Marina Abramović mantuvo una intensa historia de amor con Ulay. La pareja pasó unos 5 años viviendo en una furgoneta realizando toda clase
de performances. En 1988, luego de varios años de tensa relación, Abramović y
Ulay decidieron hacer un viaje espiritual el que daría fin a su relación. Ambos
caminarían por la Gran Muralla China, comenzando cada uno por los extremos
opuestos y encontrándose en el centro. Abramović concibió esta caminata en un
sueño, y le proporcionó lo que para ella era un fin apropiado y romántico a una
relación llena de misticismo, energía y atracción. En el año 2010 el MoMa de
Nueva York dedicó una retrospectiva a su obra. En ella, Marina compartía un
minuto en silencio con cada extraño que se sentaba frente a ella. Ulay llegó
sin que ella lo supiera. El video muestra lo que sucedió en ese encuentro.
"Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos".
―¡Espere, espere! Gracias a Dios. Venga, venga, permítame contarle. No tomará mucho, y todavía se puede estar a tiempo…
Es como una pesadilla. La oscuridad dictaba el final de la jornada de rescate, pero yo no necesitaba de mis ojos para seguir cavando en la aplastante montaña de cemento. Una pala hubiera sido buena, un marrón, hasta un cucharón fuerte me hubiera ayudado a continuar perforándola, pero en aquel caos de polvo y piedra, solo mis manos ayudaban en la faena. Los trozos de uñas que aún quedaban adheridos a la piel seguían rascando entre los espacios que ofrecían menos resistencia. Pensaba en mis hijos. (¿Estarán con Suzette?) De vez en cuando creía escuchar un quejido lejano, una respiración trabajosa: “¿Hay alguien ahí?”, otra vez la pregunta. Y yo, en espera. Ansioso por escuchar la contestación de algún ser viviente al otro lado de la masa de concreto y varillas derrumbada. (Ay, Suzette, ya mismo estoy contigo).
No permitía que el desaliento me venciera. El cansancio no hacía mella en mi espíritu. Había que seguir luchando, por ella, por los niños, por mi gente. Había que avanzar. El festival es en esta semana. (¿Qué día es hoy? ¿Habrá comenzado?) Pensaba en todos los escritores que estarían llegando, preguntando por mí; en los estudiantes, ansiosos por conocerlos. Pensaba en cualquier cosa, menos en la fatiga que entumecía mis músculos, ni en la lengua pegada al paladar, ni en el dolor en el pecho a punto de estallar.
El polvo de los escombros se mezclaba con el sudor del cuerpo, de los brazos, de la frente; escurría desde mi cabeza, cegaba, ardía, desesperaba. De vez en cuando detenía la excavación, pasaba el dorso de la mano por la cara tratando de aliviar el escozor, frotaba los párpados con los nudillos lacerados. Pero este acto no hacía una gran diferencia, en todo caso el ardor aumentaba.
Opté por mantener los ojos cerrados mientras escarbaba; dejarme dirigir por los murmullos de los otros. Los que no creían que quedara vida bajo los escombros. Temían a las hordas hambrientas, al tropel desordenado que ya no tenía nada que perder. Ese temor detendría la búsqueda. Y quería exhortarlos a que continuaran, que buscaran a los críos; pero no me escuchaban. Y en el frenesí de la búsqueda, cuando lanzaban a un lado las herramientas y pegaban, por vez última, sus oídos a los huecos entreabiertos de la basura amontonada que una vez fuera un hogar, escucharon el llanto de bebé. Y volvieron a tener fe. Y reanudaron la búsqueda como el primer día. El día en que compartían conmigo la seguridad de la sobrevivencia, cuando rebosantes de amor y heroísmo comenzó la tarea del rescate que solo se interrumpía al caer la noche. Y sucedía que cada atardecer estaban cerca del encuentro y al regresar en la mañana olvidaban donde se habían quedado, y se alejaban.
