viernes, octubre 29, 2010

En las letras, desde Puerto Rico

por Carlos Esteban Cana

Antonio Aguado Charneco es uno de los grandes escritores puertorriqueños. Su obra es vasta. Inmensa. Novelas, ensayos, y cuentos. Todo lo ha ido creando, silenciosamente, con el paso de los años. A diferencia de otros escritores que cuentan con la academia como escaparate para divulgar su obra (con todo el modus operandi que implica), Tony ha contado con la presencia de algunos amigos escritores que hemos valorado la excelencia de su obra literaria. Amílcar Cintrón y este servidor, consecuentemente, le animábamos a sacar a luz publica el enorme caudal que representa su obra inédita. Y aunque siempre contestaba renuente a nuestras peticiones, después de un traspié de salud Aguado Charneco prestó oídos.

Durante el mes de diciembre de 2010 se publicará, periódicamente, la Colección Docenas del Hornero que reúne, inicialmente, la cuentística inédita de Aguado Charneco. A este magno acontecimiento editorial se han unido varios escritores del patio, en un proyecto que pretende ser un servicio a la cultura del País. Yolanda Arroyo Pizarro, Ángelo Negron Falcón, Leonor E. Quirorges (a quien sacamos de su exilio literario), Otto Rosa Vélez y el psicólogo social Edison Viera Calderón son los autores que presentan los primeros cinco libros. Narcocuentos, Eroticuentos, Pasiocuentos, Ludicuentos y Mejicuentos son los títulos que circularán durante la navidad del 2010. Dos libros más de la colección, Soseiva Sotaler en los umbrales umbríos y Halitos del averno estarán disponible en el 2011.

Por lo anterior, En las letras, desde Puerto Rico, trae otro adelanto de las Docenas del Hornero de Antonio Aguado Charneco. Se trata del cuento Un tierno crujir, publicado inicialmente en su libro Sendero Umbrío (1995) e incluido en el antológico Halitos del averno.

UN TIERNO CRUJIR

Quisiera no haber regresado. O perderme en el camino de vuelta. No se consiguió el socorro que salimos a buscar. Todo otro lugar está igual que éste... pueblos fantasmas, engullidos por mares de arena, semejando olas las crestas de sus dunas.

Acá solamente el campanario de la iglesia está libre de acumulación arenosa y por sus cuerdas bajé al interior. Adentro encontré estos escritos, que habría preferido no haber leído. Por lo que dicen puedo estar en peligro; los releeré:

“Una rara forma se distanciaba a toda prisa del poblado en dirección al cementerio. En el cielo la luna menguante semejaba una navaja de hoz muy amolada; su luz mortecina apenas posándose en las losas y sobre el revoltiijo de cabellos plateados que, cual fuego fatuo, en línea recta parecía flotar desde el pueblo hasta el camposanto. De súbito el amasijo de argentas hebras descendió al nivel del suelo y se posó al borde de una fosa abierta; a pesar que la lápida tenía un nombre grabado... la tumba estaba vacía. Al rato se esparcieron unos tétricos silbidos, como de almas en pena, por el paraje desolado y un pensamiento revisó el pasado...

Todo empezó con un viento árido, que surgió del sur, soplando día y noche. Luego vino la ausencia total de nubes, que se prolongó por siempre, y... nunca más volvió a llover.

Los ríos comenzaron a mostrar redondos pedruscos alfombrando sus lechos; los fondos resecos de quebradas y riachuelos se resquebrajaron en irregulares trazos geométricos, como losetas de fango y... se malograron todos los cosechos, por supuesto.

El calor excesivo se fue chupando el verdor de los campos y también la humedad prieta del terreno; árboles y arbustos fueron quedando desnudos, su follaje incinerado por un sol que, daba la impresión, salía antes de tiempo y luego rehusaba ponerse... retrasando el anochecer.

El agua de la represa descendía de modo perceptible. Desde el fondo de la laguna artificial fueron resurgiendo las siluetas de estructuras anegadas. Lo primero en emerger fue la cruz de la antigua iglesia, que se fue alargando hasta mostrar su base. Después se evidenció el capitel del campanario y la media esfera de la cúpula.

