El panorama literario en Puerto Rico recibirá
durante el 2009 la colección Docenas de hornero,
empresa que reúne, por primera vez,
la vasta obra cuentística de Antonio Aguado Charneco,
bajo el sello editorial Biblioteca d Taller.
A continuación, ofrecemos a los lectores de Confesiones
un adelanto. Se trata del cuento Nieblinero,
incluído en el tomo Soseiva Sotaler en los umbrales umbríos.
NIEBLINERO
Amaneció con barruntos de mal tiempo. Las nubes oscuras se movían bajitas, ocultando los topes de las montañas circundantes; la niebla emanaba y era capturada en las ramazones de árboles y arbustos. Nubes y niebla se unieron para componer la neblina que desdibujaba los contornos familiares: la choza y el establo, la letrina y el galpón de los aperos.
La mujer se acarició el vientre, henchido de vida, mientras vertía el agua caliente sobre un colador con harina de café; el agua borboteó en su monólogo y el café dialogó en sus emanaciones aromáticas. Ella llenó dos tacitas hechas de coco, respiró el olor y rió con satisfacción; la vida le era grata por acá, en el campo, con un tornar a la naturaleza y las cosas sencillas, lejos de la turbulenta ciudad. Con la pensión de veterano incapacitado, de su marido, suplementando lo que sembraban y criaban, vivían bastante bien.
Cuando cuchareó el azúcar moscabada se dio cuenta que la misma se estaba terminando; llevó los coquitos humeantes hacia las hamacas, colgadas cómo signos de paréntesis caídos, bajo los centenarios árboles de pomarrosa que sombreaban la plataforma de tablones en el patio. Al verla aproximarse el hombre reclinado se movió para quedar sentado, con una pierna a cada lado de su hamaca. Él le sonrió al exclamar: --¡Gracias cariñito!-- al aspirar añadió: --Umm, qué rico cuelas.
--¿Nada más que eso hago rico?-- con soslayo de ojos preguntó ella.
--Maliciioosa.-- con un guiño ripostó él.
--Ya hay que comprar par de cosas, las galletas de soda se acabaron y el azúcar casi. Si quieres yo voy al colmado en lo que tú volteas la finquita, a ver si consigues unos racímos de plátanos y guineos.-- comentó ella mientras sorbía.
--Bien. Trae salchichón, para hacer una tortilla, que ya averigüé dónde una de las guineas tiene nido.-- manifestó él entre trago y trago. Unos ruidos, cómo de rebuznos, emergió desde las conejeras. Las dos miradas giraron en la dirección de los sonidos y una tristeza ensombreció los rostros. Un niñito, de algunos tres años, alimentaba con yerbas a los conejos; sus ojos, de un verde maravilloso, buscaron a las personas y en la agraciada faz del infante la boca se trocó en risas. Volvió a escucharse el rebuznar, de tétrica resonancia, seguido por palabras initeligibles... y todo ello provenía desde el niño.
La mujer echó a caminar hacia la casa; en tanto se alejaba comentaba:
--Me voy para la tienda, llévate tú al nene.
Mudamente el hombre asintió con movimiento de cabeza, su vista fija en la criatura eñagotada en el suelo, y por lo bajo dijo: --Mi pobre Angelito.
Con dedos desfigurados, que se adherían a los muñones a la altura de los codos, el niño echaba yerbajos por las ranuras en las jaulas mientras las grotescas carcajadas se sucedían en tono cada vez más alto. El padre pensó: “Los médicos dicen que en la barriga de la madre hay una nena y que todo luce normal... hasta ahora... pero claro el cuerpo es una cosa y la mente otra; el retardo mental no se puede determinar todavía. Maldito agente naranja”.
El hombre salió del abrazo de la jamaca; se encaminó hacia el establo. Cuando ensilló la yegua le puso dos banastas; una serviría para transportar al niño y la otra para acarrear los productos de la campiña. Acomodó al crío, y luego se terció el machete en el cinto; trás colocar una reata en el pomo de la silla, trepó sobre la jaca, y se lanzó a recorrer el trillo que se adentraba por la espesura.
