La luz brillaba intermitente y el cuarto rey mago lucía desorientado del todo. Maldijo no haber comido nada en todo el día y sus palabras, dichas de manera entrecortada, fueron acompañadas de saliva demás. El mareo, tercero de esa noche, había sido decorado con el vómito que sobre su traje simulaba yemas de huevo. Se acordó de sus compañeros, la fiesta y las bebidas. Melchor y Baltasar bebían vino. Gaspar; ¿Qué había tomado Gaspar?
Los recuerdos se agolpaban. Casi se va a los puños con Gaspar. La discusión había tenido que ver con un pesebre, algo de incienso y un niño o... ¿era niña? Metió las manos y hurgó en los bolsillos. Del izquierdo sacó varias joyas que al mirarlas, lo más fijo que pudo, hacían rebotar la luminosidad intermitente convirtiéndola en hilillos de luz. Cayó al suelo arrodillado. Le resultó raro que sus piernas adormecidas no sintieran dolor a la altura de las rodillas, aunque si lo apreció en las palmas de las manos. Lloró por un rato extenso. Los otros dos reyes magos lo habían rechazado porqué, según ellos, él estaba muy borracho.
— ¡Malditos! — dijo — No vieron lo que yo.
La rabia le dio nuevos bríos. Se incorporó como pudo. La promesa de vengar la afrenta se mezcló con el alto volumen de alcohol en la sangre y que le bullía en el cerebro. Gaspar se las pagaría.
— No merece llevar la vestidura de Rey Mago — se dijo convencido y casi se muerde la lengua.
Todos — caviló — debían estar al tanto. Les pediría que averiguaran lo que hacia la mano del insigne Rey en el interior del pantalón de aquel niño, que sostenía un obsequio. Rememoró la mirada asustada del niño.
Subió a su vehículo y aceleró al máximo. El semáforo intermitente fue testigo del dilema del rey y el volante cuya curva no serpenteó. El Cuarto Rey Mago fue a estrellarse contra una pared de cemento. Se mató en el acto. Murió con las ganas de que Gaspar desistiera de concederle regalos a aquel niño y a sabe Dios cuantos más.
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