Por Luis Francisco Cintrón Morales
Desde el aire gris se respiraba la
imagen de un suelo de pieles blancas, repleto de sombreros de cuero y máscaras
puntiagudas y crucificadas. La nieve de las pasadas semanas se había derretido
y el sol abundaba, dejando sus tenues destellos sobre la cima de las frías montañas
circundantes. Banderas de stainless steal,
gorras rojas y vocablos extraviados se unían exclamando el nombre de aquel que
traducía, con astucia coloquial, cada herramienta necesaria para exacerbar a la
masa, lo necesario para ganar el apoyo. Este hombre buscaba al convertirse en
presidente cubrir cada límite de los territorios con la tela oscura de un
colosal globo desteñido y explotado.
El viento cenizo levantaba un lomo
cabelludo, ralo y desorientado desde su cabeza mientras ahorcaba la imagen de
latinos y otros extranjeros, con aplausos fúnebres como trasfondo. No había
himno que aguantara tal hipocresía y nostalgia. La vergüenza y lógica de una
mayoría no acobardaba la ineptitud del vitoreo, de las pancartas, del odio
humanizado e inminente repetición de pasadas desgracias. Un hilo amarillento
unía trazos de la tela oscura. El hombre de bolsillos angostos fulminaba con
hiedra venenosa la portada de los diarios, las conversaciones matutinas en los
trenes y los almuerzos entre compañeros mientras veían las noticias en la
televisión. Desde la tierra, fertilizada con las cenizas de osamentas quemadas
durante una memoria infrahumana, brotaban los mismos pasos que en siglos
pasados anhelaban exterminar las sangres prohibidas. La masa no se asustaba con
las osamentas soterradas, incluso sugirieron taparlas con una pared de cemento
para no interrumpir la trayectoria del viaje.
Un largo pasillo de seguidores del
magnate empujaba y agredía verbalmente a una joven negra. Al final de tal
pasillo un veterano de la guerra, viejo protector de las cincuenta estrellas,
ponía sus dos manos cayadas sobre los hombros joviales de la diversidad, en una
renacida temporada de cacería. En el podio explotaba otra dinamitada mentira,
los otros volvían a aplaudir. El engaño subía de tono y todos la repetían, a
coro, como si un grupo de rock and roll estuviera en medio de un concierto. Se
prometían paredes, invasiones, corredores de la muerte, deportaciones…
Al ver y escuchar el fugaz cintillo
insensato de contracciones humanas, los detractores imaginaban una grúa
gigante, de esas que chocan con los climas cambiantes que muchos ignoran, cayendo
desde la azotea de un rascacielos neoyorquino. Visualizaban un gran muro
ordinario, macizo, con puntas de lenguas venenosas como relieve, con una tiara
repleta de púas anti-corrosivas. Cada filo portaría un hambre ártica, como el
oso polar que comete canibalismo al devorarse a un cachorro por falta de focas
en medio del deshielo. Paredón alto, con fuegos sin lumbre ni sombras, siglos
de plástico enclaustrados en el armazón; como si la humanidad no hubiera
avanzado y a lo lejos regresaran los T-Rex y anquilosaurios.
El hombre necio, con una cantidad de
dinero desconocida, porque hasta en eso mentía, con apellido maquillado con
consonantes eliminadas, continuaba sobre la tarima de un municipio diminuto, su
conversatorio burlándose de sus homogéneos, de la gente de pueblos pequeños.
Pero no importaba, la claque seguidora se alebrestaba con cada insulto que el
hombre lanzaba al aire gris. Desde lejos se respiraba el hollín de hornos
recién comprados al recibir sus primeras calenturas, para evitar que ocurrieran
desperfectos cuando llegara el momento de lanzar cuerpos.
Los ataques de sus rivales crecían, pero
el apoyo no mermaba. Lo que fue un chiste al inicio se había convertido en una
pesadilla al final. El miedo recuperó las tierras sumergidas por un período
existencial coloso, lleno de esperanza y patriotismo. El hombre del pelo
silvestre, como si fuera otro de esos proyectos quebrados, promovidos por sus
corporaciones, mandaba a edificar las primeras barras de una celda que caería
desde el cielo sobre todos esos espacios definidos como intrusos, socialistas y
difamadores… ¡Los demandaré! Era parte de su eslogan hasta que presidió. Ser
presidente era la última cabeza dentro del cuarto de trofeos con cabezas de
animales selváticos.
Y los cuerpos volvieron a colgarse de
las ramas. Se quemaron cerros de libros. El armamento militar pobló las calles.
Las puertas no lograron proteger el coraje por parte de una letrina con labios
ciegos. La nación volvió a ser lo que fue.
***
Luis Francisco
Cintrón Morales nació en San Juan, Puerto Rico en el 1976. Es autor del poemario Microgramas de sol
(micropoesía) publicado con la editorial Casa de los Poetas y del libro de
narrativa La Ciudad en mi estómago con la editorial Verde Blanco Ediciones.
Además ha sido publicado en antologías, blogs, revistas y periódicos
electrónicos en Puerto Rico, España, México y Argentina, por su poesía,
narrativa, ensayos y columnas deportivas y de crítica social.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario