jueves, marzo 03, 2016

Letrinas de labios ciegos

Por Luis Francisco Cintrón Morales
 Desde el aire gris se respiraba la imagen de un suelo de pieles blancas, repleto de sombreros de cuero y máscaras puntiagudas y crucificadas. La nieve de las pasadas semanas se había derretido y el sol abundaba, dejando sus tenues destellos sobre la cima de las frías montañas circundantes. Banderas de stainless steal, gorras rojas y vocablos extraviados se unían exclamando el nombre de aquel que traducía, con astucia coloquial, cada herramienta necesaria para exacerbar a la masa, lo necesario para ganar el apoyo. Este hombre buscaba al convertirse en presidente cubrir cada límite de los territorios con la tela oscura de un colosal globo desteñido y explotado.
El viento cenizo levantaba un lomo cabelludo, ralo y desorientado desde su cabeza mientras ahorcaba la imagen de latinos y otros extranjeros, con aplausos fúnebres como trasfondo. No había himno que aguantara tal hipocresía y nostalgia. La vergüenza y lógica de una mayoría no acobardaba la ineptitud del vitoreo, de las pancartas, del odio humanizado e inminente repetición de pasadas desgracias. Un hilo amarillento unía trazos de la tela oscura. El hombre de bolsillos angostos fulminaba con hiedra venenosa la portada de los diarios, las conversaciones matutinas en los trenes y los almuerzos entre compañeros mientras veían las noticias en la televisión. Desde la tierra, fertilizada con las cenizas de osamentas quemadas durante una memoria infrahumana, brotaban los mismos pasos que en siglos pasados anhelaban exterminar las sangres prohibidas. La masa no se asustaba con las osamentas soterradas, incluso sugirieron taparlas con una pared de cemento para no interrumpir la trayectoria del viaje.
Un largo pasillo de seguidores del magnate empujaba y agredía verbalmente a una joven negra. Al final de tal pasillo un veterano de la guerra, viejo protector de las cincuenta estrellas, ponía sus dos manos cayadas sobre los hombros joviales de la diversidad, en una renacida temporada de cacería. En el podio explotaba otra dinamitada mentira, los otros volvían a aplaudir. El engaño subía de tono y todos la repetían, a coro, como si un grupo de rock and roll estuviera en medio de un concierto. Se prometían paredes, invasiones, corredores de la muerte, deportaciones…
Al ver y escuchar el fugaz cintillo insensato de contracciones humanas, los detractores imaginaban una grúa gigante, de esas que chocan con los climas cambiantes que muchos ignoran, cayendo desde la azotea de un rascacielos neoyorquino. Visualizaban un gran muro ordinario, macizo, con puntas de lenguas venenosas como relieve, con una tiara repleta de púas anti-corrosivas. Cada filo portaría un hambre ártica, como el oso polar que comete canibalismo al devorarse a un cachorro por falta de focas en medio del deshielo. Paredón alto, con fuegos sin lumbre ni sombras, siglos de plástico enclaustrados en el armazón; como si la humanidad no hubiera avanzado y a lo lejos regresaran los T-Rex y anquilosaurios.
El hombre necio, con una cantidad de dinero desconocida, porque hasta en eso mentía, con apellido maquillado con consonantes eliminadas, continuaba sobre la tarima de un municipio diminuto, su conversatorio burlándose de sus homogéneos, de la gente de pueblos pequeños. Pero no importaba, la claque seguidora se alebrestaba con cada insulto que el hombre lanzaba al aire gris. Desde lejos se respiraba el hollín de hornos recién comprados al recibir sus primeras calenturas, para evitar que ocurrieran desperfectos cuando llegara el momento de lanzar cuerpos. 
Los ataques de sus rivales crecían, pero el apoyo no mermaba. Lo que fue un chiste al inicio se había convertido en una pesadilla al final. El miedo recuperó las tierras sumergidas por un período existencial coloso, lleno de esperanza y patriotismo. El hombre del pelo silvestre, como si fuera otro de esos proyectos quebrados, promovidos por sus corporaciones, mandaba a edificar las primeras barras de una celda que caería desde el cielo sobre todos esos espacios definidos como intrusos, socialistas y difamadores… ¡Los demandaré! Era parte de su eslogan hasta que presidió. Ser presidente era la última cabeza dentro del cuarto de trofeos con cabezas de animales selváticos.

Y los cuerpos volvieron a colgarse de las ramas. Se quemaron cerros de libros. El armamento militar pobló las calles. Las puertas no lograron proteger el coraje por parte de una letrina con labios ciegos. La nación volvió a ser lo que fue.

***

Luis Francisco Cintrón Morales nació en San Juan, Puerto Rico en el 1976.  Es autor del poemario Microgramas de sol (micropoesía) publicado con la editorial Casa de los Poetas y del libro de narrativa La Ciudad en mi estómago con la editorial Verde Blanco Ediciones. Además ha sido publicado en antologías, blogs, revistas y periódicos electrónicos en Puerto Rico, España, México y Argentina, por su poesía, narrativa, ensayos y columnas deportivas y de crítica social.

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