Pálida, con los ojos hundidos, la mirada perdida y sangre en la boca, Cándida observaba a su hermano Ramón, quien la cuidaba y le decía con los ojos hinchados, que no se preocupase que todo estaría bien. Cándida lo observaba con pena, sabía que él le mentía, sabía que no existía cura y que el fin estaba cerca. Fue entonces cuando levantando su dedo índice señaló el gancho donde colgaba el vestido blanco, miró a Ramón y casi sin poder hablar le pidió de favor que fuera el último. Ramón asintió con la cabeza mientras Cándida continuaba mirando lo blanco que era y recordaba el día que llegó mientras sus ojos se nublaban para nunca más ver la luz.
Cándida estaba emocionada, a través de sus ojos se distinguía el blanco
diseño de su vestido de novia. Lo miraba colgado del gancho que lo sostenía incrédula
de que al fin hubiera llegado y que fuera de ella, jamás en su pobreza soñó con
algo así. Había pasado mucho tiempo desde que lo ordenaron en San Juan. Y fue
la tía Juana (la de más dinero en la familia) quien se lo compró. La tía las quería
mucho desde que murió su hermano, ellas pasaron a ser sus sobrinas favoritas y
les había prometido dejarles en herencia todas sus alhajas.
Recordaba a su amado Héctor y se imaginaba lo sorprendido que estaría cuando
su hermano la entregara en la iglesia y el la observara con semejante vestido.
Sería en Julio la celebración de su boda, en Julio de 1936 poco después de
cumplir sus 21 años y estaba segura que Héctor quedaría deslumbrado por lo
hermosa que se vería con ese vestido. En sus ojos se dibujaba la sonrisa de
ensueño y esperanza.
Las hermanas que llegaron después que ella de recoger el café, le
preguntaron que si había llegado e insistentes le pedían que lo mostrase. Y Cándida
no se hizo de rogar no sólo lo mostró sino que se lo probó y hasta danzó con el
simulando el tradicional vals. Le encantaron los encajes que tenia y lo suave
que era. Había que cuidarlo, no podía darse el lujo de que se manchara, por lo
que se lo quitó rápidamente y lo guardó en el empaque donde había llegado.
La noticia corrió por el pueblito como pólvora y todos sabían que ya ese
casamiento sería inminente. No todos recibieron la noticia con agrado Severina
estaba molesta; no soportaba la idea que Cándida se casase con Héctor, destrozando
el corazón de su hija Carmen. Carmen amaba a Héctor pues este, antes de comprometerse
con Cándida, le había hablado en más de una ocasión a la salida de la iglesia y
en las frecuentes vueltas que los jóvenes daban alrededor de la plaza pública.
Pero lamentablemente todo había terminado entre ellos hacia más de dos años y
Carmen lo sufría en secreto. Además de su madre sólo las estrellas eran testigo
del dolor y las lágrimas que Carmen derramaba por Héctor.
Héctor había tenido problemas al principio de su noviazgo con el hermano de
Cándida pues al ser huérfanos era este quien la protegía y alimentaba junto a
tres hermanas más. El entendía que Ramón tenía que ser así; era la única manera
de imponer respeto y que no le tomaran las hermanas por mujeres fáciles.
Héctor le había mostrado sus buenas intenciones, incluso estaba
construyendo una casita en un predio de la finca de su padre; trabajaba como
un animal ya fuera sembrando, como cortando caña; el hombre había probado lo
buen proveedor que sería y Ramón estaba seguro que su hermana no pasaría
necesidad ni hambre a su lado.
El dolor embargó aun más a Severina cuando Jacinto su único sobrino murió
de tuberculosis, enfermedad temida e incurable en ese tiempo. Severina fue de
las pocas que ayudó a su hermana a preparar el cadáver. Tenían que darle el
último baño y fueron pocos los que por temor le ayudaron. Era terrible, había
llegado la sombra de muerte al pueblo, y sabían que no pocos lo acompañarían en
su viaje sin retorno.
