jueves, octubre 30, 2008

Carta abierta a Carlos Esteban Cana en torno a la historia de Taller Literario en Los rostros de la Hidra


por Antonio (Ni-Yamoká) Aguado Charneco***

“Once upon a midnight dreary,
while I pondered weak and weary…”
E. A. POE

Querido amigo:

Permíteme utilizar el recurso que con tanta maestría utilizas, el de señalar la senda por la cual han de transitar tus palabras con citas y epígrafes; en Los rostros de la Hidra indicas el rumbo de tu artículo (la historia de Taller Literario) con la letra de una canción de los fantabulosos de Liverpool, y ahora yo intento hacer lo propio con el fragmento de POEma arriba expuesto.

La otra noche, el dolor físico en mi convalecencia me ahuyentó el sueño, y hurtándole tiempo al desvelo, me encontré urdiendo un tapiz en mi mente… ¡Coño hermano! hay que tener mucho valor pa’ no hacerle caso al mundo mercachifle y atreverse a ser lo que uno realmente quiere… aprendiz de Quijote en tu caso. En mi tiempo no lo tuve, y nunca llegué a intentar eso de entintarme las manos en un empeño tal, en un quebrar de alabardas, como es el inicio e insistencia de una revista en torno a las letras.

Hoy, que nos aproximamos a los 15 años del debut de Taller Literario, quiero agradecerte la oportunidad concedida de permitirme, a ratos, en algo, dar paso a aquella añeja quimera de mis años mozos; a una vez felicitarte porque “moliendo vidrio con el pecho y martillando con la cabeza” has llevado el timón de Taller Litera 10 (¿te acuerdas?) por mares procelosos, llenos de escollos y hasta pejes malos, cubeteando mareas con las manos desnudas cuando veías que la nao escoraba y hacía agua. También mis parabienes porque, cuando tu postrer suspiro (como solían decir los bolerotangos) llegue, va resultar un postre suspirado salir de este mundo con una sonrisa… recordando todas las satisfacciones de ser un sencillo, pero logrado, Quijote. Créelo… va a ser así, te lo garantiza alguien que ha percibido el rumor hediondo en las alas de la parca… hace poco, muy de cerca, la cicatriz de la cornada en mi pecho lo atestigüa.

Me despojo del sombrero ante ti, Carlos Esteban… el de K’taño.
Con envidia, mucha envidia,

Toni Aguado Charneco,
Nómada entre Santa Rita (la de Río Piedras)
y Veguitazama (la de Jayuya)




Antonio Aguado Charneco***
Nació en Arecibo, tierras del Cacique Jamaica Aracibo, señor de las márgenes de Abacoa. Es narrador efectivo en la traslación del lector al mundo primordial, manejador del vocablo taíno y guerrero experimentado en las lides de construir episodios del mundo original de nuestros antepasados, como les llamaba Corretjer. Sobresalen en su obra con fuerza y realismo mágico las novelas Bajarí Baracutey: el taíno de la cueva (1993), mención honorífica en el certamen del Ateneo; Anacahuita: Florespinas (2006, EDUPR), primer premio en los Juegos Florales de San Germán. Así como Ouroboros: seis cuentos galardonados (1985), premiado por la UNESCO y Sendero umbrío –cuentos- (1997). Entre sus obras inéditas destacan las novelas Guarocuya (3ra de la saga indigenista); Mediomundo (en torno a unos inmigrantes de Islas Canarias); LuzAzul (de temática erótica) y las colecciones de cuentos: Narcocuentos; Al sur del ombligo; Flores de muerte (relatos de Méjico); Cuentos con Zeta; Hálitos del Averno (antología) y Soseiva Sotaler en los Umbrales Umbríos. También tiene varios libros de ensayos.

martes, octubre 14, 2008

Chica Fácil

Por Angelo Negrón

Por fin la recogí en la calle Santa Marta y esquina el Tren. Siempre tuve la idea, pero el miedo al “qué dirán” me detenía. La continua soledad y el eterno auto-sacrificio de la carne me obligaron a desalentar tales turbaciones. Al montarla en el auto le hablé como si la conociera de toda la vida; como si necesitarla fuera la excusa perfecta para amarla. A eso me disponía. La amaría; esperaba lograrlo en más de una ocasión.

