Por Angelo Negrón
Varios sucesos habían empañado el día de trabajo de la señora Vanesa Murillo. Entre ellos el de una discusión con un cliente de la tienda por departamentos que dirigía y una mancha de tinta azul en su vestido. Lo que más le dolía era que el costoso traje había sido un regalo de Jorge. Tras el incidente con el bolígrafo su rostro en furia parecía modelar más la irritación por ese día. No se quejó, si lo hacia demostraría descontrol y su orgullo no permitía tal debilidad. Se esmeró en resaltar los errores de sus empleados con críticas a sus espaldas. Fabulosa técnica para que los de ella quedaran ocultos. Cuando cumplió su horario no pudo resistir un suspiro al decir en voz alta: “Por fin”. Antes de entrar a su flamante auto, también obsequio de Jorge, miró con disimulo al interior de la tienda. No distinguió a nadie. Se enfureció. Al sentarse dio con las manos un golpe en el volante y se dispuso a partir. Al mirar nuevamente avistó a Jorge. Con mirada picara y sensual le brindó una cálida sonrisa. Sintiéndose victoriosa, respondió con una guiñada y se alejó.
Llegó a su hogar y se despojó del traje. Pensando que lo llevaría a la tintorería asomó su cuerpo desnudo al espejo. Ya sabía lo que era la maternidad. Tenia una hija. En esos momentos estudiaba en un colegio amablemente pagado por Jorge. Luego de traerla al mundo y gracias a los ejercicios o cirugías, que pagó Jorge, no existieron libras de más. Mientras se vestía un pantalón ajustado que combinaba con su camisilla blanca entallada a su hermoso cuerpo pensó en lo fácil que había sido conquistar a Jorge. Frunció el ceño al recordar la discusión que tuviese con una cliente que por olvido había dejado un paquete sobre el mostrador de perfumería. La cajera de turno llevada por la curiosidad examinó el interior descubriendo un par de zapatos que parecían muy cómodos. Creyendo que eran de una compañera se los midió. Aunque le quedaron algo grande se los quedó con la intención de bromear con quien juzgaba era la dueña. Al enterarse que los zapatos no eran de su compañera de trabajo, la cajera los devolvió a su empaque. Al finalizar su turno se reunió con el dueño de la tienda. El Señor Jorge González, rico hombre de negocios, a quien todos los empleados le temían por su rigidez y con quien la Señora Murillo gozaba de un romance perfecto. Disfrutó el rostro trastornado de la empleada cuando le preguntó quien había utilizado los zapatos y también de haberla obligado a pagar los mismos recomendándole que no debía utilizar lo que no era suyo. Tan concentrada estaba en sus pensamientos que el timbre en la puerta tuvo que sonar varias veces para que ella lo escuchara. Se preguntó si seria Jorge y a toda prisa abrió la puerta. Era una de sus pocas vecinas. No todo el mundo podía comprar una casa en aquellos terrenos que eran propiedad de Jorge. Aunque ansiosa la recibió con amabilidad. Al interrogar a que debía tan “grata” visita. La dama respondió que deseaba charlar un rato. La señora Murillo preparó café mientras hablaban de temas triviales. Hasta comentó el incidente de la tinta azul en su vestido. Narró con lujo de detalles, en tono burlón, el suceso de la cliente y los zapatos. La dama, como si hubiese estado esperando el momento oportuno para explotar, se puso repentinamente de pie. Con el rostro casi desfigurado por el enojo la agarró por los hombros mientras abría los ojos como si hubiese perdido la razón. Mirando directamente el rostro asustado de la señora Murillo le gritó:
— Al menos la mancha de tinta podrá salir de tu traje, pero en mi corazón brotó una mancha imborrable al enterarme ayer de lo que esta sucediendo hace tiempo contigo. En cuanto a los zapatos; tu empleada podrá pagarlos ¿pero tú? ¿Podrás pagarme a mi marido? ¿Podrás pagarme a mi Jorge?...
Varios sucesos habían empañado el día de trabajo de la señora Vanesa Murillo. Entre ellos el de una discusión con un cliente de la tienda por departamentos que dirigía y una mancha de tinta azul en su vestido. Lo que más le dolía era que el costoso traje había sido un regalo de Jorge. Tras el incidente con el bolígrafo su rostro en furia parecía modelar más la irritación por ese día. No se quejó, si lo hacia demostraría descontrol y su orgullo no permitía tal debilidad. Se esmeró en resaltar los errores de sus empleados con críticas a sus espaldas. Fabulosa técnica para que los de ella quedaran ocultos. Cuando cumplió su horario no pudo resistir un suspiro al decir en voz alta: “Por fin”. Antes de entrar a su flamante auto, también obsequio de Jorge, miró con disimulo al interior de la tienda. No distinguió a nadie. Se enfureció. Al sentarse dio con las manos un golpe en el volante y se dispuso a partir. Al mirar nuevamente avistó a Jorge. Con mirada picara y sensual le brindó una cálida sonrisa. Sintiéndose victoriosa, respondió con una guiñada y se alejó.
Llegó a su hogar y se despojó del traje. Pensando que lo llevaría a la tintorería asomó su cuerpo desnudo al espejo. Ya sabía lo que era la maternidad. Tenia una hija. En esos momentos estudiaba en un colegio amablemente pagado por Jorge. Luego de traerla al mundo y gracias a los ejercicios o cirugías, que pagó Jorge, no existieron libras de más. Mientras se vestía un pantalón ajustado que combinaba con su camisilla blanca entallada a su hermoso cuerpo pensó en lo fácil que había sido conquistar a Jorge. Frunció el ceño al recordar la discusión que tuviese con una cliente que por olvido había dejado un paquete sobre el mostrador de perfumería. La cajera de turno llevada por la curiosidad examinó el interior descubriendo un par de zapatos que parecían muy cómodos. Creyendo que eran de una compañera se los midió. Aunque le quedaron algo grande se los quedó con la intención de bromear con quien juzgaba era la dueña. Al enterarse que los zapatos no eran de su compañera de trabajo, la cajera los devolvió a su empaque. Al finalizar su turno se reunió con el dueño de la tienda. El Señor Jorge González, rico hombre de negocios, a quien todos los empleados le temían por su rigidez y con quien la Señora Murillo gozaba de un romance perfecto. Disfrutó el rostro trastornado de la empleada cuando le preguntó quien había utilizado los zapatos y también de haberla obligado a pagar los mismos recomendándole que no debía utilizar lo que no era suyo. Tan concentrada estaba en sus pensamientos que el timbre en la puerta tuvo que sonar varias veces para que ella lo escuchara. Se preguntó si seria Jorge y a toda prisa abrió la puerta. Era una de sus pocas vecinas. No todo el mundo podía comprar una casa en aquellos terrenos que eran propiedad de Jorge. Aunque ansiosa la recibió con amabilidad. Al interrogar a que debía tan “grata” visita. La dama respondió que deseaba charlar un rato. La señora Murillo preparó café mientras hablaban de temas triviales. Hasta comentó el incidente de la tinta azul en su vestido. Narró con lujo de detalles, en tono burlón, el suceso de la cliente y los zapatos. La dama, como si hubiese estado esperando el momento oportuno para explotar, se puso repentinamente de pie. Con el rostro casi desfigurado por el enojo la agarró por los hombros mientras abría los ojos como si hubiese perdido la razón. Mirando directamente el rostro asustado de la señora Murillo le gritó:
— Al menos la mancha de tinta podrá salir de tu traje, pero en mi corazón brotó una mancha imborrable al enterarme ayer de lo que esta sucediendo hace tiempo contigo. En cuanto a los zapatos; tu empleada podrá pagarlos ¿pero tú? ¿Podrás pagarme a mi marido? ¿Podrás pagarme a mi Jorge?...