Por Angelo Negrón
Levanté mi vista al cielo. Envié mi mente al pasado; a ese en que el recuerdo se hace presente y futuro. Sentí el viento que chocaba mi espalda mientras veía el sol esconderse en el oeste de mi vida. Palpé a lo lejos añoranza de pasiones. Nubes ocultas en la oscuridad de la noche recién nacida me hicieron notar una especie de aurora boreal que languidecía ante mis ojos. El frío vespertino logró enmudecer el suspiro que estaba por brotar de mi pecho al recordar el invierno en que te conocí y el tiempo transcurrido hasta el otoño de mi amor.
En el Invierno el frío era pesado y lo llevaba a rastras gracias a la soledad que me acompañaba en las horas despiertas que convivían conmigo. De pronto la habitación de mi alma se iluminó con tu saludo. Sonreí. Fui reflejo de tus palabras. Naturalmente me involucré en la felicidad que te embargaba. Poco a poco fui necesitándote desde los primeros quince segundos de conversación. Te extrañé tanto después de aquella primera vez que el miedo a no tenerte me atormentó de inmediato y es que la autodefensa nos hace pensar en negativa. Anhelé poder invernar, quedarme dormido hasta que mi cuerpo volviera a acostumbrarse a un pasado en que no existías; mas no pudo ser. Tú ya estabas en mí, como hielo que se derrite ante el calor del amor sublime y platónico de la distancia...
En la primavera reverdeció el campo de tu cuerpo. Florecieron las tersas rosas de tu pasión. Paseamos tomados de la mano y nos perdimos en la arboleda frondosa de la entrega de nuestros cuerpos. Mariposas revoloteaban por doquier, testigos silentes de la cesión amorosa que nos envolvió. Las aves hacían lo suyo en la danza majestuosa del macho para poseer y en la observación atenta de la hembra para dejarse conquistar. Mientras; nosotros nos tumbamos en el pasto verde. Miramos a través de las ramas de los árboles hacia el cielo. El sol se colaba en columnas de luz hacia todos lados cubriéndonos y cegándonos de vez en cuando; dependiendo como arreciara la brisa las abundantes hojas. Y en nuestras almas arreció el viento de la pasión infinita, la de amarnos sin temor a ser descubiertos. Nuestros cuerpos desnudos fueron uno en las raíces verticales de la lujuria.
Al verano no le hizo falta el calor de sol. Nuestros cuerpos fueron llamas que alumbraron a la luna en las noches desnudas de nuestra conciencia. Tanto calor logró en los días evaporar mares y ríos de saciedad. La playa era sólo una excusa para abalanzarnos a la arena y evocar ímpetus. Bebimos juntos ante el cielo el testimonio de amor puro que nos impulsó a casarnos frente a todas las deidades y obligarlos a padecer envidia. Las flores que adornaban tu cabello tenían pétalos que se desprendían ante el irrumpir constante de mi sexo. El calor fue demencial y sólo comparable al volcán que en erupción de placeres nos catapultó a la galaxia de nuevos besos, briosos abrazos, acometedoras caricias. Nos bañamos en arena, sal y agua para descubrirnos empapados de la sabiduría de aceptarnos tal como somos y como dictan nuestras vidas. Fuiste oasis; grama en el desierto que cubrió el horizonte de mi boca mientras participaba vivamente de la verticalidad de tu ser, de la oquedad de tus impaciencias germínales.
Cuando el otoño llegó comenzaron a caer las hojas de besos impregnados del natural sabor de tus labios. Tu cuerpo se hizo deseable al grado de querer poseerlo nuevamente. Entre lo sublime y pasional me convertí en fanático de tu hermosura. Tu piel lozana brilló en su propia aura hasta dejarme acariciarla por completo. De lunar en lunar paseé mis dedos y mi lengua escudriñadora se valió de su saliva para deslizarse de un pezón a otro o de tu cuello a la espalda. Tú seguías mi viaje y me ayudabas a moldear el camino con el movimiento exacto de tu cuerpo pretendiendo llevarme a donde tus ansias querían. Bajé hasta tus nalgas y el rastro de caricias adornaban aún tu espalda. Mis manos separaron los montes y buscaron la infinidad de tu ser. Lo distinguieron y lo saborearon como alabanza que acrecentó el goce. Se propagaron los gemidos y pediste que te poseyera como siempre; con el brillo en tus ojos que denotaba lujuria, con la sonrisa de labios deseosos de ser mimados, poseídos, mordidos y ultrajados.
Y bajé la cabeza. El sol salía de nuevo a mis espaldas indicándome que había pasado toda la noche soñándote. Observé la medalla que sostenía en mis manos, esa que me regalaste, la que conserva intacta la presencia de la primera vez que recibiste el cuerpo de un hombre. Los celos volvieron a mis memorias como, si con ello pudiese olvidar que otro hombre te poseyó primero, que entró en tu vida y te hizo volar antes de que yo pudiese llegar y encontrarte comulgando con la ilusión que te caracterizaba en ese tiempo. Resolví arrojarla a las aguas como presagio de la muerte próxima a mis años de buscarte.
Así estoy; queriendo enseñarte la luna tal como yo la he apreciado, desde el solsticio hasta el equinoccio. Condenándome a postergar el hecho de que sigues siendo la respuesta a tantas de mis preguntas, aún cuando sigo negándome a comprenderlo. Ya la medalla desapareció en la profundidad del océano y todavía siento igual mi pecho. Vacío ante la ausencia permanente de la antigua dueña del amuleto. Debí conseguir algún otro que suplantara a este que acabo de desechar. Te lo hubiese regalado y no seguiría renegando de Dios como hasta ahora he hecho. Mis celos no tendrían que ser infundados y los años de mi juventud lejana hubiesen sido felices. Nada se puede hacer contra el primer hombre que te poseyó por completo, y por el cual recibiste la medalla, porque fue al mismo Cristo el día de tu primera comunión.
Ahora no cuento con tu presencia física y obsoleta es mi desdicha. Fulgurante mi resignación... De todos modos sigues siendo, Invierno, Primavera, Verano y Otoño en el continuo movimiento de la condición del planeta, del adjetivo de mi ser que como hojas de otoño, demuestra con su cabello que tiende a caer pesado sobre mis hombros, que está listo para pasar el invierno nuevamente e invernar mientras sueña en encontrarte otra vez en la primavera lejana de otro siglo; en el verano candente de otra vida...
...En donde te poseeré primero que ninguno y te mostraré las estaciones antes de lo que creías pensado... Mucho antes de enamorarte de alguien más...
En el Invierno el frío era pesado y lo llevaba a rastras gracias a la soledad que me acompañaba en las horas despiertas que convivían conmigo. De pronto la habitación de mi alma se iluminó con tu saludo. Sonreí. Fui reflejo de tus palabras. Naturalmente me involucré en la felicidad que te embargaba. Poco a poco fui necesitándote desde los primeros quince segundos de conversación. Te extrañé tanto después de aquella primera vez que el miedo a no tenerte me atormentó de inmediato y es que la autodefensa nos hace pensar en negativa. Anhelé poder invernar, quedarme dormido hasta que mi cuerpo volviera a acostumbrarse a un pasado en que no existías; mas no pudo ser. Tú ya estabas en mí, como hielo que se derrite ante el calor del amor sublime y platónico de la distancia...
En la primavera reverdeció el campo de tu cuerpo. Florecieron las tersas rosas de tu pasión. Paseamos tomados de la mano y nos perdimos en la arboleda frondosa de la entrega de nuestros cuerpos. Mariposas revoloteaban por doquier, testigos silentes de la cesión amorosa que nos envolvió. Las aves hacían lo suyo en la danza majestuosa del macho para poseer y en la observación atenta de la hembra para dejarse conquistar. Mientras; nosotros nos tumbamos en el pasto verde. Miramos a través de las ramas de los árboles hacia el cielo. El sol se colaba en columnas de luz hacia todos lados cubriéndonos y cegándonos de vez en cuando; dependiendo como arreciara la brisa las abundantes hojas. Y en nuestras almas arreció el viento de la pasión infinita, la de amarnos sin temor a ser descubiertos. Nuestros cuerpos desnudos fueron uno en las raíces verticales de la lujuria.
Al verano no le hizo falta el calor de sol. Nuestros cuerpos fueron llamas que alumbraron a la luna en las noches desnudas de nuestra conciencia. Tanto calor logró en los días evaporar mares y ríos de saciedad. La playa era sólo una excusa para abalanzarnos a la arena y evocar ímpetus. Bebimos juntos ante el cielo el testimonio de amor puro que nos impulsó a casarnos frente a todas las deidades y obligarlos a padecer envidia. Las flores que adornaban tu cabello tenían pétalos que se desprendían ante el irrumpir constante de mi sexo. El calor fue demencial y sólo comparable al volcán que en erupción de placeres nos catapultó a la galaxia de nuevos besos, briosos abrazos, acometedoras caricias. Nos bañamos en arena, sal y agua para descubrirnos empapados de la sabiduría de aceptarnos tal como somos y como dictan nuestras vidas. Fuiste oasis; grama en el desierto que cubrió el horizonte de mi boca mientras participaba vivamente de la verticalidad de tu ser, de la oquedad de tus impaciencias germínales.
Cuando el otoño llegó comenzaron a caer las hojas de besos impregnados del natural sabor de tus labios. Tu cuerpo se hizo deseable al grado de querer poseerlo nuevamente. Entre lo sublime y pasional me convertí en fanático de tu hermosura. Tu piel lozana brilló en su propia aura hasta dejarme acariciarla por completo. De lunar en lunar paseé mis dedos y mi lengua escudriñadora se valió de su saliva para deslizarse de un pezón a otro o de tu cuello a la espalda. Tú seguías mi viaje y me ayudabas a moldear el camino con el movimiento exacto de tu cuerpo pretendiendo llevarme a donde tus ansias querían. Bajé hasta tus nalgas y el rastro de caricias adornaban aún tu espalda. Mis manos separaron los montes y buscaron la infinidad de tu ser. Lo distinguieron y lo saborearon como alabanza que acrecentó el goce. Se propagaron los gemidos y pediste que te poseyera como siempre; con el brillo en tus ojos que denotaba lujuria, con la sonrisa de labios deseosos de ser mimados, poseídos, mordidos y ultrajados.
Y bajé la cabeza. El sol salía de nuevo a mis espaldas indicándome que había pasado toda la noche soñándote. Observé la medalla que sostenía en mis manos, esa que me regalaste, la que conserva intacta la presencia de la primera vez que recibiste el cuerpo de un hombre. Los celos volvieron a mis memorias como, si con ello pudiese olvidar que otro hombre te poseyó primero, que entró en tu vida y te hizo volar antes de que yo pudiese llegar y encontrarte comulgando con la ilusión que te caracterizaba en ese tiempo. Resolví arrojarla a las aguas como presagio de la muerte próxima a mis años de buscarte.
Así estoy; queriendo enseñarte la luna tal como yo la he apreciado, desde el solsticio hasta el equinoccio. Condenándome a postergar el hecho de que sigues siendo la respuesta a tantas de mis preguntas, aún cuando sigo negándome a comprenderlo. Ya la medalla desapareció en la profundidad del océano y todavía siento igual mi pecho. Vacío ante la ausencia permanente de la antigua dueña del amuleto. Debí conseguir algún otro que suplantara a este que acabo de desechar. Te lo hubiese regalado y no seguiría renegando de Dios como hasta ahora he hecho. Mis celos no tendrían que ser infundados y los años de mi juventud lejana hubiesen sido felices. Nada se puede hacer contra el primer hombre que te poseyó por completo, y por el cual recibiste la medalla, porque fue al mismo Cristo el día de tu primera comunión.
Ahora no cuento con tu presencia física y obsoleta es mi desdicha. Fulgurante mi resignación... De todos modos sigues siendo, Invierno, Primavera, Verano y Otoño en el continuo movimiento de la condición del planeta, del adjetivo de mi ser que como hojas de otoño, demuestra con su cabello que tiende a caer pesado sobre mis hombros, que está listo para pasar el invierno nuevamente e invernar mientras sueña en encontrarte otra vez en la primavera lejana de otro siglo; en el verano candente de otra vida...
...En donde te poseeré primero que ninguno y te mostraré las estaciones antes de lo que creías pensado... Mucho antes de enamorarte de alguien más...