viernes, mayo 08, 2020

En las letras, desde Puerto Rico: Un cuento de Luis Ángel Pérez

por Carlos Esteban Cana



Luis Ángel Pérez era un contador nato. En cada encuentro con él, era alta la posibilidad de escuchar en su propia voz una nueva historia, narrada en detalles, con el suspenso necesario y la intriga suficiente para capturar la atención del oyente. Las historias y anécdotas que le escuché en el transcurso de los años dan para varios libros. Habrá que explorar sus archivos, los cuentos que publicó en varias bitácoras cibernéticas, incluso el crudo de entrevistas concedidas por él y grabaciones en su propia voz que formaron parte del teatro que, con entusiasmo sostenido, coordinó y dirigió. Y ese ejercicio de recopilar lo que dejó Luis en el camino, da no tan solo para publicar libros suyos o sobre él, también es posible que con lo que se encuentre se pueda producir algún tipo de audio libro para niños y jóvenes, esos grupos a los que siempre sirvió. Y algunos se preguntarán: “¿Cuál es la importancia que tiene Luis Ángel Pérez tiene para nuestra cultura boricua?” La respuesta es simple, y la da el inicio de este preámbulo (que le otorga una estructura circular a este párrafo): porque Luis Ángel Pérez era y es un contador nato. Y digo es porque cuando leemos un cuento o una historia de Luis, su voz, en primera persona, por lo general, se inserta desde un tiempo presente. Y esto lo logra aún después del pasado 8 de enero, cuando este cuentero y humanista boricua trascendió esta dimensión. En ese momento tenía 48 años, y yo tuve la suerte de conocerle desde una infancia compartida en el pueblo de Cataño. Hoy que se cumplen 4 meses de su partida engalanamos nuestro boletín, aquí en Confesiones, con el cuento que publicó en la segunda serie de la revista Taller Literario, a mediados de la pasada década. La narración lleva por título Mientras continúa durmiendo o la anécdota de unos jóvenes visionarios. No digo más. Que la disfruten.

***

Mientras continúa durmiendo o la anécdota de unos jóvenes visionarios


por Luis Ángel Pérez Rivera

Dedicado a todos los que se ofendan con la historia...

Esta historia es diferente a otras escritas antes.  Es una historia difícil; aunque habla del amor, no trata de éste; aunque habla de la creatividad no es muy creativa, realmente podría ser una anécdota. Quizás debería comenzar con… “Erase una vez un pequeño grupo” (Esto sería perfecto para que no me descalifiquen de los certámenes), pero bueno, eso no viene al tema. Lo que pasó en esa fecha y otras posteriores es increíble, tanto así que he escrito este revolú de baba tratando de organizarme para poder contar la historia.

Comencemos. Esta historia se desarrolla en un barrio pobre donde un grupo de jóvenes visionarios deseaba dar una nueva imagen a la navidad puertorriqueña, la cual, ellos entendían, se encontraba en peligro de extinción. Pretendieron ser sacerdotes de sueños, querían arreglar el mundo y a alguien se le ocurrió la magnífica idea de hacer un nuevo personaje navideño: “Un Santa Cló Criollo” para “El Carnaval Navideño”, la actividad anual del barrio.

La idea al principio parecía absurda, muchos se rieron y dijeron que eso era totalmente estúpido. Pero nuestros jóvenes visionarios no podían darse por vencidos de manera tan fácil, así que emprendieron la tarea de darle forma a este personaje y lo primero fue darle un nombre: “Don Pablo” propusieron unos, otros “Carmelo”, algunos entendieron que se debía llamar o “Don Carlos” o “Luis”, “Esteban” o “Julio”, “José”, “Abraham”, “Jesús” etcétera, etcétera, etcétera... Nuevamente, nuestros jóvenes visionarios no se ponían de acuerdo.

Uno de los jóvenes (para efectos nuestros, lo denominaremos como el primer cuentero) hizo un cuento, en el que nuestro personaje salía del barrio, estudiaba, iba a la universidad. Se convertía en un profesional y luego todas las navidades -ocultando su identidad- se transformaba en el jíbaro boricua que regalaba juguetes a los niños y… ¡Tan tan! Colorín colorado este cuento se ha... (para cumplir nuevamente con las especificaciones de los reguladores de la profesión).

Este cuento no gustó mucho por lo que decidieron reformarlo; había que transformar al personaje en un verdadero héroe boricua; tenía que ser más grande que Super Moncho o Carlitos Colón (nuestro campeón universal por más de... ¿25 años?). Pero hablemos claro. ¿Quién iba a creer que una persona mientras estudiaba en la universidad -y saliendo de un barrio pobre- habría de conseguir un trabajo lo suficientemente decente como para regalarle juguetes a toda la comunidad? ¡Cuando hay que ir a “Island Finance” o a “Avco” para regalarle sólo a la familia! Todos sabían que los últimos egresados de las más prestigiosas universidades de nuestro País eran ejecutivos de cuello y corbata de $5.15 la hora. Y que sólo aquellos “visionarios” que lograron pasquinar en la última elección con el triunfador, eran quienes gozaban del privilegio de poseer los mejores trabajos remunerados y con aumentos periódicos que su amigo “El Senador” firmaba con plumas “Mont Blanc”  pagadas por todos nosotros con las contribuciones...  Pero, de nuevo, me salgo del tema. Ese es otro cuento.

