, y nunca más volví a ver a aquellos
queridos muchachos, pues la maestra parturienta regresó a ocupar su puesto, y
yo fui a parar a otra escuela.
Han pasado unos cuantos años de esto que les cuento, y tengo
que reconocer que la situación del libro y la lectura en el presente, es muy
distinta a la de mis años de formación como lector, como escritor y como
profesor. Y es que enfrentamos serios retos en esta época de aceleradas y
dramáticas transformaciones en el campo de la tecnología. Un hecho que amenaza
con secuestrar la imaginación de nuestros jóvenes.
El mundo que rodea al adolescente de hoy día es de alarmante
descomposición en todos los órdenes. El programa de español del Departamento de
Educación debe incorporar libros cuyo contenido tenga pertinencia para los
estudiantes. Deben ser lecturas en las que los muchachos puedan reconocerse en
el lenguaje, en las situaciones descritas, en los personajes. Historias que los
conmuevan, los diviertan y los inviten a la reflexión. Uno esperaría que la
“ñoñera” literaria quedara fuera de este plan de trabajo. Pero las cosas no
funcionan así.
Una amiga escritora me contó hace poco que varias
editoriales están interesadas en proponer libros suyos al comité evaluador del
programa de español. Le pidieron que “suavizara“ el lenguaje utilizado en
algunos relatos pues podía resultar “ofensivo”.
Lo que ofende es que el editor haga una petición de esa
naturaleza a un escritor. ¿Qué es lo que está detrás de todo esto? El billete.
Todos sabemos que las editoriales se tiran al degüello con tal de guisar con el
“Departamento”.
¿Les importará la calidad de los libros que someten? ¿Les
preocupará que el joven muestre interés por la lectura? Dejemos que las
editoriales contesten esas preguntas.
Y los funcionarios del “Departamento”, ¿qué pito tocan en
todo este proceso de escoger lecturas apropiadas para los estudiantes
puertorriqueños? Si partimos de las posturas que han asumido en el pasado, uno
diría que conservar la posición que ocupan en la agencia parece ser más
importante que la suerte que puedan correr nuestros candidatos a lectores. No
respaldar la adquisición de libros controversiales que pongan en peligro sus
habichuelas aparenta ser la consigna. Por eso las pantallitas electrónicas
seguirán tragándose las pupilas y la mente de nuestros muchachos.
“La vida es el más profundo de los libros”, le oí decir en
una ocasión a mi amigo “Peyo Mercé” hace muchos años, cuando daba inicio a mi
larga relación con los adolescentes, primero como maestro y después como
escritor. Fueron palabras sacadas de aquellos libros rotos que mis alumnos y yo
rescatamos del olvido. Hoy resuenan junto a las que dijo el gran escritor
argentino Jorge Luis Borges: “Sólo el libro es una extensión de la imaginación
del hombre. Si los libros desaparecieran, desaparecería la historia y,
seguramente, también desaparecería el hombre”.
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