Por Luis Francisco Cintrón Morales
Aún la ciudad se trasladaba bajo las
patas de dos camellos. Habían sido unas largas noches bajo las notas
doctrinales del violín y el ambiente era uno de recogimiento y descanso a la
espera de un nuevo día. Cuando todos dormían los deseos formaban hileras
fantasmagóricas. Se sublevaban dando un tono desértico y oscuro al reflejo
lunar. La luz que se colaba entre la densidad nocturna apenas permitía ver las
calles e impedía que los ojos recogieran los pasos de quienes pasearon mientras
el violín interpretaba sus órdenes. Lo insólito era que, en una ciudad de más
de un millar de millas, se decía que era un solo hombre el que entonaba
melodías en los bajos de un edificio abandonado. Nadie cuestionaba, nadie se
salía de la fila.
La gente curioseaba por entre las
ventanas para ver al hombre; bueno, decían que era un hombre, pero nadie lo
había visto. Unos decían que era del alto de una jirafa sin manchas. Otros
comentaban que vestía con esas etiquetas con cola de pingüino. Mencionaban que
era un hombre con una quijada estirada, unos ojos que no parpadeaban y que
apenas hablaba. Muchos juraban escuchar sus pasos por el medio de las desoladas
calles durante la noche opaca que se cargaba de deseos y peticiones. Una
señora, la más joven y bella de la ciudad, era la señalada por tener sexo todos
los viernes y sábados con este señor. Pero igual, ella lo negaba y no entendía
por qué la acusaban aunque se duplicaban los testigos que decían verla caminar
desde la cóncava puerta roja con el rastro de cuerdas rotas bajo sus maderas.
Una de las puertas, en todo aquel
vecindario de oscuras penitencias, aglutinaba temores de diferentes alientos.
Al abrirla, se encontraban personas con un sinnúmero de objetos que tapaban los
oídos: desde auriculares, algodones y corchos de botellas, hasta gomas de
lápices y vellones. No querían caminar dentro del hipnotismo que causaba el
instrumento maléfico, como le decían al violín. Habían leído de las fuerzas
manipuladoras que se apoderaban de las mentes de quienes le prestaban atención.
Escucharon acerca de fuerzas que arrojaban cuerpos por las ventanas, de orgías
secretas que se formaban sobre los altares de las iglesias. El violín gritaba
su solemnidad a lo lejos, se enredaba en las vísceras, arrastraba los pensamientos
hacia los cartílagos de sentimientos indecisos. Era preciso con su contundente
golpe: galopaba como el secreto de un solitario y desconocido ambulante. Lento,
como los aromas que porta el viento, atravesaba el suelo, las paredes, los
techos… Se impregnaba en la ropa, cruzaba los hilos que cubrían los cuerpos
fértiles, forjaba una persecución como si de un tren se tratara, sin estación
donde detenerse. Se colaba por una grieta prohibida hasta contaminar el flujo
sanguíneo, halándose las burbujas, preñando con soledad los sueños.
Desde el primer día, del violín salían todos
los secretos del pueblo, como bandadas de pájaros carroñeros. En un principio,
muy pocos reconocían las palabras entonadas desde las cuerdas. Los pecados
marchaban por las tablas de los balcones de sus dueños. En un mísero tiempo,
ese lenguaje se convirtió en una confesión en altavoz. Las personas temían que
sus vecinos, amigos y familiares se enteraran de los deseos carnales, de los
engaños comerciales y beneficios colaterales. Las oraciones nocturnas se
convirtieron en súplicas para que las entonaciones espías dejaran de sufragar
las intenciones volátiles de quienes interesaban desquitarse de quien hasta ese
momento gozaba de su confianza.
En la molestia que permeaba por los alrededores y en una complicidad que beneficiaba tanto a las víctimas como a los victimarios, estos negociaron y acordaron enfrentar al violinista. Decenas de personas densificaron una de las noches y todo adquirió un olor a impureza.
Un hombre fornido de bigote robusto empujó con su hombro la puerta del edificio abandonado de donde salían las confesiones. La madera de la puerta roja cedió ante la fortaleza del hombre y desde adentro se expandió una confusión orbital sobre las cabezas de los allí presente.
El lugar, inexplicablemente, gozaba de una luz tenue que nadie sabía de dónde venía ya que la noche era cerrada. El abandono del lugar era evidente, por doquier los escombros saltaban a la vista de los marchantes. Uno a uno entraban al lugar mientras el sonido del violín señalaba a los infractores. Se observaron las cortinas rasgadas, columnas de maderas adormecidas, se respiró la corriente de polvo circunstancial, se caminó sobre las antiguas huellas que aún permanecían en las viejas losetas. La curiosidad por el violinista impulsó a la muchedumbre a rebuscar bajo la piel del lugar y revisar cada recoveco hasta encontrarlo. Movieron tablas, los dientes de un piano viejo, las cicatrices de escalones que inexplicablemente los devolvían al inicio de la escalera. El violín intensificaba sus memorias, con una molestia irónica: ahora todos escuchaban los nombres con claridad y se tapaban las bocas cuando escuchaban el secreto del compañero de esta novel inquisición.
Al fin una mujer pudo definir por una
abertura en la pared la cercanía del violín. Al gritarle a todos que vinieran,
removieron la pared falsa que protegía al origen del divulgador. Tumbaron todo…
Encontraron un activo violín olvidado, sin violinista…
Luis Francisco
Cintrón Morales nació en San Juan, Puerto Rico en el 1976. Es autor del poemario Microgramas de sol
(micropoesía) publicado con la editorial Casa de los Poetas y del libro de
narrativa La Ciudad en mi estómago con la editorial Verde Blanco Ediciones.
Además ha sido publicado en antologías, blogs, revistas y periódicos
electrónicas en Puerto Rico, España, México y Argentina, por su poesía,
narrativa, ensayos y columnas deportivas y de crítica social.
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