El hecho es que nadie creería lo del milagro del excelente trabajo, que daría suficiente plata como para repartir regalos a medio mundo en el barrio… Así que le encomendaron a otro de los excelsos jóvenes (que para efectos nuestros llamaremos segundo cuentero), la creación de otra historia… Y ¡por fin! Este cuento sí que era bueno.

Empezaba con el “había una vez”... y to’. Tenía encanto, frescura, y ya nuestro jíbaro no tenía que estudiar y vivía en una casucha en el interior del campo; lo habíamos sacado del barrio de mala muerte donde vivíamos. ¡Imagínense un tipo que vive en un barrio de mala muerte y le regala a to’el mundo en navidad!  Ujúm… ¡De seguro es un tirador de drogas o algo así!

Había que darle “puertorriqueñidad”, así que nuestro jíbaro tenía que vivir  de forma cónsona a cómo  lo experimentaron una gran parte de ellos cuando enfrentaron extremas circunstancias económicas. Ya Abelardo en Terrazo nos había advertido de eso. Y en el caso de nuestro jíbaro, no podía tener zapatos; la camisa que pudiera estar luciendo tenía que estar raída y amarrada a la cintura; debía además tener una junta de bueyes que  parquearía al lado de la casa. Y a todo eso tenemos que añadir que ese jíbaro tenía algo muy valioso, para ti, para mí y para todos: tiempo. Él tenía el tiempo necesario y suficiente para contar las más maravillosas historias a los niños del barrio, esto después de ocuparse de cortar caña y arar la tierra. Y, precisamente eso, su capacidad para contar esos relatos inolvidables se convertiría en el mejor presente que tenía para ofrecer a su pueblo.

Entonces algo inesperado sucedió un día. Del cielo bajó un coquí dorado sobre una hoja de guineo que le encomendó a nuestro jíbaro además repartir juguetes cada 24 de diciembre a todos los niños de Puerto Rico. Y eso comenzaría en las calles del barrio. ¡Imagínense al pobre jíbaro bajando por la piquiña entre Ponce y Utuado; los bueyes de la carreta esbocaos como alma que lleva errr diablo, y el hombre dando golpes entre juguetes y dulces típicos! Porque ¡ahhh!, se me olvidaba mencionar que ahora este jíbaro también llevaría dulces típicos por encomienda del coquí dorado.

El cuento, después de todo, tenía que ser revisado por el excelso grupo. Ya trabajaban en las ilustraciones cuando nuestro escritor (es decir, el segundo cuentero), no permitió cambios a la historia. La misma tenía que permanecer intacta, como él la concibió. Y esto a pesar de que existían razones de peso para hacer aquellas correcciones, ya que de no haber transformado aquellos pasajes se correría el riesgo de que no se entendiera el cuento en su totalidad. Acá entre nos, lo que no dijo aquel “genio” que reclamaba su cuento intacto en ese instante. Lo que no dijo y que se revelaba desde el saque en la caótica sintaxis de aquel borrador suyo, era que aquella versión de la historia fue concebida en medio de una borrachera legendaria, a lo Hemingway si queremos hablar en términos literarios; en medio de una borrachera mientras bajaba entre las Calles San Sebastián y la del Cristo. Allí consiguió un volante que promocionaba el Happy Hour de un “pub” cercano y garabateó lo que ahora deseaba inalterado. ¡Vaya ego! Sin embargo, nuestra experta en redacción, graduada en periodismo y no sé en qué otros saberes más de la Universidad Nacional, se dio a la tarea de explicarle, entre otras cosas, que no podía ser “un día en la noche”.  Aquel borrador era también ambiguo ubicaba en tiempo y espacio. Tenía redundancias como que “el viejo contaba cuentos”.  Lo cierto es que nuestro “Cervantes” (ese segundo cuentero) se molestó tanto con el excelso grupo de jóvenes visionarios (arregladores también del mundo, no se equivoquen) que agarró todos los papeles con garabatos y se llevó el cuento. Y para añadir más sazón a la historia el primer cuentero gritó iracundo que él, y no otro, era quien había escrito la verdadera primera versión del cuento (no sé si a estas alturas del juego se acuerdan de ese primer cuentero.). Gritaba que le habían robado el cuento. Delirante y delirando repetía: “¡Plagio! ¡Esto es un plagio! ¡Ese jíbaro es mío! ¡Me lo inventé yo solito”.