Por eso yo no descansaba. No pensaba en horas, en días ni en noches. No pensaba en el persistente dolor de la cadera lastimada. Si lo obviaba, dolía menos. El dolor, como el hambre, solo se siente cuando se acepta. Si se le empuja de la mente, si se piensa solo en cavar con las manos y cuando las manos no puedan, con los dedos; si se detiene solo al escuchar el gemir apagado del niño que no entiende por qué la madre no atiende su llanto, si duerme allí a su lado, protegidos ambos por un techo demasiado cerca de sus caras, tal vez se esté a tiempo.
Entonces llegaron las palas mecánicas con el ruido y su enorme peso sobre los restos de la ciudad. Se acercaban y se alejaban, y no dejaban escuchar el llanto del niño, ni el grito de auxilio, ni la respiración trabajosa. Trataba de avisarles que hicieran silencio. Que escucharan las voces de los que no estaban con ellos, pero ni siquiera a mí me oían. Y sentía que los únicos sonidos que se escuchaban eran los de ellos. Contaban muertos: 108, 109, 110 este no, todavía respira, esa pierna está fea, a cirugía, ¿cuántos iban? ¿108? 109, 110, 111,112, chequéate a esta, está tratando de hablar, sácala a la acera del frente, 109, 110, 111.
Y los escuché acercarse. Traté de hablarles, pero no sé si el aire no lograba hacer vibrar las cuerdas vocales.
¿Usted me escucha? Quiero abrir los ojos, pero el cemento y el sudor no lo permiten. Para abrirlos hay que ablandar la mezcla que los sella. Los necesito para dar con ellos, mi mujer y los niños, y buscar mis escritos. ¿Tienen un poco de agua? No importa, no se vaya, espere. Los otros no me entienden. Levanté las manos, quería hablar por señas (necesito agua para lavar mis ojos, aire para llenar mis pulmones y poder hablarles) pero no me entienden. Llegaron a mi lado. Los sentí conversar muy cerca de mí. ¿Este? No era conmigo. Parece respirar, sácalo al frente, 112. Sentí sus movimientos. El sonido de las piedrecillas bajo sus zapatos. Se detuvieron frente a mí. Los adivinaba escudriñándome. La desesperación se adueñaba de mis sentidos. Si pudiera abrir los ojos, explicarles, hablarles de los que aún yacen allí, bajo los escombros, el niño junto a Suzette. ¡Tal vez se está a tiempo!
Siento el roce de su mano en mi cuello.
―¿Tiene pulso? ―Nada. ―¿Por qué te detienes ante este?
―Mira sus manos, las uñas desgarradas, parecería que sigue cavando sobre su cabeza, ―¿Qué número es? ―El 113.
Se alejan.
―114, 115. ― No, no, ¡espere! ¿Es que no me ha entendido? Un poco de agua lo resuelve todo, oxígeno, aire. Todavía se está a tiempo. Es una equivocación, ¡espere!
***
Miranda Merced. Nació en San Juan, Puerto Rico. Se graduó de Bachillerato en Artes y Educación de la Universidad de Puerto Rico y de las Maestrías en Administración Comercial y Creación Literaria. Obtuvo el Premio Pórtico, de la Universidad del Sagrado Corazón. Algunos de los cuentos de la colección Almarios en alquiler, obtuvieron premios en certámenes literarios, como sigue: El 113, Primer lugar en el Decimosexto Certamen Literario Universidad Politécnica de Puerto Rico; Batalla, Tercer lugar en el Certamen de Microcuento, Revista Cultural En Rojo, 2010, Puerto Rico; Caricias que matan, Tercer lugar en el Tercer Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral Universidad del Sagrado Corazón, Puerto Rico. El cuento Llegaron pa’quedalse fue utilizado en las Competencias de Oratoria en Español, en el año 2012, ganando el tercer lugar a nivel nacional, en la categoría de Drama. Ha sido publicada en revistas y periódicos impresos y digitales en Puerto Rico y Argentina. Es una de las escritoras de la Antología de cuentos Vivir del cuento (2009), antóloga, editora y escritora de la Antología Fantasía Circense (2011) y forma parte de la antología Piernas Cruzadas III (2012). Miranda es co-editora de los libros de poesía: Genéstica, de Antonino Geovanni (2011) y Psicodelias urbanas, de Lynette Mabel Pérez (2012). Es miembro fundador del Colectivo Literario Vivir del cuento, que se distingue por su labor de educación en redacción y creación literaria, en escuelas públicas y privadas y en centros universitarios en la Isla.