Llegué a la habitación de mi pequeña casa. Recogido con pulcritud extrema; mi hogar contenía lo necesario para un hombre modesto y tímido como yo. Al no tener experiencia en esas cosas del amor sólo había logrado sueños y fantasías creadas en mi mente acostumbrada a vivir en el destierro obligado. Aún así abrigaba esperanzas de romanticismo. Por eso, lo primero que hice después de recostarla en la cama, fue prender la radio y asegurarme de escoger una emisora que presentara música romántica.

— Ciento veinte dólares por tu amor es un justo precio — dije como si a ella le interesara.

Acaricié sus muslos y no obtuve la respuesta que buscaba, pero si la señal de que debía comenzar a poseerla. Le fui quitando sus ropas al ritmo de música suave mientras le besaba sus inflados pechos. La piel le brillaba demasiado. Llegué a la conclusión de que la bombilla de cien voltios lanzaba más calor de lo que ella misma despedía. El olor que despedía en nada se comparaba a una buena fragancia de mujer distinguida. No me importaban mucho esos detalles pues pensaba en esa filosofía pueblerina que dicta que “en tiempos de guerra cualquier roto es trinchera”. Inicié por hablarle suave al oído las palabras que en mi diario vivir hubiese querido decirle a más de una. De hecho para sacarle provecho a mi inversión fui viendo en el perfil de ella los rostros de las mujeres a las que deseaba; comenzando por compañeras de trabajo y terminando por artistas de televisión. Si, cada vez que cerraba los ojos y los volvía a abrir, veía en aquel moldeado cuerpo a los miles de cuerpos que a través de los años había ansiado poseer.

Mi nerviosismo logró que todo se me hiciera más difícil. Al fin conseguí perder la castidad y en mi oscilación amatoria sudaba a cantaros. Aquel cuerpo era divino para mi interés erótico. Siendo mi primera vez carecía con quien compararla. Sólo atinaba a gemir de delectación y babearme como un bebé crecido. Despejé toda duda sobre la calidad carnal de aquella mujer que era un exclusivo instrumento de placer cuando pensé en la eyaculación que estaba a punto de sufrir prematuramente. Por vez primera me sentía verdaderamente feliz con mi quehacer amatorio. Estaba extasiado. Por inexperiencia, o porque eran tantas las ganas retenidas en mi ser, comencé a apretar el cuello de la infortunada que no pudo soportar tanta fuerza. Tampoco toleró la cortada en el muslo que le inferí con el broche de mi pantalón. Mismo que no alcancé a quitarme en el loco desdén de poseerla inmediatamente la vi desnuda. Ella se vació en el improperio de no darme más placer; ni siquiera me dejó completar la carrera de llegar a la gloria.

Me puse de tan mal humor por los ciento veinte dólares gastados en unos minutos incompletos de lujuria que decidí regresar de inmediato a la calle Tren esquina Santa Marta a devolver a la culpable del dolor reciente de mis testículos. Comencé a gritar palabras malsonantes a la vendedora de lascivia. Ella trató de explicarme las razones por las que no podía devolverme el dinero, pero ya la rabia se había apoderado de mí. Apreté mis puños. Cual si fuera un gorila me di golpes en el pecho y sólo reduje mi mal temperamento cuando recibí la amenaza de una llamada a la policía.

Me mordía los labios por la furia mientras la escuchaba hablar. Yo no lograba escapar de la molestia que iba en ascenso. Aún reconociendo que esa tarde iría a parar al cuartel de policía comencé por cagarme en la madre de sus recomendaciones. Quería mi dinero de vuelta y ella insistía en su negación y en sus amenazas. Definitivamente saldría esposado de allí. Comprar parches, para gomas de bicicleta o para piscinas, no me parecía la mejor forma de lograr inflar de nuevo a la chica de plástico. Esa que me podía prometer placeres sin lamentos, lujuria sin preguntas, lascivia sin exigencias...