sábado, octubre 06, 2007

La gran verdad *


Divisó a su mejor amigo entrar al bar donde habían quedado en encontrarse. Con ojos sollozos y hedor a alcohol abrazó al recién llegado. Le dio la bienvenida y su voz turbada exigió al cantinero que le sirviera un trago a su hermano del alma. Mismo que le comentó, en ese instante, su asombro al verlo tan borracho. Él respondió que se encontraba triste y deseoso de olvidar. Dándole una palmada en la espalda le invitó a jugar billar. Después de varios juegos; el borracho prometió que la bola roja entraría en la buchaca de la esquina derecha y perdió el quinto juego al ver entrar la bola negra en la de la izquierda. Su amigo no podía dar crédito a lo que veía pues nunca le había ganado tantos juegos seguidos a quien conocía como un campeón en tal menester. Lo vio tambalearse y buscar asirse a la pared cercana.

—Ya no puedes más. Vamos, te llevo a tu casa— comentó sonriente.

El borracho negó con la cabeza repetidamente. Soltó algunos sollozos a pesar de que trató de no mostrar sentimientos ajenos a los que le causaba el licor. Casi recostado de la pared caminó hacia una puerta cercana y entró al lavabo. Permaneció un rato dentro. Al salir tenia la bragueta abierta y la camisa abotonada de forma impar. Con los ojos perdidos en las fotos de hermosas mujeres semidesnudas que promovían la cerveza o los cigarrillos del momento decidió confesarle a su amigo la razón por la que había bebido esa noche.

—Te acuerdas cuando te conté la historia de la rubia que conocí en el restaurante cerca de mi trabajo.
—¡Claro que sí! ¿Cómo olvidar tal aventura? Si me la has repetido por los últimos tres meses con lujo de detalles. Sobre todo la formidable e instruida manera en que te...
—Sucede hermano mío— interrumpió el borracho— que no te he dicho toda la verdad...
—No jodas. ¿Es mentira?
—Lo de tener sexo con ella es verdad. Fue en muchas ocasiones. No he de negar que fueron los mejores días de mi vida. Era tremenda, tanto que, me olvidé de mi esposa y hasta por poco la pierdo al no prestarle atención. De hecho estamos juntos por nuestros hijos, por que si no, ya me hubiese mandado al infierno, Durante y después de esa rubia dejé de hacerle el amor.

—A ver. Pues dime ¿qué verdad te falta de contar?

—Verás. Desde esos meses no le hago el amor a mi mujer...

—Aha; eso ya me lo dijiste...


El borracho miró hacia todos lados y, a pesar de que no existía nadie cerca, le hizo señas de que se aproximara para poder decirle un secreto.

—Perdona. Es que estoy medio tuerca. Esa rubia me confesó que padecía el virus del SIDA y corrí al doctor. Después de varios estudios me dio la buena noticia, según él, de que no sufría SIDA. Sólo era portador del HIV, o sea, soy trasmisor...

—Pero, ¿Cómo? ¿Cuándo?— tartamudeó su amigo.

Observó al hombre palidecer y tal sufrimiento lo impaciento, pero siguió adelante en su explicación. Le repitió que desde ese entonces no tocaba a su mujer bajo el temor de contagiarla. Veía su matrimonio perdiéndose en el remolino que eso significaba. Los hijos de ambos no serian la excusa para siempre y él lo sabía. Tenían muchos problemas pues su esposa, según dijo, era muy fogosa y lo deseaba ciertas noches. Reconocía que ella se estaba cansando de su desprecio y, además, la amaba con todo su ser.

El individuo sudaba a raudales. La confesión de su amigo lo dejó con la boca abierta y no pudo disimular su nerviosismo cuando le respondió que contara con él; que para eso eran amigos. Se alejó del borracho. Pidió dos tragos que consumieron abrazados y llorando su pena.

—Maldita rubia, hermano; maldita aventura— mencionó el borracho tambaleándose cada vez más.

—¡Así es! Que porquería es esta vida— respondió mientras sacaba un cigarrillo de la cajetilla y lo encendía para fumarlo en tres bocanadas.

—Durante estos meses he padecido este secreto solo. Debí compartirlo antes contigo, pero no me atrevía por miedo a tu desprecio. ¿Recuerdas aquella depresión por la que estuve recluido? Nadie, siquiera tú, supo que fue lo que me afectó. Sucedió cuando me enteré de todo y guardármelo me causó más daño aún.

—En las buenas y en las malas. Para eso somos compadres— contestó afligido.

—Sí. Lo peor de todo es que la razón para emborracharme hoy es que, después de tanto soportar y no caer ante los avances de mi mujer, anoche le hice el amor.

—¿Cómo?—
preguntó incrédulo.

Ambos rostros se convirtieron en tristeza pura. Entre pequeñas pausas y grandes maldiciones le explicó que no pudo contra la tentación. Su mujer había aparecido desnuda en la habitación y comenzó a provocarlo. Él se negó al principio, pero las promesas de placer y los recuerdos de noches compartiendo la almohada lograron que ella ganara.

—Ahora es tarde amigo mío. Estoy aquí llorando por lo que le hice a la mujer que más he amado en mi vida. Mira si soy un desalmado que no estoy del todo arrepentido. Anoche mientras le hacia el amor supe que quiero volver a hacerla sentir y gozar del tiempo que nos quede juntos. Sólo le pido a Dios que sean varios años más. Te ruego no cuentes esta verdad. Necesitaba compartirlo. No quiero estar en el hospital de nuevo por aguantar tanta tristeza dentro de mí.

Volvieron a abrazarse. Después de un apretón de manos, varias palabras de aliento y de repartirse la cuenta que pagaron al cantinero, se despidieron con la promesa de echar la revancha en varias mesas de billar y continuar compartiendo penas y alegrías futuras. Lo vio alejarse aún apesadumbrado. Cuando estuvo seguro de que había cruzado, no sólo la puerta de entrada del bar, sino también la carretera; entro de nuevo al sanitario. Mirando al espejo se acomodó bien los botones de la camisa, cerró su cremallera y peinó con los dedos su alborotado cabello.

—Creo que dio resultado— dijo sonriendo— este pendejo no volverá a tirarse a mi mujer. Apuesto que mañana a primera hora visita la clínica y se hace varias pruebas...
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*Nota del autor: Este relato lo escribí basándome en un chiste escuchado por ahí. Angelo Negrón

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