Almarios en alquiler ya está a la venta en Puerto Rico en Librería Mágica, K&L Books y Libros AC. Puede adquirirla en la web en estos enlaces: Amazon o Kindle
Finalizo la Licenciatura en Psicología en la Universidad de
Buenos Aires en 2006.
Escritora de poemas y cuentos.
Finalista del concurso “Gabriela”, en la categoría “amor”,
con el poema “Relámpago”.
Coautora de trabajos monográficos “El espacio colectivo en
la constitución subjetiva: el taller de música”, presentado en las Jornadas
Científicas “El sentido de los síntomas”, Centro de Salud Mental N° 1 “Dr. Hugo
Rosarios”, Comité de Docencia e Investigación, 31 de octubre de 2007.
“Crimen y castigo” (2007), mención en el área clínica
infanto-juvenil, “La prisión oscura de la Libertad”, “Wally está en la web”,“Un
amparo contra el olvido” (2009) mención en el área institucional, y autora de
“El acomodador” (2009) mención en el área clínica infanto-juvenil, presentados
en Jornadas de Residentes en Salud Mental del Área Metropolitana. G.C.A.B.A.,
Secretaría de Salud, Dirección de Capacitación.
Podrán participar en el citado concurso todos los
estudiantes matriculados en cualquiera de los programas del Recinto de Río
Piedras de la Universidad de Puerto Rico, durante el Primer Semestre del Año
Académico 2013-2014. Bases del certamen
Culminar un evento cultural con la poesía musicalizada de Federico García Lorca y la expresión creativa de un grupo de Teatro de Calle, después de 12 horas de continua participación de escritores latinoamericanos, es un acontecimiento en cualquier lugar del planeta. Esto sucedió el pasado 6 de julio en los Estudios Diego Salazar, que durante ese día se convirtió en epicentro artístico de la Gran Manzana.
El Sexto Maratón Cultural: “Al aire, libre”, organizado por el colectivo Poetas en Nueva York y auspiciado por la librería Barco de Papel, tuvo entre sus participantes a poetas como Otoniel Guevara, Margarita Drago, Karla Coreas y Juana Ramos, entre muchos otros. En medio del concurrido evento pudimos conversar además con escritores como Miguel Algarín, los dramaturgos Pablo García Gámez y Eva Vásquez, y la novelista Marithelma Costa. También fue posible saludar a varios de los ocupados organizadores del evento, entre ellos a Diego Rivelino, Diana Bejarano, Chriistian Cuartas y Nicolás Linares.
La parte final del evento contó con el performance del artista boricua Carlos Manuel Rivera, la voz de Lara Bello y la música de Eric Kurimski. Participación destacada tuvo además el grupo Nemcatacoateatro.
A continuación, compartimos con ustedes, lectores de Confesiones, bitácora y plataforma de actualidad cultural del narrador Angelo Negrón, algunos momentos e imágenes que caracterizaron la velada.
***
Carlos Esteban Cana Comunicador y escritor. Nació en Bayamón, Puerto Rico, pero se crió en el pueblo costero de Cataño. Fundador de la revista y colectivo Taller Literario, publicación alternativa que marcó la última década de creación literaria boricua en el siglo XX. Ha trabajado en el Instituto de Cultura Puertorriqueña como Coordinador Editorial, Director de Prensa para la V Feria Internacional del Libro de Puerto Rico y como Coordinador de Medios para el encuentro de escritores De-Generaciones. Su periodismo cultural ha sido publicado en periódicos y publicaciones como Dialogo, Cayey, CulturA, El Nuevo Día y Resonancias, entre otras. Fue parte del colectivo El Sótano 00931. Colaboró con el poeta Julio Cesar Pol, junto a Nicole Cecilia Delgado y Loretta Collins, en la antología Los rostros de la Hidra. Su periodismo cultural es reproducido en diversos espacios y bitácoras cibernéticas, con columnas como: Breves en la cartografía cultural;Aquí, allá y en todas partes; Crónicas urbanas y el boletín En las letras, desde Puerto Rico, en bitácoras como Confesiones, Solo disparates: buscando luz al final del túnel, Panaceas y placebos, Boreales, Revista Isla Negra y en periódicos como El Post Antillano. Tiene tres libros publicados: Universos (micro-cuentos); Testamento (antología poética; una selección de 46 cuadernos) y Catarsis de maletas (cuentos). Actualmente reside en la Ciudad de Nueva York y desarrolla la plataforma multi-mediática Servicios de Prensa Cultural. Para Carlos Esteban Cana profesar creación y cultura es como recibir oxígeno; vehículos que le permiten ejercer su libertad.
