lunes, diciembre 07, 2015

Migajas

Por Luis Francisco Cintrón Morales


Todas las mañanas, antes de reportarse a su patrón, la niña Aanjay frecuentaba los jazmines sembrados por su abuela en la base de la montaña. Mientras caminaba, inspirada por el aroma de las flores, comía un trozo de pan y le tiraba migajas a un cuervo. Sus manos estaban repletas de lunares rojos que formaban una “L”, como si del cosmos le hubieran sembrado lágrimas de achiote. Día tras día, mañana tras mañana, lloviera o estuviera soleado, Aanjay le obsequiaba un desayuno al ave. Al terminar su jornada mañanera, montaba su bicicleta y pedaleaba hasta la casa del señor Abhimanya. En la casa, que era un castillo levantado sobre las raíces de árboles de Bombax, Aanjay se encargaba del aseo del hogar junto a una docena de niñas desde que el señor Abhi se lastimó gravemente el área cervical luego de una caída en la refinería donde trabajaba. Según los estudios médicos, los nervios del cuello a la cabeza, que corrían por el lado izquierdo del rostro, le imposibilitaba trabajar u ocuparse de los asuntos domésticos. La niña trabajaba más de catorce horas por un acuerdo monetario de su padre con el patrón. Su familia era de escasos recursos y las tres hijas del hogar trabajaban con diferentes patrones.
Una mañana, mientras Aanjay compartía su desayuno con el cuervo, el señor Abhi pasó con su camioneta. Luego de ensartarle gritos a la armonía del lugar, sacó su correa y comenzó a golpear a la niña. La valiente ave intentó sin éxito que el hombre cesara su abuso. La amenazaba con reducir el pago que le daba a su familia y le dijo que se inventaría que también robaba dinero de la caja fuerte. La tildó de vaga, irresponsable, gritaba una y otra vez que sería una mala mujer, que las mujeres para lo que servían era para criar hijos y ser esclavas de los hombres. Con cada coraje que se impregnaba en su pequeña espalda, colgado de una rama, el cuervo ensanchaba sus alas. Abhi estaba sumido en su cólera y el dolor que le propinó a Aanjay hizo que la niña se desmayara. El señor la recogió, la montó en su guagua y aprovechando el sueño de la memoria infantil, la violó. En ese momento Aanjay tenía diez años. Un olor a lluvia frotó la copa de los árboles y el cuervo sollozó.
Cinco años más tarde, Aanjay continuaba yendo al mismo lugar de los jazmines a compartir
sus migajas de pan con el cuervo. Este planeaba y se postraba a los pies percudidos de la ahora adolescente e intercambiaban migajas por tesoros silvestres y citadinos. El ave traía fragmentos de fotos, sorbetos, tapas de botellas de plástico, cortes de periódicos, pétalos de rosas…era el momento más feliz del día, su amigo reciprocaba su cariño. Ella le tarareaba melodías tristes, como si su interior ya no fabricara distancias. El cuervo alebrestaba sus alas en un intento de animar el vientre marchito de la chica.
Al llegar a la casa del señor Abhi, ya Aanjay no limpiaba ni buscaba huevos en el gallinero ni iba al bosque a cortar leña. Al llegar, se desvestía y se lanzaba sobre el catre que ya no succionaba más residuos. El patrón había incrementado el pago a su padre y ahora la alquilaba a los hombres del pueblo. Venían jóvenes, viejos, hombres casados, incluso, Abhi, cuando el día estaba lento, la tomaba dos y tres veces al día. La golpeaban, la amarraban, la mordían, hacían que se arrastrara por el suelo y que hiciera gárgaras con el semen y luego, lo tragara. Era tanta la desesperanza que a Aanjay se le había olvidado quién era, sus lunares rojos terminaban el día regados por el suelo.
Un viernes, Aanjay caminó más despacio que nunca, ese día no pedaleo. Llegó al borde desde donde, a los lejos, se veían los jazmines y los lunares rojos se desvanecían entre los destellos de un sol cobarde.  El cuervo, al presentir algo raro, gritó por ayuda. Un olor a lluvia se impregnó en el instante y el ave azabache comenzó a llorar, reconocía que no podía impedir lo que estaba escrito en el destino. La muchacha soltó los botones de su blusa, se quitó la ropa interior. Llegó al borde del precipicio y en ese instante entendió que su historia había sido contada, mucho antes, en otro tiempo, con otro nombre y con otras flores que crecían en la base de la montaña. En la mañana siguiente, una bandada de cuervos, con sus picos, devolvía de a poco al padre de la niña, las migajas de un cuerpo con olor a jazmín.


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Luis Francisco Cintrón Morales nació en San Juan, Puerto Rico en el 1976.  Es autor del poemario Microgramas de sol (micropoesía) publicado con la editorial Casa de los Poetas y del libro de narrativa La Ciudad en mi estómago con la editorial Verde Blanco Ediciones. Además ha sido publicado en antologías, blogs, revistas y periódicos electrónicas en Puerto Rico, España, México y Argentina, por su poesía, narrativa, ensayos y columnas deportivas y de crítica social.


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