sábado, diciembre 06, 2014

El castillo

Por:  Luis Francisco Cintrón Morales
Venía de adornar con flores violetas y rosadas la despedida de su perrito “Noche Blanca”.  Luego del taciturno entierro, la niña salió a buscar a sus amigos.  Se dirigió a la casa del árbol en la casa de Maquieva, donde todas las tardes la abuelita les preparaba sándwiches con Nutella y les contaba sus vivencias.  Al llegar a la esquina del castillo, como ella y sus amigos le llamaban a la estructura abandonada que daba punta al tope de una pequeña colina a orillas de la carretera, por primera vez en sus diez años, vio a una viejecilla sentada frente al mohoso portón que daba entrada a la estructura.  La anciana masticaba pan y, mientras las migajas caían, las palomas jugaban a las memorias.  Minerva, que era el nombre de la niña, asustada, se sonrió mientras avanzaba sobre su bicicleta y la viejita le contestó con una sonrisa repleta de confianza.  Al llegar a la casa del árbol de casa de Maquieva, le contó lo sucedido a sus amigos y al percatarse que la abuela de su amiguita no se encontraba en la casa, los seis salieron a averiguar quién era esa anciana que masticaba pan junto a las palomas frente al castillo. 
Al llegar, el enmohecido portón estaba cerrado con cadenas esclavistas.  La entrada tenía huellas de serenos y las arboledas, que se desbordaban sobre las verjas matizadas por los temporales, parecían lluvias de sinsabores.  Un silbido alimentaba la especulación infantil de aquellos embravecidos chicos y chicas y, frente a la antigua estructura, determinaron que al otro día volverían para entrar e investigar.
Era sábado y Minerva le comunicó a su padre y madre que iría temprano a casa de Maquieva, estarían todo el día construyendo un álbum con fotos del ayer.  Al cabo de diez minutos estaban los seis husmeando cada recoveco de la extensa verja que como dijo Maquieva: ―Se podía ver desde la luna―.  Rolando encontró un espacio entre los barrotes del lugar y penetraron; rápidamente divisaron una fuente con risas de cañaveral.  Las lajas que rodeaban lo que parecía ser un patio interior se habían contagiado con el azul de un cielo morboso y un olor a leña quemada.  Juntos y agarrados de sus manos, iban entrando a la propiedad, subieron unos cuatro o cinco escalones hasta llegar a la pesada puerta hecha con capullos de rosas.  Al girar la manecilla que les permitiría atar el exterior con el interior, el coro de unos goznes invernantes levantó las respuestas a las sospechas que sus ideas fueron materializando.  Un pasillo largo les daba la bienvenida. Entre ventanas y paredes, las luces y sombras cubrían al piso con la imagen del teclado de un piano sin raíces.  Un gris verdoso contribuía al coraje que ya comenzaba su despegue de sus cuerpecillos y los corazones de los seis retumbaban con ecos los techos tiznados de soledad.  Más adelante, una silla roja frente a la misma pared donde estaba sembrado un paño muerto: era la primera esquina de un desértico pantano de alfombras percudidas y brisas fraccionadas. 
              Ramona comenzó a correr, no se sabía si era por nerviosismo o porque presintió que nada pasaría.  Sus pasos impregnaban con vida un calabozo iluminado hasta que llegaron a un primer salón.  Un ventanal que cubría desde el piso hasta el techo los cegaba momentáneamente. Utensilios confeccionados con metales guindaban desde unos muebles sedentarios y con lenguas amarradas.  Mientras rebuscaban por las gavetas, Maquieva apareció vistiendo una bata con un cuello anaranjado y puntos azules y amarillos que le seguían cada paso que daba.  Rubén se puso una chaqueta compuesta de polvos grises, verdes y marrones. La sacudía y agudizaba su voz fingiendo ser un señor.  Minerva encontró un armario repleto de maletines ordinarios con sus historias intentando escapar.  La madera del armario era un mural de arrepentimientos, de nombres masculinos y femeninos tallados, de horas pasadas de meridiano y de parchos con fósiles de tenues velas.  -¡Miren!- gritó Rolando y su eco pobló cada cuarto dentro de ese primer piso.  Todos corrieron a donde la voz les dirigía.  Al llegar a la décima y última puerta del pasillo, vieron una pared con tabillas blandas, hechas de aliento y de besos arqueológicos. Era un mapa de colores tiernos dispuestos a contar todas sus anécdotas, estaban exactamente colocados uno al lado del otro: eran más de cien cepillos dentales y los secretos comenzaban a florecer dando forma de jardín a los techos altos, como de catedral, de aquel castillo. 


                    Mientras subían las escaleras y exploraban cada cuarto del lugar, encontraron latas con comida, libros de García Lorca con las páginas pegadas, zapatos hechos de bronce y cuadros cubistas con erotismo y líneas armónicas que al parecer provenían de un artista enamorado.  En un momento, todos los chicos y chicas coincidieron en el mismo cuarto, cada uno de ellos tenía un pasado que marcaba las líneas de sus manos y ahí fue que Minerva comenzó a temblar. 

Sintieron voces cansadas deslizarse por las escaleras.  Se escucharon pisadas que se arrastraban con quejas petrificadas por los polvorientos pisos exclamando la existencia de ladrones de tesoros.  Los niños comenzaron a soltar las cosas y salieron corriendo por aquellos largos pasillos que parecían no tener fin. Atrás, las puertas se iban cerrando, las ventanas despojaron las sonrisas de los destellos solares con pasaportes.  Los niños bajaban las escaleras y los candelabros se balanceaban, las voces continuaban magnificando sus ecos, carcajadas entre dientes, las alfombras respondían con una magia escalofriante al flotar entre las mesas y sofás que se encontraban de camino a la salida por la que los niños entraron.  Subía el volumen del coro vanidoso de unas décadas febriles y militarizadas.  Las vértebras de las paredes eliminaban su ocio y lentamente se acercaban, rejuvenecidas como víspera de un abrazo antes cotidiano.  Abrieron la puerta de capullos de rosa y los goznes volvieron a sus invernantes cantos bajo un aguacero de despedidas entre sonrisas y humor psicodélico.  Al cruzar por el patio interior y traspasar los barrotes, dieron la vuelta y pasaron por frente al portón principal con un arrepentimiento que les perseguía. Allí estaba nuevamente la viejecilla masticando pan junto a las palomas que jugaban a las memorias y una confianzuda sonrisa bajo un gélido mediodía sabatino. 

Lc37

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Nació en San Juan, Puerto Rico en el 1976.  En diciembre del 2013, publicó su primer poemario de micropoesía "Microgramas de sol" bajo el sello editorial de la Casa de los Poetas. Además ha publicado poemas y cuentos en las revistas electrónicas Corpus Litterarum (Puerto Rico), Monolito (Mexico) y Factum (Mexico). Participó en el 6to Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico. Es parte de la Antología de Casa de los Poetas 2014 con el tema de “Fronteras” (Puerto Rico) y de la Antología de Diversidad Literaria 2014 “Versos en el aire” (España). Escribe columnas deportivas para el periódico electrónico El Post Antillano.

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