Una madrugada se escuchó un lastimero tañer, unas campanadas doblando en tono de duelo. Toda la población supo que eran las campanas de la iglesia pero, por miedo supersticioso, no se llegaron hasta el religioso recinto; en vez se movilizaron, sin cruzar palabras, hasta el acantilado arriba de la lagunilla.

Allá evidenciaron perplejos el veloz mermar de las aguas, que dejaba al descubierto la gótica fachada, desfigurada por la acumulación de légamo; el cieno opacando el atrio. Tras intercambiar comentarios, muy por lo bajo, los congregados se fueron dispersando.

Sobre la comunidad rural se fue abanicando un hálito de averno. El aire tórrido del siroco se escurría zumbante, arrancando gemidos de ramas y maderas; orquestando con el ominoso repicar de las campanas, de notas fúnebres, una incesante marcha luctuosa.

Una atmósfera opresiva drenaba las energías, fatigando en demasía a quién se aventurara fuera del resguardo de la sombra. Durante el día sólo las tolvaneras recorrían las calles desiertas; los habitantes solamente salían al anochecer, a cubetear agua del único pozo, cuyo nivel bajaba con celeridad. Todos se convirtieron en noctámbulos, ya que ninguna labor se podía llevar a cabo durante las agobiantes horas solares. Era desde la penumbra que se realizaban las diversas faenas; era durante la noche cuando se carneaban las famélicas reses que apenas subsistían rumiando, en la oscuridad, pajonales chamuscados.

Alguien comentó que el sol se notaba más grande y cercano. En el siguiente día los que intentaron curiosear quedaron afectados de la vista, y ya nadie se atrevió desafiar al fulgurante astro.

El tiempo transcurría muy rutinario. Durante el día ni tan siquiera se entreabrían persianas o visillos, eludiendo el cegador resplandor, evitando respirar aquél aire que lastimaba gargantas y pulmones. Un culto deificante, a lo umbrío, insidiosamente comenzó a organizarse.

Al agotarse los rebaños las aves ponedoras fueron consumidas. Los terrenos continuaron perdiendo el color y la textura: primero la tierra se torno amarillenta y esponjosa, después blanquecina y muy liviana. El viento levantaba grandes polvaredas, apilándolas alrededor de las edificaciones; todas las noches había que palear el polvo para evitar que éste atosigara el pozo y se tragara al poblado. La desertificación se había asentado.

La situación continuaba tornándose más precaria. Las bestias de tiro gradualmente fueron sacrificadas para el consumo, entonces la leña tuvo que ser cargada sobre espaldas que cada vez más se debilitaban. Se arrojaba agua de jabón en la tierra para hacer salir las lombrices y usarlas en sopas.

El consejo de ancianos convocó a reunión de emergencia y, sin mucho argumento, dictaminaron que era preciso salir del candente asedio a buscar ayuda; antes de llegar a total acuerdo se acabó la noche y por el horizonte de levante trepó un furibundo sol, asaeteándolos con rayos ardientes. Todos se apresuraron a esconder sus despigmentadas pieles y proteger las miradas que el excesivo resplandor desenfocaba.

En la próxima noche, a toda prisa, se echaron suertes entre los mejor capacitados; los cuatro seleccionados se aprovisionaron con odres de agua turbia y la carne de una repulsiva ave de rapiña que agonizante del cielo se desplomara. Al comienzo del siguiente anochecer partieron en direcciones opuestas, hacia los principales puntos cardinales.

Mientras el pueblo esperaba, especulando en torno al destino de los expedicionarios, los días desfilaban iguales en una modorra de inactividad. Las noches empequeñecidas contaminaban a muchos con una enervante pereza, con una economía de movimientos, pero no a todos... algunos adeptos de la nueva secta religiosa mantenían en las sombras una febril actividad; otros, de ellos, se reunían en la iglesia, ya dejada al descubierto por las aguas evaporadas, murmurando preces en la penumbra de los cirios y cantando loas a la opaca luz selenita.

