por Carlos Esteban Cana
Antonio Aguado Charneco es uno de los grandes escritores puertorriqueños. Su obra es vasta. Inmensa. Novelas, ensayos, y cuentos. Todo lo ha ido creando, silenciosamente, con el paso de los años. A diferencia de otros escritores que cuentan con la academia como escaparate para divulgar su obra (con todo el modus operandi que implica), Tony ha contado con la presencia de algunos amigos escritores que hemos valorado la excelencia de su obra literaria. Amílcar Cintrón y este servidor, consecuentemente, le animábamos a sacar a luz publica el enorme caudal que representa su obra inédita. Y aunque siempre contestaba renuente a nuestras peticiones, después de un traspié de salud Aguado Charneco prestó oídos.
Durante el mes de diciembre de 2010 se publicará, periódicamente, la Colección Docenas del Hornero que reúne, inicialmente, la cuentística inédita de Aguado Charneco. A este magno acontecimiento editorial se han unido varios escritores del patio, en un proyecto que pretende ser un servicio a la cultura del País. Yolanda Arroyo Pizarro, Ángelo Negron Falcón, Leonor E. Quirorges (a quien sacamos de su exilio literario), Otto Rosa Vélez y el psicólogo social Edison Viera Calderón son los autores que presentan los primeros cinco libros. Narcocuentos, Eroticuentos, Pasiocuentos, Ludicuentos y Mejicuentos son los títulos que circularán durante la navidad del 2010. Dos libros más de la colección, Soseiva Sotaler en los umbrales umbríos y Halitos del averno estarán disponible en el 2011.
Por lo anterior, En las letras, desde Puerto Rico, trae otro adelanto de las Docenas del Hornero de Antonio Aguado Charneco. Se trata del cuento Un tierno crujir, publicado inicialmente en su libro Sendero Umbrío (1995) e incluido en el antológico Halitos del averno.
UN TIERNO CRUJIR
Quisiera no haber regresado. O perderme en el camino de vuelta. No se consiguió el socorro que salimos a buscar. Todo otro lugar está igual que éste... pueblos fantasmas, engullidos por mares de arena, semejando olas las crestas de sus dunas.
Acá solamente el campanario de la iglesia está libre de acumulación arenosa y por sus cuerdas bajé al interior. Adentro encontré estos escritos, que habría preferido no haber leído. Por lo que dicen puedo estar en peligro; los releeré:
“Una rara forma se distanciaba a toda prisa del poblado en dirección al cementerio. En el cielo la luna menguante semejaba una navaja de hoz muy amolada; su luz mortecina apenas posándose en las losas y sobre el revoltiijo de cabellos plateados que, cual fuego fatuo, en línea recta parecía flotar desde el pueblo hasta el camposanto. De súbito el amasijo de argentas hebras descendió al nivel del suelo y se posó al borde de una fosa abierta; a pesar que la lápida tenía un nombre grabado... la tumba estaba vacía. Al rato se esparcieron unos tétricos silbidos, como de almas en pena, por el paraje desolado y un pensamiento revisó el pasado...
Todo empezó con un viento árido, que surgió del sur, soplando día y noche. Luego vino la ausencia total de nubes, que se prolongó por siempre, y... nunca más volvió a llover.
Los ríos comenzaron a mostrar redondos pedruscos alfombrando sus lechos; los fondos resecos de quebradas y riachuelos se resquebrajaron en irregulares trazos geométricos, como losetas de fango y... se malograron todos los cosechos, por supuesto.
El calor excesivo se fue chupando el verdor de los campos y también la humedad prieta del terreno; árboles y arbustos fueron quedando desnudos, su follaje incinerado por un sol que, daba la impresión, salía antes de tiempo y luego rehusaba ponerse... retrasando el anochecer.
El agua de la represa descendía de modo perceptible. Desde el fondo de la laguna artificial fueron resurgiendo las siluetas de estructuras anegadas. Lo primero en emerger fue la cruz de la antigua iglesia, que se fue alargando hasta mostrar su base. Después se evidenció el capitel del campanario y la media esfera de la cúpula.
Una madrugada se escuchó un lastimero tañer, unas campanadas doblando en tono de duelo. Toda la población supo que eran las campanas de la iglesia pero, por miedo supersticioso, no se llegaron hasta el religioso recinto; en vez se movilizaron, sin cruzar palabras, hasta el acantilado arriba de la lagunilla.
Allá evidenciaron perplejos el veloz mermar de las aguas, que dejaba al descubierto la gótica fachada, desfigurada por la acumulación de légamo; el cieno opacando el atrio. Tras intercambiar comentarios, muy por lo bajo, los congregados se fueron dispersando.
Sobre la comunidad rural se fue abanicando un hálito de averno. El aire tórrido del siroco se escurría zumbante, arrancando gemidos de ramas y maderas; orquestando con el ominoso repicar de las campanas, de notas fúnebres, una incesante marcha luctuosa.
Una atmósfera opresiva drenaba las energías, fatigando en demasía a quién se aventurara fuera del resguardo de la sombra. Durante el día sólo las tolvaneras recorrían las calles desiertas; los habitantes solamente salían al anochecer, a cubetear agua del único pozo, cuyo nivel bajaba con celeridad. Todos se convirtieron en noctámbulos, ya que ninguna labor se podía llevar a cabo durante las agobiantes horas solares. Era desde la penumbra que se realizaban las diversas faenas; era durante la noche cuando se carneaban las famélicas reses que apenas subsistían rumiando, en la oscuridad, pajonales chamuscados.
Alguien comentó que el sol se notaba más grande y cercano. En el siguiente día los que intentaron curiosear quedaron afectados de la vista, y ya nadie se atrevió desafiar al fulgurante astro.
El tiempo transcurría muy rutinario. Durante el día ni tan siquiera se entreabrían persianas o visillos, eludiendo el cegador resplandor, evitando respirar aquél aire que lastimaba gargantas y pulmones. Un culto deificante, a lo umbrío, insidiosamente comenzó a organizarse.
Al agotarse los rebaños las aves ponedoras fueron consumidas. Los terrenos continuaron perdiendo el color y la textura: primero la tierra se torno amarillenta y esponjosa, después blanquecina y muy liviana. El viento levantaba grandes polvaredas, apilándolas alrededor de las edificaciones; todas las noches había que palear el polvo para evitar que éste atosigara el pozo y se tragara al poblado. La desertificación se había asentado.
La situación continuaba tornándose más precaria. Las bestias de tiro gradualmente fueron sacrificadas para el consumo, entonces la leña tuvo que ser cargada sobre espaldas que cada vez más se debilitaban. Se arrojaba agua de jabón en la tierra para hacer salir las lombrices y usarlas en sopas.
El consejo de ancianos convocó a reunión de emergencia y, sin mucho argumento, dictaminaron que era preciso salir del candente asedio a buscar ayuda; antes de llegar a total acuerdo se acabó la noche y por el horizonte de levante trepó un furibundo sol, asaeteándolos con rayos ardientes. Todos se apresuraron a esconder sus despigmentadas pieles y proteger las miradas que el excesivo resplandor desenfocaba.
En la próxima noche, a toda prisa, se echaron suertes entre los mejor capacitados; los cuatro seleccionados se aprovisionaron con odres de agua turbia y la carne de una repulsiva ave de rapiña que agonizante del cielo se desplomara. Al comienzo del siguiente anochecer partieron en direcciones opuestas, hacia los principales puntos cardinales.
Mientras el pueblo esperaba, especulando en torno al destino de los expedicionarios, los días desfilaban iguales en una modorra de inactividad. Las noches empequeñecidas contaminaban a muchos con una enervante pereza, con una economía de movimientos, pero no a todos... algunos adeptos de la nueva secta religiosa mantenían en las sombras una febril actividad; otros, de ellos, se reunían en la iglesia, ya dejada al descubierto por las aguas evaporadas, murmurando preces en la penumbra de los cirios y cantando loas a la opaca luz selenita.
El agua tenía que ser trasvasada a reposar en cisternas porque ya salía muy cenagosa. Comenzaron a extraviar su rumbo, hacia ollas y calderos, las mascotas domésticas: gatos y perros, monos y lemúridos, guacamayos, loros y cacatúas.
En aparente contradicción el frío de las noches aumentaba; el insomne quehacer comunitario transcurría alrededor de las hogueras. Las tinieblas se iluminaban y perfumaban con el chisporroteo de la resina en los leños; desde las piras se elevaban las pavesas, confiriéndole duende y magia al entorno, propiciando la atmósfera para el resurgir del arte más antiguo, y en derredor a las fogatas proliferaron los cuenteros.
Las narraciones giraban en relación al agua, hasta que la misma fue alcanzando proporciones míticas. Grandes y chicos escuchaban absortos los relatos de copiosos aguaceros e inundaciones, de largos o caudalosos ríos, y del ancho resplandor de grandes lagos. Muchos recordaban, con nostalgia, la última vez que vieron llover. Alguno contó la leyenda del diluvio y Noé, un constructor de naos; otro la crónica de un lugar dónde la falta del preciado e indispensable líquido fue la causa de una grandísima hambruna, y provocó un desenfreno que culminó en la más abominable aberración de la estirpe humana... tantas veces inhumana.
En varias ocasiones uno, de aquellos narradores de relatos, acaparó la atención contando acerca de los océanos: de sus improbables dimensiones y profundidades, de quiméricos animales que los habitaban y de los monstruos antropófagos que en ellos acechaban; eso hasta que otro cuentador lo eclipsó con fábulas en torno a una gente que vivía sobre una superficie de agua dura, llamada hielo y nieve; muy pocos le creyeron, ello a pesar que un viejo dijo acordarse de una tormenta eléctrica que contenía unas gotas sólidas llamadas granizo.
Una arreciada ola de calor produjo varias muertes; en particular fue muy sentido el fallecimiento del jefe de los concejales. Los difuntos fueron enterrados casi a ras de suelo, ya que los polvorientos arenales impedían cavar con alguna profundidad.
El hambre se agigantaba enanando a las personas. Hasta las simientes, alguna vez guardadas con esperanza, fueron utilizadas como alimento; corrió el rumor que incluso las placentas y cordones umbilicales se aprovechaban... Ya nada se podía dudar de aquellos seres cadavéricos y rostros de calaveras, en las cuales resaltaban ojos inmensos de mirar enloquecido.
Evidencia de la gran necesidad y el desespero fue un incidente... que ocurrió cuando el anciano párroco sorprendió la algarabía de niños y niñas dentro de la capilla; el grupo había perseguido un lagarto y lo atraparon frente al altar, allí mismo lo despedazaron y comenzaron a devorar sus carnes mientras éstas aún se estremecían. Ante la severa mirada de reproche del clérigo los chicuelos huyeron, pero sin dejar de mover los carrillos flecados con sangre. En el suelo quedó la cola del reptil, hipnótica en su espasmódico retorcer.
El venerable monje se inclinó despacio, como en genuflexión, y con delicadeza tomó el rabo con la punta de sus dedos; por un rato observó los sinuosos movimientos, suavemente sacudió los granos de arena adheridos a la escamosa piel; lentamente giró una furtiva mirada y, con la succión de quién engulle un tallarín, adentró el oscilante apéndice en su boca. Luego se alejó, agachado de cabeza, implorando ya sin convicción, tratando en vano de disimular su masticar del tierno crujir. Probablemente ese fue uno de sus peores momentos... quizás no.
La nueva secta se encontraba anquilosada, y ya no seducía nuevos adeptos. El fervor religioso agonizaba al mismo ritmo que la población y no fluía hacia dirección alguna; en aquél lugar, abandonado por las manos divinas, todas las deidades, de antaño u ogaño, eran igual de apáticas a la tragedia que los consumía.
Entonces, cuando toda esperanza de sobrevivir se había perdido, la sacerdotisa del Culto a la Noche anunció una revelación... Bajo el influjo de la luna llena le había acaecido un prodigioso descubrimiento y condujo a los incrédulos hasta el sótano de la iglesia; allí se encontró un gran abasto de carnes: algunas lonjas ahumadas, otras curadas en barriles de salmuera, las más secas al sol... toda una cornucopia de tasajo, cecina y charqui.
Después del hallazgo los prosélitos aumentaron dramáticamente, ya que la cena formaba parte integral de las ceremonias; en vez del simbolismo del vino y el pan, o el lagarto y su sangre, se llevaba a cabo la alegoría con caldo de carne y trozos de la misma.
El clérigo de la antigua religión se fue quedando solo con su liturgia. En varias ocasiones algún exdevoto le llevó una porción de la tan recién descubierta bonanza; él desdeñaba tales ofrecimientos y, antes que calentara la madrugada, pasaba las horas tempranas procurándose el sustento, cazando lagartijas y salamandras... preciando sobre todo las deliciosas colas de crujir delicado. De trasfondo musical lo acompañaba el ocasional cantar de los arenales cuando se deslizaban, coreando, en capas compactas.
Luego llegó el momento en que no pudo más con la cruz de su doble derrota y en un anochecer se marchó, llevándose tan sólo una botija de agua turbia y la horqueta de atrapar reptiles. Salió de la iglesia y paseó la vista por lo que había sido su parroquia. Todavía no comenzaban las ceremonias de la secta lunar y lo único que se movía era el rodar de matojos desraizados; en particular secos arbustos de Rosas de Jericó, desanclados por los vientos, dando unos tumbos circulares, nómadas vegetales del desierto.
Muy de prisa se alejó del poblado atrechando por el cementerio; arriba asomaba la luna en cuarto menguante, tan parecida a la hoja de una guadaña muy afilada, que desmayaba un resplandor mortecino sobre el camposanto; la apocada luz apenas iluminando las lápidas ladeadas y cruces pétreas. Los negros hábitos del religioso se confundían con las tinieblas de la noche, pero la exigua luna confería destellos de plata a su pelo blanco, propiciando una ilusión en la cual su cabello parecía flotar incorpóreo.
En la penumbra el anciano dio un traspiés y cayó de bruces sobre el túmulo de una fosa abierta. El hombre se levantó apoyándose en la piedra lapidaria y en ella leyó el nombre del concejal hacía poco fallecido, pero... aquella tumba estaba desocupada.
Con ojos desorbitados el clérigo atisbó a su alrededor... Evidenció muchas sepulturas excavadas... todas ellas vacías. Por un rato se mantuvo inmóvil. De modo distraído silbó una tonada, a cuyas notas se afianzó el viento del sur, alargándolas, haciéndolas sonar macabras. Con lentitud y cabizbajo el eclesiástico regresó sus pasos hacia el pueblo... Cavilando... cómo mejor enfrentar, y combatir, el contubernio de necrófagos... los devoradores de muertos.
Todo ello ocurrió cuando el abrasador viento del sur y un sol excesivo ofuscaron el raciocinio; poco antes que el hambre sofocara enteramente la humanidad de los habitantes, previo a que se animalaran totalmente; anterior a que comenzaran los sacrificios y los caníbales festines de carne fresca; con antelación a que el intentar aplacar la sed con sangre los enloqueciera del todo; antes que la población se consumiera a si misma, y sólo el último miembro de la cofradía de caníbales... muriera de muerte natural.
Yo, el recopilador (no pude resistir la tentación de aliñar los escritos), duré más que nadie; con probabilidad por mi aspecto poco apetitoso, debido a mis frugales hábitos alimenticios, que me mantuvieron descarnado, cual ánima penante... que en realidad soy, pues, desde que se extinguieron las salamandras y gilas, me la paso rebuscando trabajosamente mi sustento; ahora dónde único puedo encontrar el deleitoso crujir es... en el cartílago de las orejas, que afortunadamente nadie comía y todos desechaban junto al pericráneo.
Durante las horas de claridad no puedo evitar soñarme emboscando el retorno de los expedicionarios de orejas vivas; en las horas despiertas, de la noche, me la paso orando para que se me conceda la fuerza suficiente en... resistir tan grande tentación.”
© Antonio Aguado Charneco
viernes, octubre 29, 2010
jueves, octubre 28, 2010
miércoles, octubre 27, 2010
Desliz
Por: Angelo Negrón ©
Revista purpura me honró hace un tiempo al publicar uno de mis cuentos: aqui el link...
http://revistapurpurapr.com/?p=205
http://revistapurpurapr.com/?p=205
Aqui comparto el escrito
Desliz
Angelo Negrón Falcón
2009-08-12 14:43:51
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Lo encontró llorando en la habitación y abrazando una almohada con fuerza. Se asustó sobremanera. En los quince años que llevaban de casados sólo lo había visto llorar al morir su madre o cuando el segundo de sus tres hijos sufrió un accidente que por poco le cuesta la vida. Angustiada ante las lágrimas de su esposo suspiró hondamente. Adquirió un semblante sereno para buscar ayudarlo y le preguntó cuál era el motivo de tanto sufrimiento. Él seguía llorando sin proferir palabra alguna. Comenzaron las preguntas de rigor que comprendían desde saber si él había perdido el trabajo o si sentía depresión. Él seguía mudo y, aún así, hablaba con su semblante. El dolor que dejaba escapar era gigantesco. Ella, a punto de la desesperación, ya no sabía que más preguntar cuando le escuchó decir entre gimoteos:
— ¡Desde hace unos meses te estoy siendo infiel!
Un grito de angustia brotó de la garganta de la mujer. Comenzó a proferir golpes y arañazos al escuálido cuerpo del hombre que se cubrió lo más que pudo y, que de todos modos, absorbió la paliza de su vida. Le exigió que se largara bajo la advertencia de que no lo mataba para no ensuciarse las manos. Él se esperaba tal reacción. El carácter de ella siempre había sido volátil y ante su desliz comprendía que la había perdido. La vio salir con sus pesados pasos y escuchándola maldecir la hora en que se enamoró. Pensó que lo peor había pasado mientras guardaba su ropa en bolsas negras de las que se usan para la basura. Las lágrimas no dejaban de brotar. Bajaba por las escaleras cuando la vio detenerse frente a la puerta con un rostro que reflejaba la dureza del rencor. Él bajó la cabeza en señal de vergüenza y sumisión.
— Siéntate en el sofá. Debemos hablar — la escuchó decir calmadamente esta vez.
Como un autómata cumplió la orden escuchada. Justo en el momento en que amoldaba su cuerpo al cómodo asiento la vio desmoronarse en llanto. Escuchó la confesión del gran amor que sentía por él y que, en esos pocos segundos, había desenmascarado su capacidad de perdonarlo. Explicó que al verlo llorar de arrepentimiento, por la infidelidad, descubrió que era un verdadero hombre capaz de afrontar sus errores. A pesar de todo había sentido admiración por ese hecho.
— Si prometes no volver a los brazos de esa mujer puedes quedarte — dijo decidida mientras trataba de sonreír.
— Es que no has entendido — contestó con voz temblorosa él — no fue una mujer. Mi desliz fue con un hombre...
Notó como los orificios nasales comenzaron a expenderse y dilatarse rápidamente. También el color rojo que se concentraba veloz en el rostro. Descubrió, además; los ojos que desvariada y aparatosamente comenzaban a temblar justo como sus piernas lo estaban haciendo.
— ¡Ahora si te mato! ¡Eso sí que no!
Dejó abandonadas las bolsas llenas de ropa en el suelo. Salió corriendo al verla entrar en la cocina. En plena calle y a lo lejos, advirtió el cuchillo gigantesco con el que era perseguido de forma amenazante. Escuchaba los insultos que seguían alcanzándolo y demostrándole que debió quedarse callado y no confesar absolutamente nada.
— Eso, que no le dije que me gustó — pensó fatigado de tanto correr.
El arrepentimiento le taladraba el cerebro, sobre todo cuando deliberó que desfilaría en la peor soledad los últimos días de su vida. Nadie lo había amado como aquella temperamental mujer de la que ahora huía sin remedio y a la que también amaba sinceramente a pesar de aquel desacierto. Rememoró en segundos todas las vivencias de aquellos meses; desde el instante en que borracho y por curiosidad se entregó a un hombre, pasando por los siguientes encuentros y llegando a esa mañana cuando su amada lo encontró llorando en su cama después de la preocupada cita con un doctor y no pudo evitar volver a llorar. A pesar de que su agitado corazón ya parecía explotar no se detuvo pues aún la escuchaba gritando improperios y extenuado recapacitó:
— Peor me hubiese ido si le confieso la verdad sobre el virus del sida que ahora portamos los tres...
Desliz
Angelo Negrón Falcón
2009-08-12 14:43:51
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Lo encontró llorando en la habitación y abrazando una almohada con fuerza. Se asustó sobremanera. En los quince años que llevaban de casados sólo lo había visto llorar al morir su madre o cuando el segundo de sus tres hijos sufrió un accidente que por poco le cuesta la vida. Angustiada ante las lágrimas de su esposo suspiró hondamente. Adquirió un semblante sereno para buscar ayudarlo y le preguntó cuál era el motivo de tanto sufrimiento. Él seguía llorando sin proferir palabra alguna. Comenzaron las preguntas de rigor que comprendían desde saber si él había perdido el trabajo o si sentía depresión. Él seguía mudo y, aún así, hablaba con su semblante. El dolor que dejaba escapar era gigantesco. Ella, a punto de la desesperación, ya no sabía que más preguntar cuando le escuchó decir entre gimoteos:
— ¡Desde hace unos meses te estoy siendo infiel!
Un grito de angustia brotó de la garganta de la mujer. Comenzó a proferir golpes y arañazos al escuálido cuerpo del hombre que se cubrió lo más que pudo y, que de todos modos, absorbió la paliza de su vida. Le exigió que se largara bajo la advertencia de que no lo mataba para no ensuciarse las manos. Él se esperaba tal reacción. El carácter de ella siempre había sido volátil y ante su desliz comprendía que la había perdido. La vio salir con sus pesados pasos y escuchándola maldecir la hora en que se enamoró. Pensó que lo peor había pasado mientras guardaba su ropa en bolsas negras de las que se usan para la basura. Las lágrimas no dejaban de brotar. Bajaba por las escaleras cuando la vio detenerse frente a la puerta con un rostro que reflejaba la dureza del rencor. Él bajó la cabeza en señal de vergüenza y sumisión.
— Siéntate en el sofá. Debemos hablar — la escuchó decir calmadamente esta vez.
Como un autómata cumplió la orden escuchada. Justo en el momento en que amoldaba su cuerpo al cómodo asiento la vio desmoronarse en llanto. Escuchó la confesión del gran amor que sentía por él y que, en esos pocos segundos, había desenmascarado su capacidad de perdonarlo. Explicó que al verlo llorar de arrepentimiento, por la infidelidad, descubrió que era un verdadero hombre capaz de afrontar sus errores. A pesar de todo había sentido admiración por ese hecho.
