Por Miranda Merced
El 113
―¡Espere, espere! Gracias a Dios. Venga, venga, permítame contarle. No tomará mucho, y todavía se puede estar a tiempo…
―¡Espere, espere! Gracias a Dios. Venga, venga, permítame contarle. No tomará mucho, y todavía se puede estar a tiempo…
Es como una pesadilla. La oscuridad dictaba el final de la jornada de rescate, pero yo no necesitaba de mis ojos para seguir cavando en la aplastante montaña de cemento. Una pala hubiera sido buena, un marrón, hasta un cucharón fuerte me hubiera ayudado a continuar perforándola, pero en aquel caos de polvo y piedra, solo mis manos ayudaban en la faena. Los trozos de uñas que aún quedaban adheridos a la piel seguían rascando entre los espacios que ofrecían menos resistencia. Pensaba en mis hijos. (¿Estarán con Suzette?) De vez en cuando creía escuchar un quejido lejano, una respiración trabajosa: “¿Hay alguien ahí?”, otra vez la pregunta. Y yo, en espera. Ansioso por escuchar la contestación de algún ser viviente al otro lado de la masa de concreto y varillas derrumbada. (Ay, Suzette, ya mismo estoy contigo).
No permitía que el desaliento me venciera. El cansancio no hacía mella en mi espíritu. Había que seguir luchando, por ella, por los niños, por mi gente. Había que avanzar. El festival es en esta semana. (¿Qué día es hoy? ¿Habrá comenzado?) Pensaba en todos los escritores que estarían llegando, preguntando por mí; en los estudiantes, ansiosos por conocerlos. Pensaba en cualquier cosa, menos en la fatiga que entumecía mis músculos, ni en la lengua pegada al paladar, ni en el dolor en el pecho a punto de estallar.
El polvo de los escombros se mezclaba con el sudor del cuerpo, de los brazos, de la frente; escurría desde mi cabeza, cegaba, ardía, desesperaba. De vez en cuando detenía la excavación, pasaba el dorso de la mano por la cara tratando de aliviar el escozor, frotaba los párpados con los nudillos lacerados. Pero este acto no hacía una gran diferencia, en todo caso el ardor aumentaba.
Opté por mantener los ojos cerrados mientras escarbaba; dejarme dirigir por los murmullos de los otros. Los que no creían que quedara vida bajo los escombros. Temían a las hordas hambrientas, al tropel desordenado que ya no tenía nada que perder. Ese temor detendría la búsqueda. Y quería exhortarlos a que continuaran, que buscaran a los críos; pero no me escuchaban. Y en el frenesí de la búsqueda, cuando lanzaban a un lado las herramientas y pegaban, por vez última, sus oídos a los huecos entreabiertos de la basura amontonada que una vez fuera un hogar, escucharon el llanto de bebé. Y volvieron a tener fe. Y reanudaron la búsqueda como el primer día. El día en que compartían conmigo la seguridad de la sobrevivencia, cuando rebosantes de amor y heroísmo comenzó la tarea del rescate que solo se interrumpía al caer la noche. Y sucedía que cada atardecer estaban cerca del encuentro y al regresar en la mañana olvidaban donde se habían quedado, y se alejaban.
Por eso yo no descansaba. No pensaba en horas, en días ni en noches. No pensaba en el persistente dolor de la cadera lastimada. Si lo obviaba, dolía menos. El dolor, como el hambre, solo se siente cuando se acepta. Si se le empuja de la mente, si se piensa solo en cavar con las manos y cuando las manos no puedan, con los dedos; si se detiene solo al escuchar el gemir apagado del niño que no entiende por qué la madre no atiende su llanto, si duerme allí a su lado, protegidos ambos por un techo demasiado cerca de sus caras, tal vez se esté a tiempo.
