domingo, octubre 02, 2011

En las letras, desde Puerto Rico: Cezanne Cardona reflexiona acerca de Palacios, primera novela de Sergio Carlos Gutiérrez.

por Carlos Esteban Cana
Pulse sobre la imagen para agrandar.
Conozco a Sergio Carlos Gutiérrez desde que era estudiante de escuela superior. Sucede que desde muy joven Gutiérrez supo que su vocación era la creación, por ese motivo me lo encontré como uno de los participantes de El barco de tinta china.  Con ese nombre había bautizado el poeta y narrador Amílcar Cintrón su taller de escritura, uno que estimulaba la creación literaria mediante la exploración de memorias, historias y la búsqueda de voz en los talleristas. Amílcar había invitado al cuentista Angelo Negrón y a este servidor para que compartiéramos breves impresiones sobre la experiencia de ser escritor. Los tres (Angelo, Amílcar y yo) nos habíamos convertidos en buenos amigos durante los años que desarrollamos la revista de creación alternativa Taller Literario durante los 90’s.
Recuerdo como si fuera hoy esa última sesión de El barco de tinta china cuando procedimos a escuchar lo escrito por los pupilos de Amílcar. Dos jóvenes destacaron sobre todos los demás: Ana Teresa Toro (que con el tiempo se ha convertido en una de las principales voces del periodismo cultural del País, ya sea en la radio o en prensa escrita; el trabajo creativo de esta narradora -quien también estuvo ligada al panorama teatral- le ha hecho merecedora de becas y premios nacionales e internacionales) y Sergio Carlos Gutiérrez.
Fue curioso el gesto espontáneo y simultáneo que Angelo y yo tuvimos cuando escuchamos el cuento de Sergio Carlos. Uno que hablaba de diversos dioses instalados en el ambiente urbano. Literalmente nos quedamos con la boca abierta. Allí, sin lugar a dudas, había un excelente narrador, esa fue la impresión con la que nos despedimos y el tiempo no ha hecho más que confirmar aquella intuición.
Con el tiempo volví a tropezarme con Sergio Carlos. El libro En el vientre de una isla abre con su cuento Los hijos de Coalibey.  Más adelante le solicité un cuento para el accidentado Taller Literario número 8 (número que íbamos a subir en línea pero que fue hurtado en el último momento). También lo leí en su propia bitácora en el ciberespacio. Y ya de forma esporádica me encontraba en los linderos laberínticos del circuito de librerías del casco urbano de Río Piedras. Esta vez él era uno de los integrantes de la flamante mesa editora de la revista Agentes Catalíticos (junto a Juanluis Ramos, Rubén Ramos y Samuel Medina –su fundador-), publicación que con el tiempo se convertiría en uno de los tres principales proyectos de vanguardia colectiva y literaria que tuvo la primera década del siglo XXI en las letras puertorriqueñas: El Sótano 00931, Derivas y AC. Aquí voy con mis metáforas musicales. Si los Beatles cerraban los 60’s y Led Zeppelin abrían los 70’s. El Sótano cerraba esa primera década con dos épocas, singular presencia mediática y una editorial, y Agentes Catalíticos se desplega en la que recién comienza con el paso firme que aún lleva su proyecto impreso, diverso y multi-mediático.
Por todo lo anterior fue muy significativo asistir a la presentación de la primera novela de Sergio Gutiérrez Negrón, titulada Palacios. Una velada original que tuvo la marca registrada del tipo de eventos organizado por Agentes Catalíticos. La pantalla amplia con un collage de imágenes en el fondo, y al frente dos personalidades que instalan su nombre con paso seguro en el panorama literario. Me refiero a Cezzane Cardona, autor de la novela La velocidad de lo perdido, y Manolo Núñez Negrón creador de la colección de cuentos El oficio del vértigo.  
Sergio escuchó atentamente las reflexiones de Cezzane Cardona acerca de su novela. Después Él mismo leyó un fragmento de Palacios,  y finalizó la velada –que para mí tenía cierto aire de relevo generacional- con una amena conversación entre Gutiérrez y Manolo Núñez Negrón. Al día siguiente, si no me equivoco, escuché un poco más del proceso creativo en Palacios cuando Sergio fue entrevistado por Rafael Josué Vega para el programa Piedra, Papel y Tijera de Radio Universidad de Puerto Rico.
Dicho lo anterior, En las letras, desde Puerto Rico comparte con sus lectores las impresiones que Cezzane Cardona compartió en la librería La Tertulia acerca de Palacios, primera novela de Sergio Gutiérrez Negrón.