Poco se sabía de la enfermedad, la llamaban tisis y lo único seguro era que
mataba sin distinción. Todas las semanas se enterraba a alguien. Ramón,
temeroso que le ocurriera algo a sus hermanas, tomo previsiones y las mandó con
la tía Juana al pueblo de Isabela, el cual quedaba lejos de esa zona. Ni él ni Héctor
se fueron, tenían que trabajar para poder vivir y Cándida y sus hermanas
lloraban por la suerte de su hermano y futuro esposo respectivamente.
El camino era largo lo más prudente era tomar la carreta hasta Barceloneta
y de ahí el tren, hasta cerca de Isabela donde la tía Juana les esperaría; era
casi un día de viaje. Tomaba más de un día el prepararse, por lo que Cándida le
pidió de favor a su amiga que la ayudase, Adela gustosamente le ayudo
preparando lo que comerían por el camino, de esa manera ahorrarían tiempo y podían
irse antes.
Era casi hora de irse y Adela no aparecía con la fiambrera, Cándida se
estaba desesperando cuando llegó Adela y le dijo:
— Te tengo una sorpresa, te conseguí pasteles, pero estos son sólo para ti.
Cándida sonrió, tomo la fiambrera y la carreta se puso en marcha. El día
era perfecto para viajar, sol brillante pero no muy caliente, brisa fresca, en
fin, el clima era agradable y Cándida no podía esperar a llegar al tren para
poder comerse los pasteles que le había traído Adela y el soltarle las amarras
era casi un ritual.
La tía Juana las recibió con alegría, las buscó en la estación y las llevó
a casa, todo parecía perfecto y las niñas estaban contentas por que al menos lo
tomaban como vacaciones. Isabela era linda, tenia playa y tenia más vida que el
barrio de donde venían. No esperaron a acomodarse cuando le pidieron permiso a
la tía para tomar aire fresco afuera. La casa de la tía era grande y se veía el
mar; era una vista hermosa y el sonido del mar era arrullador. Observó el color
rojizo del cielo en la tarde y sintió nostalgia pues ese color era para ellos
augurio de tragedias.
Pasaron varios días cuando la tía Juana notó lo pálida que se encontraba Cándida
llamó al doctor y este le recomendó descanso; mucho descanso. En un aparte con
la tía Juana le dijo que temía que fuera Tisis que ojalá que no, pero que todos
los síntomas eran de un tísico.
La noticia fue devastadora para Ramón, queriendo alejar a Cándida del
peligro entendía que la había lanzado a él. ¿Sería en la carreta o en el tren?
¿quien se le habría pegado con el mensaje de la muerte? Lloró y se sintió
culpable había sido él quien la había condenado, le dio la funesta noticia a
Héctor quien se devastó y deseó correr a verla sin pensar en las consecuencias
de un posible contagio.
Ya tísica lo mejor era volver, temía contagiar sus hermanas además deseaba
antes de morir ver a Héctor, su Héctor. Cuando Cándida llegó la estaban
esperando Ramón, Héctor, Adela, Severina y varios vecinos más. Adela se notaba
destrozada, su rostro reflejaba las noches que no había dormido se notaba aún
peor que Ramón y Héctor, y como no estarlo era su mejor amiga. La expresión de
doña Severina era la de que había ocurrido un mal necesario. Tristemente para Cándida
Carmen tenía el camino libre para consolar a Héctor y esto era bueno para su
hija.
A Cándida la enterraron un Lunes bajo un cielo barruntoso y gris. Ramón le pidió
a la tía Juana que se quedara con las niñas un tiempo más en lo que sus
emociones se estabilizaban.
Ramón se enfermó, pero no de tisis, estaba enfermo del alma, se culpaba de
la muerte de su hermana, comenzó a tomar y dejo de comer. Adela se fue a vivir
a San Juan a los pocos días del sepelio. Héctor dejo de trabajar en la casita
que estaba construyendo y se encerró en la casa de sus padres. Sólo los bejucos
y animales realengos habitarían la estructura en los años venideros.
