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Mientras continúa durmiendo o la anécdota de unos jóvenes visionarios
por Luis Ángel Pérez Rivera
Dedicado a todos los que se ofendan con la historia...

Comencemos. Esta historia se desarrolla en un barrio pobre donde un grupo de jóvenes visionarios deseaba dar una nueva imagen a la navidad puertorriqueña, la cual, ellos entendían, se encontraba en peligro de extinción. Pretendieron ser sacerdotes de sueños, querían arreglar el mundo y a alguien se le ocurrió la magnífica idea de hacer un nuevo personaje navideño: “Un Santa Cló Criollo” para “El Carnaval Navideño”, la actividad anual del barrio.
La idea al principio parecía absurda, muchos se rieron y dijeron que eso era totalmente estúpido. Pero nuestros jóvenes visionarios no podían darse por vencidos de manera tan fácil, así que emprendieron la tarea de darle forma a este personaje y lo primero fue darle un nombre: “Don Pablo” propusieron unos, otros “Carmelo”, algunos entendieron que se debía llamar o “Don Carlos” o “Luis”, “Esteban” o “Julio”, “José”, “Abraham”, “Jesús” etcétera, etcétera, etcétera... Nuevamente, nuestros jóvenes visionarios no se ponían de acuerdo.



Empezaba con el “había una vez”... y to’. Tenía encanto, frescura, y ya nuestro jíbaro no tenía que estudiar y vivía en una casucha en el interior del campo; lo habíamos sacado del barrio de mala muerte donde vivíamos. ¡Imagínense un tipo que vive en un barrio de mala muerte y le regala a to’el mundo en navidad! Ujúm… ¡De seguro es un tirador de drogas o algo así!
Había que darle “puertorriqueñidad”, así que nuestro jíbaro tenía que vivir de forma cónsona a cómo lo experimentaron una gran parte de ellos cuando enfrentaron extremas circunstancias económicas. Ya Abelardo en Terrazo nos había advertido de eso. Y en el caso de nuestro jíbaro, no podía tener zapatos; la camisa que pudiera estar luciendo tenía que estar raída y amarrada a la cintura; debía además tener una junta de bueyes que parquearía al lado de la casa. Y a todo eso tenemos que añadir que ese jíbaro tenía algo muy valioso, para ti, para mí y para todos: tiempo. Él tenía el tiempo necesario y suficiente para contar las más maravillosas historias a los niños del barrio, esto después de ocuparse de cortar caña y arar la tierra. Y, precisamente eso, su capacidad para contar esos relatos inolvidables se convertiría en el mejor presente que tenía para ofrecer a su pueblo.

El cuento, después de todo, tenía que ser revisado por el excelso grupo. Ya trabajaban en las ilustraciones cuando nuestro escritor (es decir, el segundo cuentero), no permitió cambios a la historia. La misma tenía que permanecer intacta, como él la concibió. Y esto a pesar de que existían razones de peso para hacer aquellas correcciones, ya que de no haber transformado aquellos pasajes se correría el riesgo de que no se entendiera el cuento en su totalidad. Acá entre nos, lo que no dijo aquel “genio” que reclamaba su cuento intacto en ese instante. Lo que no dijo y que se revelaba desde el saque en la caótica sintaxis de aquel borrador suyo, era que aquella versión de la historia fue concebida en medio de una borrachera legendaria, a lo Hemingway si queremos hablar en términos literarios; en medio de una borrachera mientras bajaba entre las Calles San Sebastián y la del Cristo. Allí consiguió un volante que promocionaba el Happy Hour de un “pub” cercano y garabateó lo que ahora deseaba inalterado. ¡Vaya ego! Sin embargo, nuestra experta en redacción, graduada en periodismo y no sé en qué otros saberes más de la Universidad Nacional, se dio a la tarea de explicarle, entre otras cosas, que no podía ser “un día en la noche”. Aquel borrador era también ambiguo ubicaba en tiempo y espacio. Tenía redundancias como que “el viejo contaba cuentos”. Lo cierto es que nuestro “Cervantes” (ese segundo cuentero) se molestó tanto con el excelso grupo de jóvenes visionarios (arregladores también del mundo, no se equivoquen) que agarró todos los papeles con garabatos y se llevó el cuento. Y para añadir más sazón a la historia el primer cuentero gritó iracundo que él, y no otro, era quien había escrito la verdadera primera versión del cuento (no sé si a estas alturas del juego se acuerdan de ese primer cuentero.). Gritaba que le habían robado el cuento. Delirante y delirando repetía: “¡Plagio! ¡Esto es un plagio! ¡Ese jíbaro es mío! ¡Me lo inventé yo solito”.