El agua tenía que ser trasvasada a reposar en cisternas porque ya salía muy cenagosa. Comenzaron a extraviar su rumbo, hacia ollas y calderos, las mascotas domésticas: gatos y perros, monos y lemúridos, guacamayos, loros y cacatúas.

En aparente contradicción el frío de las noches aumentaba; el insomne quehacer comunitario transcurría alrededor de las hogueras. Las tinieblas se iluminaban y perfumaban con el chisporroteo de la resina en los leños; desde las piras se elevaban las pavesas, confiriéndole duende y magia al entorno, propiciando la atmósfera para el resurgir del arte más antiguo, y en derredor a las fogatas proliferaron los cuenteros.

Las narraciones giraban en relación al agua, hasta que la misma fue alcanzando proporciones míticas. Grandes y chicos escuchaban absortos los relatos de copiosos aguaceros e inundaciones, de largos o caudalosos ríos, y del ancho resplandor de grandes lagos. Muchos recordaban, con nostalgia, la última vez que vieron llover. Alguno contó la leyenda del diluvio y Noé, un constructor de naos; otro la crónica de un lugar dónde la falta del preciado e indispensable líquido fue la causa de una grandísima hambruna, y provocó un desenfreno que culminó en la más abominable aberración de la estirpe humana... tantas veces inhumana.

En varias ocasiones uno, de aquellos narradores de relatos, acaparó la atención contando acerca de los océanos: de sus improbables dimensiones y profundidades, de quiméricos animales que los habitaban y de los monstruos antropófagos que en ellos acechaban; eso hasta que otro cuentador lo eclipsó con fábulas en torno a una gente que vivía sobre una superficie de agua dura, llamada hielo y nieve; muy pocos le creyeron, ello a pesar que un viejo dijo acordarse de una tormenta eléctrica que contenía unas gotas sólidas llamadas granizo.

Una arreciada ola de calor produjo varias muertes; en particular fue muy sentido el fallecimiento del jefe de los concejales. Los difuntos fueron enterrados casi a ras de suelo, ya que los polvorientos arenales impedían cavar con alguna profundidad.

El hambre se agigantaba enanando a las personas. Hasta las simientes, alguna vez guardadas con esperanza, fueron utilizadas como alimento; corrió el rumor que incluso las placentas y cordones umbilicales se aprovechaban... Ya nada se podía dudar de aquellos seres cadavéricos y rostros de calaveras, en las cuales resaltaban ojos inmensos de mirar enloquecido.

Evidencia de la gran necesidad y el desespero fue un incidente... que ocurrió cuando el anciano párroco sorprendió la algarabía de niños y niñas dentro de la capilla; el grupo había perseguido un lagarto y lo atraparon frente al altar, allí mismo lo despedazaron y comenzaron a devorar sus carnes mientras éstas aún se estremecían. Ante la severa mirada de reproche del clérigo los chicuelos huyeron, pero sin dejar de mover los carrillos flecados con sangre. En el suelo quedó la cola del reptil, hipnótica en su espasmódico retorcer.

El venerable monje se inclinó despacio, como en genuflexión, y con delicadeza tomó el rabo con la punta de sus dedos; por un rato observó los sinuosos movimientos, suavemente sacudió los granos de arena adheridos a la escamosa piel; lentamente giró una furtiva mirada y, con la succión de quién engulle un tallarín, adentró el oscilante apéndice en su boca. Luego se alejó, agachado de cabeza, implorando ya sin convicción, tratando en vano de disimular su masticar del tierno crujir. Probablemente ese fue uno de sus peores momentos... quizás no.

La nueva secta se encontraba anquilosada, y ya no seducía nuevos adeptos. El fervor religioso agonizaba al mismo ritmo que la población y no fluía hacia dirección alguna; en aquél lugar, abandonado por las manos divinas, todas las deidades, de antaño u ogaño, eran igual de apáticas a la tragedia que los consumía.

Entonces, cuando toda esperanza de sobrevivir se había perdido, la sacerdotisa del Culto a la Noche anunció una revelación... Bajo el influjo de la luna llena le había acaecido un prodigioso descubrimiento y condujo a los incrédulos hasta el sótano de la iglesia; allí se encontró un gran abasto de carnes: algunas lonjas ahumadas, otras curadas en barriles de salmuera, las más secas al sol... toda una cornucopia de tasajo, cecina y charqui.

