sábado, septiembre 04, 2021

En las letras, desde Puerto Rico: Preámbulo a La última caricia de Iris Mónica Vargas

 por Carlos Esteban Cana

 

¿Acaso pueden las partes 

narrar el cuento de la suma?


 El donante (fragmento)

I.M.V.

A

Una noche de poetas en El Viejo San Juan marcó nuestro encuentro. En esa ocasión había cruzado la bahía. Atrás quedaba la patria chica y con grabadora en mano avanzaron mis pies por los adoquines mojados. Cuando llegué, la librería estaba repleta. Aún con la aglomeración de personajes y personalidades culturales, después de abordar a los escritores que protagonizarían la velada, mis ojos se cruzaron con los de ella. Y, si la memoria no me traiciona, las palabras que nos dirigimos fueron espontáneas, como si nos conociéramos de toda la vida.


 

Ella también escribía poemas, eso me dijo con una amplia sonrisa cuando le abordé al respecto. Entonces quedamos en ‘intercambiar prisioneros’, es decir, compartir algunas de las piezas que habíamos producido. Yo había regresado a la poesía después de casi una década de exilio creativo en la narrativa. Aunque eso que nutre al poeta siempre estuvo presente durante ese periodo, en el ejercicio continuo de lectura que representaba dirigir la revista Taller Literario. 

Cómo no aprender valiosas lecciones de poetas entusiastas y excelentes de aquella época, entre los que destacaban Elidio la Torre Lagares y Mairym Cruz Bernal, jóvenes escritores que accedían al espacio alternativo cultural que representaba nuestra publicación periódica. Pero retorné al primer género literario que exploré de niño y adolescente después de una noche oscura del alma y del entusiasmo que generaron las piezas que nacieron de tal etapa. Ese diminuto cuadernillo titulado ‘Ante el ojo’ detonó en poetas como Amílcar Cintrón Aguilú y Julio César Pol un constante espaldarazo para que asumiera la creación poética nuevamente desde la cotidianidad. Y en esos días en que conocí a esa poeta desconocida en el Viejo San Juan, yo disfrutaba de compartir mis borradores poéticos con otras y otros escritores. Pero el intercambio con Ella fue diferente.

 

Cuando comenzamos nuestra mesa redonda, sus piezas poéticas destilaban -mediante las imágenes elegidas- un diálogo, una especie de soliloquio con Ella misma. Era como si tratara de hallar lo que estaba tras los motivos de la grafía. Una poesía que tenía un hálito inherentemente femenino por la naturaleza de la textura desplegada. Paulatinamente y sin planearlo mucho, los trabajos creativos que comenzaron a emerger en nuestras respectivas propuestas accedían a nuevos horizontes cuando aspiraban a un diálogo mutuo. Por lo anterior, una parte sustanciosa de mis poemas se vieron enriquecidos con su Presencia.


 

D

 Y después Ella transformó aquella aventura en un sencillo espacio cibernético. Gesto sin pretensiones mayores que como objetivo principal aspiraba a compartir parte de nuestra complicidad creativa. Así nació El viaje del poeta. Una página donde el lector podía acceder a diversas muestras de nuestros respectivos cuadernos, así como a diversas reflexiones sobre el oficio poético. Vocación que, a fin de cuentas, y aunque en ocasiones uno pueda resistirse a ella, te lo otorga en esencia, más que cualquier academia, universidad y carrera profesional, la propia vida. Por lo anterior, y como epígrafe inicial al espacio cibernético, decidimos incluir las siguientes reflexiones de Bijuy Das, poeta de Calcuta: "Un hombre me preguntó: '¿Y tú, niño, qué eres?'. Soy un poeta, le respondí. 'Pero limpias los vagones del tren', me dijo. Sí, y así es como me convertí en poeta, le respondí". 

Por todo lo anterior consigno que la conceptualización de El viaje del poeta le pertenece en su totalidad. Ella fue la gestora de los aspectos múltiples del proyecto. Diseñó la estructura, configurósecciones, seleccionó fotografías e imágenes que añadían elegancia a nuestras piezas. Y yo solo me ocupé de remitirle el contenido. Era ella el corazón, el cerebro, el alma detrás de aquella nueva encarnación de nuestro encuentro.

 Los ciclos subsecuentes nos han llevado por senderos diferentes. Ella ha viajado a diferentes partes del mundo, y continuó su formación como escritora tomando diversos cursos de escritura creativa con personalidades culturales en los Estados Unidos, detalle que con su característica humildad apenas menciona. Yo, por mi parte, continué en mi ‘ermita’ de libros Ríopedrense, atareado en el oficio continuo y acostumbrado de la re-escritura de mis cuadernos. Sin embargo, nuestro acompañamiento ha ido ampliando el horizonte, por lo que he sido testigo de acontecimientos singulares como su matrimonio y el nacimiento de su hijo. Experiencias humanas que, sin duda, le han sumado otro sustrato a su visión artística.