Pese a lo anterior, y antes de que interviniera el primer cuentero, los jóvenes visionarios estaban más que dispuestos para llevar a feliz término la tarea junto a la egregia institución cultural. Pero todo cambió cuando aquel iracundo joven (no podemos llamarle de otra manera) además de gritar: “¡Plagio!” informó que cometerían un delito mayor si osaban utilizar su historia en aquel cómic. Entonces todo se detuvo, al punto de que también gritó el director de aquella magna institución cultural: “¡Nada de nada, hasta que no se solucionara el asunto!”
Entonces, para efectos nuestros, tenemos un grupo de jóvenes visionarios sin cuento, sin cómic, con una demanda a cuestas, y, por otro lado, tenemos a ese mismo grupo de jóvenes visionarios con muchas ganas de hacer algo por su comunidad en la navidad. Sin embargo, ellos no se dejaron vencer. Cada uno respondió a su manera: “El Carnaval Navideño va, sea como sea”. Y se dieron a la tarea de reescribir nuevamente al requetetrabajado cuento de aquel jíbaro boricua, contra viento y marea.
Entonces aquel grupo de jóvenes visionarios se reunió en la casa de uno de ellos (el más tonto, pienso) y estuvieron hasta las dos de la madrugada mientras aquel primer cuentero que había gritado plagio y que también era su líder (por si no lo habíamos comentado), dormía cómodamente entre sábanas de seda en su apartamento en Isla Verde.

En este nuevo intento, aquellos jóvenes visionarios determinaron que el jibarito era viudo, que vivía en un campo de Puerto Rico y que se dedicaba a la artesanía; tallaba santos. Y también dedicaba sus tardes a relatar cuentos a los niños. Como si aquello fuera poco, en cada navidad, aquel jibarito regalaba carritos y muñecas que hacía con sus propias manos. Y trabajaba en tales obsequios mientras un pitirre, al cual había bautizado con el nombre taíno de Guatíbiri, le acompañaba desde la ventana de su casa. Este jíbaro sencillo, según las características que le incorporaron, andaba descalzo, y sus manos eran callosas como la madera. Apenas había cursado hasta el tercer grado. Los jóvenes visionarios que creaban el perfil de este nuevo personaje estimaron que para la historia que visualizaban era perfecto.
Esa historia transcurriría durante la Nochebuena, cuando el jibarito aún no había terminado los juguetes que repartiría al otro día. Ya a esas horas cabeceaba por el sueño que lo dominaba, pero Guatíbiri lo despertó. Y es en ese momento, que su pequeño amigo alado lo conduce por un sendero en el que se encuentra con el nacimiento del Niño Dios. Entonces el jíbaro cae de rodillas y lo único que tiene para ofrecerle es una de las figuras que había tallado. Solo que esta vez no era un carrito ni una muñeca. Curiosamente era la imagen de un jibarito trabajando. Y por este gesto el niñito Jesús lo premia con una carreta llena de juguetes y dulces, que repartiría cada 24 de diciembre. Qué alegría para el jíbaro… Tendría juguetes suficientes para repartir a todos los niños. Aquello era un premio a su bondad. Y ese, concluyeron los jóvenes visionarios, era el toque, el detalle final que necesitaba aquel cuento.
El cómic nunca se hizo. El cuento –ese último cuento que hicieron los jóvenes visionarios- se representó a través de una pequeña obra en la que el cartón sirvió como materia prima para la escenografía. La demanda legal nunca llegó. Los jóvenes, aquellos jóvenes visionarios, se siguen amaneciendo elaborando proyectos comunitarios y artísticos para los niños y vecinos del barrio, mientras aquel primer cuentero, su líder (ya lo habíamos comentado), continúa durmiendo entre sábanas de seda en su apartamento de Isla Verde.
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