Discurso
pronunciado con ocasión de la entrega del Premio Rómulo
Gallegos (2013) a Simone.
La mayor parte de los habitantes del mundo
poseen orígenes definidos, estables, prácticamente incuestionables: un lugar,
un pueblo, una nación, un documento estatal, que establecen claramente sus
coordenadas personales. Sin embargo, existen también otros habitantes del
planeta cuyos orígenes son preguntas, equivocaciones o condenas. Recuerdo mis
tiempos de estudiante en Europa, cuando invariablemente me detenía la
gendarmería francesa en sus puestos de frontera. Recuerdo como el ceño del
oficial se fruncía al examinar mi pasaporte, como comparaba la foto con mi
cara, como volvía sobre el documento, como me dejaba esperando ante el
mostrador y regresaba con un superior que, luego de examinar nuevamente las
páginas de mi documento de “identidad”, me preguntaba con una mezcla de
desprecio y celo policiaco: “Qui etez-vous?”, “¿Quién es usted?”.
En ese documento que permite acceder al resto
del mundo, se consignaba, sin explicación, un puñado de datos desorientadores
que en mi caso confundían orígenes con legalidades. En el pasaporte no estaban
mis lealtades o, lo que es lo mismo, la explicación de mí mismo dada desde la
consciencia de los afectos. En ese pasaporte concedido a Eduardo Alfredo
Rodríguez Rodríguez se le informaba a los aduaneros del mundo que el que tenían
ante sí era un ciudadano estadounidense nacido en Cuba y (en esa época, hace unos
30 años, y he aquí otra instancia por la que ha aumentado nuestra
invisibilidad) que este documento había sido emitido por el Departamento de
Estado del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. En lugar del pretendido efecto
clarificador del pasaporte, entregaba un documento opaco y turbio. Desde
entonces, he debido sintetizar en las fronteras en las que he sido detenido una
formulación factual que resulta para muchos casi incomprensible: “No soy
estadounidense, no soy cubano, soy puertorriqueño”. La explicación larga de
esto, la abarcadora pero siempre incompleta, se halla de maneras no del todo
evidentes, en mis libros.
A veces alguien tiene la fortuna, y ésta
aumenta en aquellos cuya historia familiar está asociada al exilio, la lejanía
y la pérdida, de hallar un lugar en el mundo. Recibí este don cuando apenas
tuve consciencia de mí mismo, montado en una bicicleta en cuyo manubrio iba
trabado perennemente un guante de béisbol. En cualquier calle se armaban
partidos con jugadores que ahora bateaban y corrían las bases, pero que solo un
rato después se reagruparían en nuevos equipos, luchando bajo los aros de una
cancha de baloncesto. Allí, entre esos muchachos, supe ya lo que ningún
pasaporte ni ningún oportunismo podía confundir ni negar: era como cualquiera
de mis amigos, era un puertorriqueño más. Conocí así lo que muchas décadas
después descubriría en una frase de Derek Walcott: “...que el propósito de la
poesía es quedar enamorado del mundo a pesar de la Historia”.
Durante décadas mis pasos me han llevado por
las calles de San Juan hasta la gran explanada que queda ante el Castillo del
Morro, la fortaleza principal del sistema de defensas que construyó la corona
española. Por siglos nuestra ciudad fue la boca de América. Allí comenzaba su
cuerpo de casi incontables miembros y comenzaban también, luego del azaroso
cruce de los mares, las palabras que se compartían desde ese litoral hasta la
Patagonia. He ido allí incansablemente desde que supe que mi vida estaría
asociada a la escritura, desde que en una noche lejana de París, Eduardo
Rodríguez se convirtió en Eduardo Lalo. Me paro en lo alto de las murallas y
observo el mar, la lejana línea del horizonte que tantas veces he fotografiado.