                                                                                            ***
Palacio: una novela corta de Sergio Gutiérrez Negrón
por Cezanne Cardona Morales 
               No importa cuales sean los medios o las materias: el barro, la piedra, el carbón, la pintura, el papel, la tinta, el celuloide o la electricidad, el ser humano ha insistido una y otra vez en contar historias. Pasando por las cuevas de Altamira, la biblioteca de Alejandría, las pirámides, las catedrales medievales, la Capilla Sixtina, el papiro, el libro, —el fin del libro— o el Internet, el hombre no sólo ha querido contar historias, sino que además no ha cesado en su intención de construir lectores, en buscar lectores para que su historia, cualquiera que sea, permanezca. Son muchas las novelas que han logrado la inmortalidad en este sentido, pero pocas las novelas cortas que, entre sus pocas páginas, han dejado espacio para tematizar el telón mismo, la forma universal en que el humano se cuenta, se ha contado y se podría contar historias.  Una es la ya clásica novela El entenado, del argentino Juan José Saer, y la otra, de reciente publicación, es Palacio (Agentes Catalíticos, 2011), del joven puertorriqueño Sergio Gutiérrez Negrón, y que aquí reseñamos. Si bien en la novela de Saer se cuenta la historia de cómo un invasor, en la época de la conquista, es salvado o raptado por una tribu indígena con el propósito de que éste cuente o repita la historia de la extinción de la tribu, en Palacio asistimos a la historia de un ornitólogo japonés que intenta que sus aves —cotorras y papagayos— repitan o dupliquen la voz de su hija muerta.
Salpicada con intriga, dos narradores, aves, correos electrónicos y piezas de jazz, Palacio cuenta la historia de Frank o Francisco, un joven puertorriqueño y estudiante graduado de literatura en Atlanta que, desde que su esposa Alice se marchó sin razón aparente, se la pasa día y noche leyendo los mensajes electrónicos que ella el envía desde Japón. Alice trabaja para un excéntrico ornitólogo y ex profesor y su trabajo consiste en leer en voz alta los diarios de la hija muerta del ornitólogo a las aves para que estas repitan la voz de su hija. Todas la aves en la casa del ornitólogo son pistacidos, es decir cotorras, papagayos, en fin, aves de diferentes estirpes que imitan la voz humana. Es harto conocido que estas aves son capaces de aprender setecientas palabras y de reconocer nombres. Incluso algunos científicos piensan que pueden alcanzar el vocabulario de un niño de cuatro años. Sea un aviario personal o una biblioteca de aves, es allí donde Alice pasa horas leyendo en voz alta los diarios de Kaede.
Una de las escenas más poderosas de la novela sucede cuando el señor Abe escucha que una de las aves dice “¿Hola papá?, ¿Cómo estás papá?” Por un momento, cuenta Alice, el señor Abe juró que veía a su niña, que la encontró sana y salva, que la abrazó, que la besó, pero que al rato parpadeó y su hija se deshizo. Quedó frente a una habitación desecha con tres aves volando alrededor del cuarto que hablaban con la voz de Kaede, con el inglés hollywoodense de su hija. Cuenta la señora que cuidaba las aves que encontró al señor Abe en el suelo al lado de tres aves muertas que el ornitólogo mató arrepentido de su empresa. ¿Qué diferencia existe entre esta escena y la de un padre que ve todos los días, una y otra vez, el video o las fotos de su hijo ya muerto? Quizás ninguna. Para cualquier padre que ha perdido a su hijo, ver esas fotos o esos videos hasta el cansancio no significa necesariamente un ejercicio fútil de repetición o de morbosidad, sino todo lo contrario; cada repetición plantea una nueva forma de mirar o de preguntar: qué hice, qué dejé de hacer, qué pude haber hecho, por qué tuvo que suceder. ¿No es esta acaso la razón ulterior de la ficción: vivir vidas que no podríamos vivir? “Leo ficción —dice el escritor Philip Roth—, para liberarme de mi perspectiva sofocante y estrecha de lo que es la vida. Esa es la misma razón de por que escribo.” Palacio es más que una novela sobre un padre que perdió a su hija, o una novela de amor en tiempos de Internet, o la pérdida que se cuenta desde y gracias al desamor. Palacio nos habla de un experimento común a todos: la necesidad que tenemos de construir Palacios, criptas, la perentoriedad de contarnos una historia aunque siempre sea la misma, o de codificar algo que ya sabemos imposible; un lenguaje de lo perdido, de lo que no podemos recuperar. 