Justo antes de todo ese revolú se había hablado con la gente del Instituto de Cultura que habían reaccionado muy emocionados a la idea del “Santa Claus” boricua que salía de aquel barrio (como si Abelardo no lo hubiera hecho antes). En la egregia institución se le ocurrió además a su egregio director la idea de adaptar la historia a un pequeño cómic… Y ya preguntaba el personal de la Oficina de Publicaciones por los duendes mágicos que ayudarían al jíbaro a construir los juguetes. Al fin y al cabo, los jóvenes visionarios explicaron al personal del Instituto que eso no sería posible… Que… “no podíamos tener a esos verdes amiguitos en este cuento…”  Que… “nuestra filosofía de vida cristiana nos prohíbe mezclar en la trama antigua magia celta pagana y todo lo que tuviera que ver con ella…”  Y que “los cuentos de Cenicienta, Blanca Nieves o Pinocho, así como el de Gasparín, el fantasmita amistoso, eran casos aislados que nuestra espiritualidad sacra santa y romana permitía.


Pese a lo anterior, y antes de que interviniera el primer cuentero, los jóvenes visionarios estaban más que dispuestos para llevar a feliz término la tarea junto a la egregia institución cultural. Pero todo cambió cuando aquel iracundo joven (no podemos llamarle de otra manera) además de gritar: “¡Plagio!” informó que cometerían un delito mayor si osaban utilizar su historia en aquel cómic. Entonces todo se detuvo, al punto de que también gritó el director de aquella magna institución cultural: “¡Nada de nada, hasta que no se solucionara el asunto!”


Entonces, para efectos nuestros, tenemos un grupo de jóvenes visionarios sin cuento, sin cómic, con una demanda a cuestas, y, por otro lado, tenemos a ese mismo grupo de jóvenes visionarios con muchas ganas de hacer algo por su comunidad en la navidad. Sin embargo, ellos no se dejaron vencer. Cada uno respondió a su manera: “El Carnaval Navideño va, sea como sea”. Y se dieron a la tarea de reescribir nuevamente al requetetrabajado cuento de aquel jíbaro boricua, contra viento y marea.

Entonces aquel grupo de jóvenes visionarios se reunió en la casa de uno de ellos (el más tonto, pienso) y estuvieron hasta las dos de la madrugada mientras aquel primer cuentero que había gritado plagio y que también era su líder (por si no lo habíamos comentado), dormía cómodamente entre sábanas de seda en su apartamento en Isla Verde.

En esta ocasión la historia comenzaba en el presente, en una casa de nuestro barrio. Allí un niño de cinco años que vivía con su abuela desea montar él mismo el pesebre. Y cuando va sacando de una cajita a los diferentes personajes se encuentra con una figurita que le pareció fuera de lugar. Se trataba de un jibarito. Entonces cuando su abuela vio al niño con una expresión de sorpresa le explicó que aquel jibarito estaba buscando también al niño Dios hasta que lo encontró.

En este nuevo intento, aquellos jóvenes visionarios determinaron que el jibarito era viudo, que vivía en un campo de Puerto Rico y que se dedicaba a la artesanía; tallaba santos. Y también dedicaba sus tardes a relatar cuentos a los niños. Como si aquello fuera poco, en cada navidad, aquel jibarito regalaba carritos y muñecas que hacía con sus propias manos. Y trabajaba en tales obsequios mientras un pitirre, al cual había bautizado con el nombre taíno de Guatíbiri, le acompañaba desde la ventana de su casa. Este jíbaro sencillo, según las características que le incorporaron, andaba descalzo, y sus manos eran callosas como la madera. Apenas había cursado hasta el tercer grado. Los jóvenes visionarios que creaban el perfil de este nuevo personaje estimaron que para la historia que visualizaban era perfecto.

Esa historia transcurriría durante la Nochebuena, cuando el jibarito aún no había terminado los juguetes que repartiría al otro día. Ya a esas horas cabeceaba por el sueño que lo dominaba, pero Guatíbiri lo despertó. Y es en ese momento, que su pequeño amigo alado lo conduce por un sendero en el que se encuentra con el nacimiento del Niño Dios. Entonces el jíbaro cae de rodillas y lo único que tiene para ofrecerle es una de las figuras que había tallado. Solo que esta vez no era un carrito ni una muñeca. Curiosamente era la imagen de un jibarito trabajando. Y  por este gesto el niñito Jesús lo premia con una carreta llena de juguetes y dulces, que repartiría cada 24 de diciembre. Qué alegría para el jíbaro… Tendría juguetes suficientes para repartir a todos los niños. Aquello era un premio a su bondad. Y ese, concluyeron los jóvenes visionarios, era el toque, el detalle final que necesitaba aquel cuento.

El cómic nunca se hizo. El cuento –ese último cuento que hicieron los jóvenes visionarios- se representó a través de una pequeña obra en la que el cartón sirvió como materia prima para la escenografía. La demanda legal nunca llegó. Los jóvenes, aquellos jóvenes visionarios, se siguen amaneciendo elaborando proyectos comunitarios y artísticos para los niños y vecinos del barrio, mientras aquel primer cuentero, su líder (ya lo habíamos comentado), continúa durmiendo entre sábanas de seda en su apartamento de Isla Verde.







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