La prima de Adela, Marta; al notar el desmejoramiento de Ramón comenzó a
visitarlo y a llevarle comida, ella quería mucho a Cándida y más que extrañarle
le molestó la repentina decisión de Adela de mudarse a San Juan. Admiraba y al
parecer amaba a Ramón en secreto; desde que quedando huérfano de padre y madre,
siendo aun un muchacho había trabajado como un burro para mantener a sus
hermanas menores y las había sacado adelante. Esto le dio valor para contarle
lo que ella pensaba que había ocurrido.
La mañana que Cándida salió para Isabela Adela le había llevado pasteles,
estos pasteles no se habían preparado en su casa, Adela salió a buscarlos. Los
buscó en casa de Severina, donde había muerto su sobrino. Marta estaba
convencida que esos pasteles los habían hervido con el agua que habían bañado
al sobrino muerto de doña Severina y que así se le había pegado la enfermedad a
Cándida; sino ¿por qué Adela se había ido?
Ramón quedó perplejo, no podía creer lo que salía de la boca de Marta, ¿Qué qué, tú me dices?, fueron su únicas palabras las cuales repitió más de una vez.
Pero ¿cómo probarlo? Sabía que doña Severina era capaz de eso y mucho más, la
llamaban la bruja y el ya no dudaba que lo era. Pero ¿por qué? Cuál era su
motivación para querer muerta a su hermana. Y porqué razón Adela se prestaría
para semejante mal. Marta le dijo:
— La razón de Severina es Carmen, la
de Adela aún no la sé.
Fue así como comenzó a asistir a reuniones espiritistas, una tras otra sin
tener respuesta ni certeza de lo que le había ocurrido a su hermana. Intentaba
contactarla, que Cándida le dijera lo que había pasado. Pasaron meses de búsqueda
de la verdad y ya perdiendo las esperanzas se le acercó una anciana que le dijo
que aquí en Puerto Rico nadie le daría respuestas la bruja era poderosa y estas
tenía que buscarlas afuera. Que fuera a Islas Vírgenes que ahí conseguiría lo
que estaba buscando.
Ramón lo preparó todo y tomó un vuelo, el avión era nuevo tenía dos motores
y cabían sobre 30 personas, en menos de una hora habían llegado, casi no lo creía
tardo más de Florida a San Juan que de Puerto Rico a Santa Cruz por primera vez
le fascinó los avances de la ciencia y se dio cuenta de los grandes cambios que
experimentaría este siglo.
Cuando por fin llegó a su destino sintió el ambiente cargado, no conocía a
nadie y estaba un poco temeroso. Todas las personas en la habitación se
sentaron y la mesa era enorme. La persona que presidia la sesión luego de fumar
y beber agua ardiente comenzó a nombrar personas y a darles mensajes; pues para
eso era que estaban allí.
Ramón en parte se sentía decepcionado pues los mensajes no eran explícitos, eran simples oraciones que no llegaban a más de siete palabras. Y como él lo observó era que llamaban por su nombre a alguien y este se ponía de pie, y en ese momento le daban el mensaje que había ido a buscar; mensajes del más allá. Pensó, esto es una farsa, el los conoce; por eso los llama por su nombre.
Habían pasado unos 30 minutos cuando escuchó su nombre.
— Ramón, ¿alguien se llama Ramón?
Êl se levantó y con voz firme dijo sí, yo soy Ramón. En ese momento la que
presidia se levantó de su asiento, lo miró fijamente mientras volteaba los ojos
dejándolos blancos y sus brazos y manos se trincaron para abrir su boca y con
voz ronca decir:
— Ramón, lo del pastel es cierto.
***
Finalizó su bachillerato y maestría en la UPR de Rio Piedras. Labora como voluntario en la Asociación de Lideres Escutistas y en la tropa 168. Es el guionista de la Obra de semana santa en el barrio Amelia.
Esto sí que es una buena noticia. Ya sabíamos de las historias que Luis Pérez nos iba relatando entre tertulias. Verlas ahora, escritas en este medio, es una experiencia que valoramos. Gracias Luis, Gracias señor editor de Confesiones, Angelo Negrón. Carlos Esteban Cana
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