Después del hallazgo los prosélitos aumentaron dramáticamente, ya que la cena formaba parte integral de las ceremonias; en vez del simbolismo del vino y el pan, o el lagarto y su sangre, se llevaba a cabo la alegoría con caldo de carne y trozos de la misma.

El clérigo de la antigua religión se fue quedando solo con su liturgia. En varias ocasiones algún exdevoto le llevó una porción de la tan recién descubierta bonanza; él desdeñaba tales ofrecimientos y, antes que calentara la madrugada, pasaba las horas tempranas procurándose el sustento, cazando lagartijas y salamandras... preciando sobre todo las deliciosas colas de crujir delicado. De trasfondo musical lo acompañaba el ocasional cantar de los arenales cuando se deslizaban, coreando, en capas compactas.

Luego llegó el momento en que no pudo más con la cruz de su doble derrota y en un anochecer se marchó, llevándose tan sólo una botija de agua turbia y la horqueta de atrapar reptiles. Salió de la iglesia y paseó la vista por lo que había sido su parroquia. Todavía no comenzaban las ceremonias de la secta lunar y lo único que se movía era el rodar de matojos desraizados; en particular secos arbustos de Rosas de Jericó, desanclados por los vientos, dando unos tumbos circulares, nómadas vegetales del desierto.

Muy de prisa se alejó del poblado atrechando por el cementerio; arriba asomaba la luna en cuarto menguante, tan parecida a la hoja de una guadaña muy afilada, que desmayaba un resplandor mortecino sobre el camposanto; la apocada luz apenas iluminando las lápidas ladeadas y cruces pétreas. Los negros hábitos del religioso se confundían con las tinieblas de la noche, pero la exigua luna confería destellos de plata a su pelo blanco, propiciando una ilusión en la cual su cabello parecía flotar incorpóreo.

En la penumbra el anciano dio un traspiés y cayó de bruces sobre el túmulo de una fosa abierta. El hombre se levantó apoyándose en la piedra lapidaria y en ella leyó el nombre del concejal hacía poco fallecido, pero... aquella tumba estaba desocupada.

Con ojos desorbitados el clérigo atisbó a su alrededor... Evidenció muchas sepulturas excavadas... todas ellas vacías. Por un rato se mantuvo inmóvil. De modo distraído silbó una tonada, a cuyas notas se afianzó el viento del sur, alargándolas, haciéndolas sonar macabras. Con lentitud y cabizbajo el eclesiástico regresó sus pasos hacia el pueblo... Cavilando... cómo mejor enfrentar, y combatir, el contubernio de necrófagos... los devoradores de muertos.

Todo ello ocurrió cuando el abrasador viento del sur y un sol excesivo ofuscaron el raciocinio; poco antes que el hambre sofocara enteramente la humanidad de los habitantes, previo a que se animalaran totalmente; anterior a que comenzaran los sacrificios y los caníbales festines de carne fresca; con antelación a que el intentar aplacar la sed con sangre los enloqueciera del todo; antes que la población se consumiera a si misma, y sólo el último miembro de la cofradía de caníbales... muriera de muerte natural.

Yo, el recopilador (no pude resistir la tentación de aliñar los escritos), duré más que nadie; con probabilidad por mi aspecto poco apetitoso, debido a mis frugales hábitos alimenticios, que me mantuvieron descarnado, cual ánima penante... que en realidad soy, pues, desde que se extinguieron las salamandras y gilas, me la paso rebuscando trabajosamente mi sustento; ahora dónde único puedo encontrar el deleitoso crujir es... en el cartílago de las orejas, que afortunadamente nadie comía y todos desechaban junto al pericráneo.

Durante las horas de claridad no puedo evitar soñarme emboscando el retorno de los expedicionarios de orejas vivas; en las horas despiertas, de la noche, me la paso orando para que se me conceda la fuerza suficiente en... resistir tan grande tentación.”

© Antonio Aguado Charneco

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