Para los isleños, el océano puede ser un desierto. Todo o casi todo llega por
él, pero a la vez ese espacio es infranqueable. Uno queda allí, sobre la
muralla, en el límite de lo habitable, observando el punto más distante. Pero
allí también, el escritor que llegué a ser, descubrió el poder devastador de la
indiferencia y el silencio. Por esto, probablemente, regreso a esa muralla a
contemplar un silencio y un espacio sin límites, a los que aparentemente no hay
nada que oponerles. Ante ese vacío entendí que tenía que aprender a sobrevivir
a ese océano, que era la imagen de la distancia, el abandono y el aislamiento,
y que esta lejanía del mundo había llevado a su fin a tantos artistas y
escritores del Caribe. Allí, sobre la muralla, me percaté por qué las palabras
morían tantas veces en nuestras bocas y en nuestras páginas; conocí cómo la
historia era una máquina de invisibilizaciones; supe cómo en Puerto Rico la
respiración estaría siempre en lucha contra la asfixia. Al igual que en las más
altas montañas del planeta, el mar que nos separaba y desdibujaba era una zona
de la muerte.
Un día, ya no recuerdo cuándo, supe desde lo
alto de esa muralla, con la vista clavada en el horizonte, que era desde ese
lugar que debía pensar y escribir. En realidad mis pies pisaban un espacio
incomparable. No era un ámbito menor ni prescindible, como tantas veces las
toxicidades de nuestras dos conquistas -la española y la estadounidense- nos
habían llevado a pensar. Era un lugar privilegiado para reescribir el mundo, un
espacio de visión, un lugar al que solo se podía arribar después de recorrer
muchos caminos. Era, es cierto, un sitio roto, sucio, a veces nimio, pero en él
se encontraba todo lo humano. Allí estaban también todas las palabras. Si hubo
una epifanía ante ese mar, fue que nuestra pobreza me daba una libertad enorme.
Sobre esa muralla supe que muchos otros, de los más diversos países y épocas,
habían observado también ese horizonte, pero que en su caso podía haber sido un
desierto o una cordillera, la pampa o la favela, la injusticia, la locura o la
sexualidad, y se habían dado cuenta como yo que en lo sucesivo su deber era
permanecer allí hasta que la lucidez redefiniera el dolor.
En algún lugar dije que escribo para
reivindicar nuestro derecho a la tragedia. Sobre esa muralla del Castillo del
Morro, en San Juan, supe que mi palabra, como la de mi pueblo, como la de
tantos hombres y mujeres y pueblos del mundo, se construiría cuestionando,
luchando, rompiendo los pasaportes que nos había reservado y a veces impuesto
la historia. Así supe que con solo ser puertorriqueño podía ser griego; que la
tragedia que nos había formado no era menor a ninguna. Así ese mar dejó de ser
un desierto y fue a la vez el de Odiseo y el de los arahuacos que desde la
costa de Venezuela circularon en dos direcciones, hacia el norte y hacia el
sur, poblando el Caribe y Sudamérica hasta Brasil y Paraguay. De alguna manera,
las palabras y sus sombras nos habían permitido sobrevivir y nos hacían posible
el viaje a cualquier tiempo y a cualquier lugar, a pesar de las tempestades y
los naufragios de nuestra historia.