Un trueno ronroneó en la distancia... El estacato del pájaro carpintero horadó el nieblinero, lúgubremente apagado por la bruma. Por algúno de los vericuetos de su mente resurgió Vietnam... A veces... algunas cosas le hacían recordar la vorágine aquella. Por eso vivía menos preocupado alejado de los grandes centros urbanos; ellos estaban poblados de ruidos intranquilizantes, como las contra explosiones en los autos, los intercambios de plomazos por los policías y las gangas, o entre ellas.
Por acá, a veces, el bosque le recordaba las junglas del sureste asiático pero los trinos de las aves pronto le decían que no; le indicaban que esto no era lo mismo ya que los pájaros de allá eran silentes, la guerra les había asustado el cantar, les había espantado el regocijo.
Un refucilo enceguecedor alumbró su miedo, un atronador ruido cómo de cañonazo causó que él se tirara al suelo. Reptó el hombre por el fango. El agua comenzó a caer. Luego, mientras él proseguía arrastrándose, empezó el diluvio; el terreno saturado se encenagó con rapidez y el barro lo embadurnó del todo: boca, nariz, orejas... los ojos.
En su entorno los celajes de luz y las detonaciones se sucedían; ellos no permitieron que el veterano en el suelo viera y escuchara el aercamiento de una silueta hasta que la misma se le encimó; hurgó él por el hojarasca enfangada en busca del arma de fuego, que creyó tener, al no encontrarla empuñó el machete; encauzó el tajo hacia la difusa aproximación; sintió el metal morder carne; se alegró al evidenciar que la testa del vietcong caía desprendida del torso.
Tan súbito como empezó el aguacero fue su escampar. Cesaron los relámpagos y truenos; sólo quedó la peste de aire quemado, que los árboles fusilados por los rayos, esparcían en la floresta. Tembloroso, con el machete ensangrentado por delante, el hombre se acercó a la figura caída. Sus pupilas se espejaron en los ojos desorbitados de... la cercenada cabeza de su mujer.
El alarido que emanó de todos los poros del hombre atemorizó a las aves del bosque tanto que... las silenció. El veterano permaneció enraizado en el cieno, con la mirada fija en la figura postrada; el metal sangrante se resbaló de su mano y el presente volvió a obliterar al pasado.
Tambaleantes fueron los pies que regresaron a la cabalgadura. Ante las carcajadas estruendosas del infante las manos destrabaron el cáñamo enroscado en el pomo; mientras los pasos se encaminaron hacia un roble los dedos iban haciendo un nudo corredizo y el hombre murmuraba lo mismo:
--Maldita sea Vietnam... me cago en la madre de mister Nixon... me cago en Vietnam... maldito sea mister Nixon...
El veterano encaramó hasta alta rama y en tanto se ajustaba la corbata de soga escuchaba la voz de alguien que, con tonos sarcásticos, le susurraba:
--El agente naranja hace milagros y la nena nacerá con dos cabezas, para donarle una a la madre.
--¡Cállate cabrón!-- tras el salto al vacío el hombre añadió: --¡Nixon hijoeputa!-- el tensar de la cuerda amputó otra exclamación: --¡Maldi...
Sólo se escuchaban las risotadas del niño, y lo único que se olía era el aire quemado por las centellas... con su hedor de averno.
Antonio Aguado Charneco***
Nació en Arecibo, tierras del Cacique Jamaica Aracibo, señor de las márgenes de Abacoa. Es narrador efectivo en la traslación del lector al mundo primordial, manejador del vocablo taíno y guerrero experimentado en las lides de construir episodios del mundo original de nuestros antepasados, como les llamaba Corretjer. Sobresalen en su obra con fuerza y realismo mágico las novelas Bajarí Baracutey: el taíno de la cueva (1993), mención honorífica en el certamen del Ateneo; Anacahuita: Florespinas (2006, EDUPR), primer premio en los Juegos Florales de San Germán. Así como Ouroboros: seis cuentos galardonados (1985), premiado por la UNESCO y Sendero umbrío –cuentos- (1997). Entre sus obras inéditas destacan las novelas Guarocuya (3ra de la saga indigenista); Mediomundo (en torno a unos inmigrantes de Islas Canarias); LuzAzul (de temática erótica) y las colecciones de cuentos: Narcocuentos; Al sur del ombligo; Flores de muerte (relatos de Méjico); Cuentos con Zeta; Hálitos del Averno (antología) y Soseiva Sotaler en los Umbrales Umbríos. También tiene varios libros de ensayos.