Entonces llegaron las palas mecánicas con el ruido y su enorme peso sobre los restos de la ciudad. Se acercaban y se alejaban, y no dejaban escuchar el llanto del niño, ni el grito de auxilio, ni la respiración trabajosa. Trataba de avisarles que hicieran silencio. Que escucharan las voces de los que no estaban con ellos, pero ni siquiera a mí me oían. Y sentía que los únicos sonidos que se escuchaban eran los de ellos. Contaban muertos: 108, 109, 110 este no, todavía respira, esa pierna está fea, a cirugía, ¿cuántos iban? ¿108? 109, 110, 111,112, chequéate a esta, está tratando de hablar, sácala a la acera del frente, 109, 110, 111.
Y los escuché acercarse. Traté de hablarles, pero no sé si el aire no lograba hacer vibrar las cuerdas vocales.
¿Usted me escucha? Quiero abrir los ojos, pero el cemento y el sudor no lo permiten. Para abrirlos hay que ablandar la mezcla que los sella. Los necesito para dar con ellos, mi mujer y los niños, y buscar mis escritos. ¿Tienen un poco de agua? No importa, no se vaya, espere. Los otros no me entienden. Levanté las manos, quería hablar por señas (necesito agua para lavar mis ojos, aire para llenar mis pulmones y poder hablarles) pero no me entienden. Llegaron a mi lado. Los sentí conversar muy cerca de mí. ¿Este? No era conmigo. Parece respirar, sácalo al frente, 112. Sentí sus movimientos. El sonido de las piedrecillas bajo sus zapatos. Se detuvieron frente a mí. Los adivinaba escudriñándome. La desesperación se adueñaba de mis sentidos. Si pudiera abrir los ojos, explicarles, hablarles de los que aún yacen allí, bajo los escombros, el niño junto a Suzette. ¡Tal vez se está a tiempo!
Siento el roce de su mano en mi cuello.
―¿Tiene pulso?
―Nada.
―¿Por qué te detienes ante este?
―Mira sus manos, las uñas desgarradas, parecería que sigue cavando sobre su cabeza,
―¿Qué número es?
―El 113.
Se alejan.
―114, 115.
― No, no, ¡espere! ¿Es que no me ha entendido? Un poco de agua lo resuelve todo, oxígeno, aire. Todavía se está a tiempo. Es una equivocación, ¡espere!
***
Miranda Merced. Nació en San Juan, Puerto Rico. Se graduó de Bachillerato en Artes y Educación de la Universidad de Puerto Rico y de las Maestrías en Administración Comercial y Creación Literaria. Obtuvo el Premio Pórtico, de la Universidad del Sagrado Corazón. Algunos de los cuentos de la colección Almarios en alquiler, obtuvieron premios en certámenes literarios, como sigue: El 113, Primer lugar en el Decimosexto Certamen Literario Universidad Politécnica de Puerto Rico; Batalla, Tercer lugar en el Certamen de Microcuento, Revista Cultural En Rojo, 2010, Puerto Rico; Caricias que matan, Tercer lugar en el Tercer Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral Universidad del Sagrado Corazón, Puerto Rico. El cuento Llegaron pa’quedalse fue utilizado en las Competencias de Oratoria en Español, en el año 2012, ganando el tercer lugar a nivel nacional, en la categoría de Drama. Ha sido publicada en revistas y periódicos impresos y digitales en Puerto Rico y Argentina. Es una de las escritoras de la Antología de cuentos Vivir del cuento (2009), antóloga, editora y escritora de la Antología Fantasía Circense (2011) y forma parte de la antología Piernas Cruzadas III (2012). Miranda es co-editora de los libros de poesía: Genéstica, de Antonino Geovanni (2011) y Psicodelias urbanas, de Lynette Mabel Pérez (2012). Es miembro fundador del Colectivo Literario Vivir del cuento, que se distingue por su labor de educación en redacción y creación literaria, en escuelas públicas y privadas y en centros universitarios en la Isla.
Almarios en alquiler ya está a la venta en Puerto Rico en Librería Mágica, K&L Books y Libros AC.
Puede adquirirla en la web en estos enlaces: Amazon o Kindle
1 comentario:
Me gusta la literatura y disfruto de leer las historias de diverso tipo. Cuando no salgo, y me quedo en mi Alquiler Temporario Argentina trato de leer varias cosas distintas y busco acerca de autores nuevos
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