Y así he llegado aquí, ante ustedes. Vengo de
Puerto Rico, frontera extrema de América latina, el único país latinoamericano
conquistado dos veces. El país al que la administración colonial española le
negó la imprenta hasta comienzos del siglo XIX, al que no le permitió crear una
universidad por más de cuatro siglos, al que entregó como botín de guerra, como
si fuera una hacienda o un cargamento de azúcar, a su nuevo dominador. Soy de
ese lugar que acaso vivió la globalización antes que cualquier otra sociedad,
aún antes de que existiera el término y el conocimiento, tanto de sus
consecuencias como también de las formas de oponerla. Soy de un país que
resistió solo, por la fuerza de su propia cultura, a las imposiciones
imperiales del país que domina y seduce desde el comienzo del siglo XX. Soy de
la sociedad que tiene al preso político que lleva más años en una cárcel en
toda la historia de las Américas, acusado de haber conspirado sediciosamente
contra un país al que no pertenece. Oscar López Rivera lleva 32 años en
prisión. Su libertad está al alcance de una sola mano de un solo hombre. Se
consigue con una firma humanitaria. Con una firma que será digna para todas las
partes. Pertenezco a una larga lista de escritores marginados, cuando no ninguneados,
por el peso de un gentilicio que difícilmente se asocia a la grandeza y la
victoria. Brillantes artistas cuya luz fue consumida por el aislamiento y la
debilidad de las instituciones culturales puertorriqueñas, víctimas de nuestra
incapacidad de auto representación y, a veces también, de auto respeto. Digo
aquí, como un murmullo, como un sonido llegado más allá de los mares, como
reivindicación y acto de justicia, tres nombres que representan a una legión.
Que estos muertos homenajeen a tantos vivos: Manuel Ramos Otero, José María
Lima, Víctor Fragoso. Vengo y regresaré a una sociedad perpetuamente amenazada
de muerte por sus fantasmas, por sus terrores, por sus cobardías. Pero estoy
aquí con todos mis muertos y todos mis compatriotas.
En un momento único como este, recuerdo y
reivindico las voluntades de la palabra, las posibilidades enormes de la
literatura. El escritor marca la superficie del mundo con el paso de su sombra.
El texto, contrario a las apariencias, es una forma efímera. En la “Canción de
Xaxubutawaxugi”, uno de los últimos Aché Guayaki del Paraguay, dice su autor
ante una noche en la selva equivalente a observar el horizonte desde una
muralla de San Juan. Los versos son de una casi insoportable belleza:
Yo mismo
solo y sin nadie en el mundo
tengo ya el hermoso hoy.
Los
hombres y las mujeres que ejercen cierta práctica de la escritura pueden
comprender el abismo salvador presente en estas palabras. Luego de escucharlas,
la noche no será ya la misma por haber conquistado la plenitud de su momento:
el “hermoso hoy”. Ningún pasaporte, ninguna ley imperial, ninguna de las
incapacidades históricas de nuestra nación, puede destruir o silenciar
completamente lo que generaciones de hombres y mujeres han descubierto frente
al océano que los separa y los reúne, en las palabras que han reunido cercados
por el mar y por la historia.
En la pobreza que me compone tengo ya al
“hermoso hoy”. Agradezco profundamente que sea aquí en Venezuela, donde quizá
por primera vez en mi vida, haya sacado del bolsillo mi verdadero pasaporte,
aquel en que ninguna de sus palabras me niega o me condena. Por fin, luego de
leer mis datos opacos y turbios ninguna autoridad me detiene. Así, como los
antiguos nautas del Caribe, viajo hacia el norte y hacia el sur, del Mar de las
Antillas a la costa venezolana y más allá. Voy y a la vez regreso y ya no sé
exactamente lo que significan los puntos cardinales, las islas o los
continentes, porque esta noche mi pasaporte ya no es una equivocación o una
decisión tomada por un extraño, una agenda inconclusa, una incapacidad
histórica o un cúmulo de renuncias, sino una forma en que generaciones de
puertorriqueños se han enfrentado a las violencias de su historia, al vacío del
océano, a su dolor, a su lucha, al fracaso y han formulado así palabras que se
unen a las voces de todos aquellos que se han enfrentado en cualquier tiempo y
lugar con los límites de sus cuerpos y sus sociedades.
Pronto volveré a San Juan. Iré a la muralla y
encontraré de nuevo el océano. Haré como Xaxubutawaxugi en la noche de la
selva. Recordaré la valentía y la dignidad de la palabra. Entonces volveré a
sentir más allá del océano, más allá de la historia, el “hermoso hoy”.