La lectura de Palacio recuerda —tanto en tono y tema, así como en fondo y forma—, algunos cuentos de Jorge Luis Borges, entre ellos La Biblioteca de Babel. En este cuento, Borges propone algo que está muy cerca de la lógica de la repetición que nos presenta Palacio: el universo es una gran biblioteca y en esa biblioteca todo ya ha sido dicho: en ella pueden encontrarse todos los lenguajes concebibles e imaginables. En esa biblioteca todo ha sido pronunciado desde la muerte y todo descubrimiento no es otra cosa que una repetición infinita. Lo que nos revela Borges es que el universo es ese lugar donde creemos que descubrimos algo, donde creemos que hallaremos la salvación y solo encontramos soledad, traición y esperanza. Esa es esta quizás la misma pulsión que nos lleva a comprar libros, a coleccionarlos, a leerlos, a prestarlos. Esta es la misma pulsión que tiene el señor Abe, en Palacio, de comprar nuevas aves para crear la biblioteca hablada de su hija: “Yo era un buen padre” le repetía el señor Abe a su esposa una y otra vez cuando desapareció Kaede. “Lo repitió tanto que hubo un ave, una de las pequeñas que mantenía por afición, que aprendió la frase y tomó por chirriarla todas la mañanas: —Yo era un buen padre. Yo era un buen padre…” repite el ave.
A pesar de ser hermana de novelas como No todas las suecas son rubias, de Manuel Abreu Adorno, Tokio Blues de Haruki Murakami y Llamadas de Amsterdan de Villoro, entre otras, Palacio es una novela que se destaca, entre muchas, porque procura ahondar en el territorio insondable del dolor, en el duelo, o en el lenguaje del duelo (quizás una ética del duelo) sin dejar a un lado las exigencias del género de la novela. Palacio, como muy pocas novelas puertorriqueñas, comparte un aliento temático con los orígenes de la novela —algo que un buen escritor nunca debe olvidar. Las llamadas primeras novelas de la modernidad contienen temas centrales como la aventura, el viaje, la confesión y el amor —y esto incluye al desamor. Pensemos en el Quijote, de Cervantes, en Pamela de Richarson y en Robinson Crusoe de Defoe. Desde la aventura del Quijote cuando recorre los caminos leyendo la realidad con la ilusión de los libros de caballería,  la confesión de un Robinson Crusoe contando las vivencias de lo salvaje en un lugar remoto y desconocido, hasta las cartas de amor o desamor; todo esto lo podemos encontrar de una forma u otra en Palacio. Incluso desde el primer párrafo:
Cerré los ojos frente al azul del monitor y me dejé caer contra el respaldo del sofá. Intenté imaginarme a Alice en una sala al otro lado del mundo, piernas cruzadas, leyendo en voz alta el diario de la hija muerta del ornitólogo japonés que le pagaba cuarto y sustento. Casi podía descifrar las arrugas que nacían del cierre de sus párpados, la costura que se formaba en su frente, la mirada desorbitada tatuada en el rostro, totalmente decidida a la absurda tarea que había emprendido. Lancé un vistazo al pequeño marco de cuero que apretaba una anacrónica instantánea de nuestra boda, hacía cuatro años, y le respondí a su mensaje escribiendo que estaba aquí, que continuara con el relato.
Solo porque ya estamos en medio de una historia —dice Peter Sloterdijk— es que podemos contar nuestra propia historia. Uno de los muchos logros de Palacio es ponernos en evidencia como consumidores de ficción, confesarnos adictos a la mentira, o como dijo Vargas Llosa, descubrir que todos buscamos “la verdad escondida en el  corazón de las mentiras”. Si no es así, ¿por qué Hamlet aparece leyendo un libro después de ver el fantasma de su padre? Como Hamlet, leemos porque somos inconformes, porque sabemos muy en el fondo que la vida no tiene sentido. Leemos ficción para sobrellevar la contradicción de vivir y ver morir. La contradicción de ser testigos de lo que no queremos ser testigos. Leemos ficción por la tragedia de no estar a la altura de nuestras propias tragedias. Y Palacio insiste de forma magistral, como ninguna otra novela puertorriqueña, en mostrar la necesidad que tenemos todos de leer ficciones, de contar historias para contar nuestras ficciones verdaderas. 

No hay comentarios.: