martes, junio 27, 2006

Tacto

Por Angelo Negrón

Hoy volví a recordarla. Hace ya bastante tiempo que la había escondido en esas neuronas que tratas de ocultar para proteger a tus ojos de diluvios y a tu corazón de palpitaciones extenuantes. El subconsciente ataca de maneras extrañas. La mente es poderosa aliada, pero también puede ser enemiga cruel. El recuerdo vino en una banca. Una de esas que encuentras en los parques; de las que tablas de madera son sujetadas por dos bases de acero…

Nos conocimos en este mismo parque gracias a que la lluvia nos obligó a guarecernos debajo del mismo paraguas; el mío. Ese día atravesamos el parque y nos reíamos cada vez que teníamos que brincar un bache. Llegó el momento en que no encontramos paso, a menos que literalmente nos sumergiéramos hasta los tobillos. Decidimos esperar a que pasara el chubasco y la química fue perfecta. Lo que comenzó como una charla trivial se convirtió en un continuo flirteo. Le siguieron salidas al cine, almuerzos, cenas, la opera, vinos, flores, llamadas telefónicas y nada de besos. Habíamos actuado con la parsimonia de quien nada tiene que perder y la verdad no fue porque yo lo dispuse, sino porque ella me habló de una reciente ruptura y necesitaba tiempo.

Permití que escuchara mis pasos. De esa forma, cuando al colocar mis manos en sus ojos y le preguntase a manera de juego de quien se trataba, sabría que era yo. La noche anterior nuestra conversación giró, y juro que lo hice magistralmente, hacia la entrega, el buen sexo, el amor y terminamos deseándonos como nunca. Tanto que concordamos en que el momento en que seriamos uno había llegado. Para tal encuentro planificamos que la recogería donde siempre; en la banca donde esperamos que bajara el aguacero la primera vez que nos conocimos. Nuestro primer beso debía ser allí y luego buscaríamos una habitación donde amarnos. Simplemente coincidimos en que éramos el uno para el otro.

Nunca olvidaré la fecha: 27 de junio de 1991. Mis manos arroparon sus ojos y no llegué a preguntarle nada. Las aparté al sentir como se me humedecían los dedos. Estaba llorando. Al avanzar a preguntarle que sucedía me abrazó. Fue uno de esos abrazos en que te estrangulan de una forma maravillosa. Aunque no dejó de llorar sentí su calido cuerpo y no pude evitar estremecerme, primero de placer, luego por un hilillo de tristeza. No le pregunté nada. Sabía que ella sería quien decidiría cuando hablar. Presentí que necesitaba algo más que algunas palabras de aliento y que mi presencia podría reconfortarla. Tal vez —pensé en ese momento — volvió esta mañana con su ex y teme decírmelo. Ella seguía llorando y yo comencé a conjeturar tantas versiones de lo que podría ser que llegó el momento en que no soporté más y le pregunté por lo bajo si podía ayudarle. No contestó. Seguía abrazada a mí y me percaté de que se había quedado dormida de tanto llorar.

Al despertar, gracias a varias carcajadas de niños transeúntes, me soltó como si no supiera donde estaba. Volvió a abrazarme. Algunas lágrimas mojaron el bolsillo de mi camisa. La aparte con delicadeza y puse mis manos en sus hombros mientras la miraba fijamente con curiosidad. Dijo lo lamento con los ojos aún llorosos y luego se enjugó las lagrimas con la manga de su chaleco. Esquivó mi mirada y miró hacia los niños que ya jugaban en el sube y baja. Su rostro se volvió de piedra por unos segundos. Como si fuera un síntoma de bipolaridad, su cara fue cambiando. De ser la mujer más sufrida comenzó a sonreír y a ser la misma que conocí. Era histrionismo puro. Algo turbado le seguí la corriente. Admiró la habilidad de un niño al poder cruzar con sus manos por la escalera horizontal, me dijo que le gustaban mis zapatos y que la noche anterior se había acostado temprano con la intención de sentir que amaneció más rápido para así poder verme. Advirtió en mi rostro la interrogante de lo que sucedía y no pudo más que explicarse un poco.


— Lo lamento — dijo sin quebrársele esta vez la voz — Lamento tanto —prosiguió — que me hayas visto llorar. Quiero que estés tranquilo. No eres tú, se trata de mí.
Me explicó que no deseaba hacerme daño. Se estaba enamorando de mí y sabía que lo nuestro podría ser hermoso, pero a la vez reconocía que llevaba muy poco tiempo conociéndome y a la vez que acababa de pasar por una relación tortuosa. No deseaba para nada cerrar cicatrices desquitándolas en otra relación tan pronto. Mientras más hablaba yo menos entendía. La noche anterior nos prometimos el primer beso, ella misma escogió el lugar para el acontecimiento. Y allí estábamos. Le dije que podía esperar. La deseaba pero la deseaba por amor. Podíamos conocernos mejor y formalizar lo nuestro.

Se negó rotundamente. Besó mi mejilla al tiempo en que se ponía de pie y trató de escapar. Le tomé de la mano y la detuve. Esta vez fui yo quien la abracé con desesperación. Me apartó con ternura. Besó mis parpados y me pidió comprensión. Se alejó llevándose mi calma, dejando en mi su perfume y la caricia de tres tiernos besos; uno en la mejilla, otros dos en cada parpado cerrado, como si besara mis ojos deseosos de ser su otra parte. En la vida todo es ritmo. Andamos en la búsqueda de otro corazón que sea capaz de latir al unísono con el nuestro y por eso no me rendí.

Me dediqué a llamarla y fui rompiendo la distancia poco a poco. Por fin, logré volver a verla. Aceptó mi invitación a cenar. Yo mismo prepararía la cena. Es algo que nunca había logrado hacer bien, pero deduje que habría tiempo para burlarnos de mis faenas domésticas. Eso si; me aproveché de su gusto por el violín. Contraté a tres violinistas que interpretaron, en mi casa, sus melodías preferidas. A la luz de velas aromáticas y de una pizza recién ordenada, gracias a que el pollo en salsa de guayaba que preparé parecía más gelatina que otra cosa, volví a la carga con esto de hablar sobre sentimientos compartidos. Ella miró a los violinistas y se acercó a mi oído. Lo rozó con sus labios al decirme, ellos terminaran pronto y se irán; estaremos solos. Sonreí al mismo tiempo que guiñaba un ojo a uno de ellos como seña de que terminaran. Se despidieron con nuestros aplausos y los acompañé afuera para pagarles y acelerar su despedida. Sorpresa mayúscula la que me llevé al entrar. Ella colocó las velas en el suelo. Dibujó con ellas una flecha que apuntaba a mi habitación. Miré hacia arriba en señal de agradecimiento a Dios. Lo hice mi cómplice. Había hablado tanto con Él que era imposible no me hubiese ayudado.

Y me ayudó. Al entrar en mi cuarto ella estaba en una butaca que acostumbro usar para leer. Me dijo, por lo bajo, como quien no quiere ser escuchado por nadie más: ven aquí. Con discreción caminé hacia ella. Disfruté aquellos segundos de sus ojos mirándome con lascivia. Justo antes de llegar ella se levantó y acariciándome el pecho me empujó suavemente hacia la butaca. Me ordenó quedarme sentado y se mudó a mi cama. En ella, se acostó y me dijo:

Hoy haremos el amor. Tal vez de una forma distinta a lo que esperas. Por eso prométeme que seguirás mis deseos al pie de la letra.
Claro que si. Lo prometo — casi le interrumpí.

— Entonces — continuó — Si no haces lo que te diga. Me iré de aquí sin mirar atrás siquiera.
Pensé que era parte de sus juegos previos para enarbolar mis sentidos, pero pronto descubrí que hablaba muy en serio. Me pidió que me quedara sentado en la butaca y comenzó por desnudarse. Poco a poco me dejó apreciarla. Se acariciaba el cuello y se mordía los labios provocativamente. Me puse de pie para acercarme y su orden fue clara: quédate sentado. Obedecí mientras divisaba en su espalda, a la altura de los hombros, pecas que me hicieron recordar el espacio sideral. Más al sur me enfoqué en sus nalgas y cuando logró quitarse la última pieza que nos estorbaba me exigió que me desnudara. A la prisa comencé a desabotonarme la camisa. Me miró con desaprobación. Demandó que lo hiciera tal como ella; despacito. La observaba relamerse y tocarse sus senos. Mi erección palpitaba. Justo cuando estuve desnudo, se levantó de la cama y volvió a empujarme a la butaca. Se sentó en el borde de la cama para que estuviésemos más cerca y extendió sus pies hacia ambos lados dejándome plena visión de su verticalidad mientras se acariciaba. Húmeda, perfecta a mis intenciones quería devorarla y se lo informé. Otra negativa de su parte que añadida a sus gemidos hizo aumentar mis ganas de poseernos. Regalándome placer visual comenzó a tocarse también sus pechos en una sincronía tal que mis manos se escaparon hasta la dureza que pujaba por atención entre mis piernas.

— Siiii —
dejó escapar entre gemidos en señal de aprobación.

Los movimientos concéntricos de sus dedos sobre el clítoris hinchado y encargándose de pezones mojados por su propia saliva era magia pura. El espectáculo de mi vida. Se movía en la cama, ocupándose en regalarme diferentes posiciones, pero siempre mirándome a los ojos; como si buscara leerme los pensamientos. Observé dos veces espasmos que avisaban su viaje a derramar los jugos sagrados del placer y antes de su tercera vez me ordenó con voz, esta vez suplicante, que le dejara ver cuanto la deseaba.

— Quiero poseerte — le dije.

— Ya nos poseemos amor — contestó — eso hemos estado haciendo desde que nos conocimos. Nos estamos poseyendo justo ahora. A tacto y sentimiento. Vamos, viaja conmigo — prosiguió — deseo verte viajando a mi lado. Seamos uno. Vamos; que sea fuerte y abundante como lo nuestro.
Abría su boca y acariciaba sus labios. El movimiento de sus dedos en su rasurada oquedad se hizo vertiginoso. Sus palabras, sus gemidos y la visión de verla tocándose lograron romper las barreras que me había impuesto ante la certeza de que llegaría el momento de penetrarla. Gemimos de placer casi al mismo tiempo, yo primero, ella segundos después.

Tuve una de las secciones de amor más eróticas de mi vida y no la toqué y no me tocó. Cuando traté de acercarme siguió en el plan primero:

—Nada de eso amor. Quédate en la butaca, por favor. Sigue disfrutando. Sigue en este viaje.
Seguí con su juego. Concluí que en los caminos del amor, estas experiencias ayudan a mantenerlo vivo. Ya habría tiempo de abrazarnos.

Estaba equivocado. No existió un abrazo, ni siquiera un apasionado beso, ni en ese momento ni después. No la volví a ver. Esa noche nos quedamos dormidos, bueno no, yo me quedé dormido. Ella aprovechó, escribió una nota donde agradecía mi amor, pero debía despedirse. Me exigía que no la buscara. Que era lo mejor para ambos. No me convenció. La busqué. Fue en vano. Esa misma noche tomó un avión y su madre no me quiso decir a donde. Luego de intentos inútiles de sacarle la verdad y de hasta un detective que más bien me robó los pocos ahorros que tenía tuve que resignarme y olvidarla junto a todos los pensamientos que se agolpaban en mi mente en la búsqueda de la verdadera razón para su abandono. Interrogantes que comenzaban en desamor, lesbianismo, bipolaridad, matrimonio y que terminaban en defenderla bajo la certeza de que sus palabras eran ciertas. Ese mensaje en el que hablaba de una relación tortuosa recién acabada y sus ganas de no herirme debía ser real.

…quince años después. Sentado en esta banca que sé no es la misma, pero está en el mismo lugar, lloro su ausencia en mi vida. Aquí donde esperamos aquella vez que la lluvia cesara, aun a sabiendas de que existían otros caminos por donde cruzar el parque sin mojar el interior de nuestros zapatos, la recuerdo. Y es que acabo de enterarme de la razón que tuvo para escapar.

Un detective que contraté hace unos años y al que había olvidado pues trabajaba por comisión, me envió un informe redactado, en ingles, por unos colegas suyos en Pensilvania. El cartapacio contenía todo lo necesario. En el encontré su foto, direcciones donde había residido en once diferentes años y lo que me dio la respuesta al enigma que había dejado ella en mi vida con su partida.

Así es. Encontré una copia de su acta de defunción grapada a otra copia algo borrosa, pero en la que la fecha y el resultado se leen claramente; 27 de junio de 1991: Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida: Positivo.

sábado, junio 10, 2006

Noche desnuda

Por Angelo Negrón

Esa noche la orquesta hizo alarde de gran habilidad musical. Traspasando oídos; penetró extremidades y cinturas. Solos o en parejas, los presentes bailaban. Desde la señora ancha de caderas hasta la pareja que, en vez de bailar, parecía hacer el amor al compás de la música. Nessie llegó allí luego del segundo receso. De su cuerpo esbelto brotaron movimientos lentos y disimulados.

En medio de la algarabía subió “Jacqueline” a la tarima con su tradicional frase: “¡Fuete a morir, lo más negro!”. Inició su famoso movimiento ondulante de cintura y se levantó la falda dejando ver sus velludas nalgas. Provocó burlas y aplausos en los presentes. Nessie, con furia reflejada en su rostro criticó en voz alta el acto del homosexual.

Un desconocido, al escucharla, la invitó a bailar y ella se negó, diciendo que no tenía ganas. Él insistió hasta convencerla y quedó admirado de la soltura de movimientos que surgían del cuerpo femenino. Danzaba como una diosa, por lo que él le preguntó dónde había aprendido a bailar de forma tan singular. Ella aclaró que nadie le había enseñado. Desde niña, por naturaleza, le gustaba bailar.

Todo un donjuán su acompañante le habló dulce al oído e intentaba, sin lograrlo, pegarla más a su cuerpo. Mientras ella se resistía a esos avances amorosos recordó el rechazo que hiciera ese mismo día a la petición de noviazgo de un amigo:

—No. Aún no es tiempo todavía. Debemos conocernos mejor para que sea seria y duradera nuestra relación...

En su reloj-pulsera sonó la alarma. Dejando de bailar mencionó que debía marcharse.

— ¿Por qué? — preguntó el tenorio presintiendo fracasada su conquista.

— Debo ir a trabajar — contestó ella.
El hombre la miró extrañado y preguntó:

— ¿A esta hora? ¿A que te dedicas?

— Soy enfermera graduada... No preguntes dónde. No te lo diré. Aún no te conozco bien, ¿entiendes?

—Yo puedo llevarte.

—No. No puedes— aseguró ella.

Insistentemente, él le regaló su número telefónico. Se despidieron con la promesa de volver a verse algún día de fiestas. Nessie tomó un taxi. Exigió al chofer que la llevara a la zona portuaria. Al llegar el taxímetro había marcado cuatro dólares con cincuenta centavos. Sacando un billete de cinco de su cartera pagó. Depositó el cambio en la mano estirada de un borracho vagabundo. Al entrar a su lugar de trabajo pensó: “Si no fuera porque me gusta tanto mi profesión no me desvelaría más”.

Ingresó en el tocador de damas. Se asomó al espejo y de rojo vivo pintó sus labios. Se atavió el uniforme de enfermera. Al salir escuchó a dos hombres quejarse. Con tenue sonrisa les ofreció ayuda a ambos. Parecían contagiados. Babeaban enfermos y no consiguieron responder. Nessie dio media vuelta al escuchar música estrepitosa. Pareció enfurecerse y decidida subió tres escalones. Se recostó de una columna e inició un suave vaivén de cintura. Ante las miradas aturdidas de los presentes, que le gritaban palabras malsonantes, comenzó a desvestirse. Hombres y mujeres le gritaban palabras soeces, pero no dejaban de admirar su belleza. Un joven que había asistido al lugar, comentó a otro a su lado:

— ¡Mira! ¡Es Nessie! ¡La muchacha a la que mi primo José pretende!

—Tu primo siempre ha sido un pendejo- contestó el otro joven.

— ¡Cuándo mi primo se entere!

— ¿Se lo dirás?

— Claro que sí. No ves que esta mosquita muerta se hace la muy santita con él.

— ¿Santita? ¡Santa puta es lo que es!

— ¿Cómo es que una mujer tan hermosa es capaz de trabajar aquí y hacer eso?

— Ahora prefieres que trabajen mujeres feas aquí. ¿Eres más pendejo que tu primo?

El joven no contestó. Tomó un sorbo de cerveza y sacó varios billetes de su bolsillo. Colocó uno en la última prenda que le quedaba a la bailarina nudista. Nessie dejó ver su parte más íntima y prosiguió bailando, completamente desnuda, hasta el amanecer.