 Y más allá del accidente que resulta ser nuestro camino creativo compartido, quiero consignar en este inciso que lo anterior no compromete mi criterio bajo ninguna circunstancia. Por tal motivo, heme aquí hoy, en la Ciudad de Nueva York, intentando apalabrar la huella tras la lectura de este poemario. Hasta este momento, sin embargo, sólo puedo intuir que este libro me acompañará de muchas maneras en diferentes ciclos de mi vida.


En estos últimos pensamientos Ella ya no tiene que ser Ella, sino Iris Mónica Vargas. El libro, el poemario en cuestión, es éste que usted sostiene en sus manos. Y el crítico que aún se conmueve cuando vuelve a estas páginas soy yo, Carlos Esteban Cana. No de otra forma me ha sido posible comunicar la huella que ha dejado en mí La última caricia. Y ese fue el reto que tuve mientras desarrollaba estos pasajes narrativos ¿Cómo corresponder a esta celebración de vida que se sirve, sin embargo, de la materia inerte, de un cadáver en una mesa fría de metal? ¿Cómo estar a la altura de este homenaje? 

Esta experiencia, la lectura de La última caricia, no ha sido otra cosa para mí que un verdadero privilegio. Fascinado queda no tan solo el lector aficionado sino quien disfruta explorar el dinámico proceso creativo. Y es que más allá del universo desplegado en estas páginas (del John Doe suicida; del cuerpo eviscerado, de la silueta de Eva; de la transgresión registrada de Adán; del trazo verde en el monitor, ese soldadito bailarín que no alcanzó al ritmo; de la casa deshabitada, sus paredes mudas, reveladoras, y el árbol melancólico derribado; más allá de los donantes; de la reliquia en que se transformó Chiaria de Montefalco; de todas las manos enguantadas que tocan la Gran Historia o manejan sin temblor el bisturí; de los pedazos del Guernica; del brillo de la navaja; de Margherita de Citta de Castello o la propia muerte, desmentida por la hipótesis escurridiza del instante y la conciencia en un vacío expansivo), estas piezas en su carácter orgánico son además un poderoso manifiesto del acto creador, del propio ejercicio poético, tal como lo plantea, entre otras piezas, la número 20, titulada Protacciones: De todo lo que es cierto, sin embargo,/ la concatenación es falsa, y el orden/ de aquello es arbitrario, lo impone/ lo lineal en esta nota,/ para que sigas vivo en tu contexto.

Otro aspecto que quiero destacar es lo que podría nombrar como vórtice en la infraestructura de contenido. Me refiero al conjunto de poemas en La última caricia que sustraen momentáneamente al lector de la materia inerte en la fría mesa de metal; una especie de paréntesis en el hilo conductor de las piezas (tal como en la clásica canción de Los Beatles A Day in the Life) que nos dirige la mirada, en cambio, hacia otros espacios habitados, a lo que hay tras la interacción entre neuronas o a ese pacto que hace palpable incluso a la propia ausencia. 

Subordinado a lo anterior queda la correspondencia con la textura que un triángulo amoroso ofrece a los sonetos de Shakespeare, aquí la intriga se genera cuando la voz lírica focaliza hacia otras ‘siluetas’ –aún más fragmentadas por la poca información disponible- periféricas. Lo cierto es que este tránsito poético no desemboca en el desgarramiento total, como sucede en Silvia Plath o Alejandra Pizarnik. En estas páginas la muerte no es un callejón final sino una vía por la cual se accede a, o de la cual se desprende, la vida. Por tal motivo, la voz lírica desprende su aroma indagatorio, como en la obra de Olga Orozco aunque no de forma expansiva, sino en pequeñas y contenidas dosis. Y como resultado, la ecuación o emoción aprehendida tras la lectura de La última caricia se mueve en dos poderosas direcciones. Una que coloca en relieve lo esencial de la capacidad y experiencia humana: Mente/ Unidad de cuerpo/ inasequible,/ inaccesible, herméticamente/ contenida./ Si accediéranle, también,/ como a los huesos/ sobre la mesa de metal/ donde reposa/ fría la materia, entonces/ ¿dónde descansaría/ en paz/ la dignidad? (Poema 46. Pregunta final). Y otra que patentiza la máxima aspiración artística, tal como revela Vargas en el poema 10, titulado Disección: ¿Cómo es que los pies/ escandalosamente desnudos/ de la estatua de Balzac son más/ perfectamente humanos/ que los tuyos, los míos,/ y cualquier otro par de pies? Una y otra, matizada, sin embargo, por una mirada consecuentemente amorosa. (…y levanté sus párpados para mirar/ como le habían mirado alguna vez/ quienes le habrían amado. 47. La última caricia)    

Pero no digo más, porque en estos menesteres siempre ando con la cautela de no usurparle a usted ni a nadie su propia experiencia.

   



 

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