— Si prometes no volver a los brazos de esa mujer puedes quedarte — dijo decidida mientras trataba de sonreír.
— Es que no has entendido — contestó con voz temblorosa él — no fue una mujer. Mi desliz fue con un hombre...
Notó como los orificios nasales comenzaron a expenderse y dilatarse rápidamente. También el color rojo que se concentraba veloz en el rostro. Descubrió, además; los ojos que desvariada y aparatosamente comenzaban a temblar justo como sus piernas lo estaban haciendo.
— ¡Ahora si te mato! ¡Eso sí que no!
Dejó abandonadas las bolsas llenas de ropa en el suelo. Salió corriendo al verla entrar en la cocina. En plena calle y a lo lejos, advirtió el cuchillo gigantesco con el que era perseguido de forma amenazante. Escuchaba los insultos que seguían alcanzándolo y demostrándole que debió quedarse callado y no confesar absolutamente nada.
— Eso, que no le dije que me gustó — pensó fatigado de tanto correr.
El arrepentimiento le taladraba el cerebro, sobre todo cuando deliberó que desfilaría en la peor soledad los últimos días de su vida. Nadie lo había amado como aquella temperamental mujer de la que ahora huía sin remedio y a la que también amaba sinceramente a pesar de aquel desacierto. Rememoró en segundos todas las vivencias de aquellos meses; desde el instante en que borracho y por curiosidad se entregó a un hombre, pasando por los siguientes encuentros y llegando a esa mañana cuando su amada lo encontró llorando en su cama después de la preocupada cita con un doctor y no pudo evitar volver a llorar. A pesar de que su agitado corazón ya parecía explotar no se detuvo pues aún la escuchaba gritando improperios y extenuado recapacitó:
— Peor me hubiese ido si le confieso la verdad sobre el virus del sida que ahora portamos los tres...
sábado, octubre 23, 2010
Centinela Sideral
Por Angelo Negrón
Mi espera fue acompañada por los árboles y los pájaros del parque y, aún así, la soledad me caló en los huesos. Según pasaron los segundos la esperanza fue alejándose de mi ser y como inevitable incongruencia el dolor, que habita en los seres enamorados, me recogió de aquella banqueta y me hizo salir del lugar; no sin antes propagar las flores. Las esparcí de pétalo en pétalo, mientras en clásico interrogatorio les cuestionaba sí me querías o no. Por esto; aunque la esperanza desapareció al no verte llegar, salí de allí sonriendo ante la respuesta de un sí y con la certeza de que paulatinamente ganaría esperanzas perdidas.
Una carcajada se me escapó y recosté mi espalda en el suelo. Justo en ese momento divisé la luna que en cuarto menguante me sonreía. La observé por largo rato. En la oscuridad de la noche tardía decidí que esperaría el amanecer despierto. Busqué algunos cojines en la sala y los esparcí en el lugar. Me acompañé de vino tinto y música suave. Decidí dedicarme a esperar alguna estrella fugaz a la cual pedirle por deseo poseerte. Ante tal idea me levanté nuevamente, esta vez, para buscar el viejo telescopio que guardaba como reliquia desde niño. Acaricié las iniciales de mi nombre y apellidos que había tallado en su pintura para identificarlo como mío inmediatamente me lo obsequiaron. Miré a través de su orificio y me percaté de que ya no funcionaba. Los lentes estaban extrañamente manchados y lo arrojé a un lado.
¡Cuánto daría por poder admirar las ochenta y ocho constelaciones al mismo tiempo! Es tan relajante mirar al cielo. La verdad es que estaba logrando poner mi mente en blanco hasta que descubrí a una hermosa constelación del cielo nórdico. Me enfoqué en la estrella polar escudriñando la forma de disimular el hecho de comparar a Casiopea con la primera letra de tu nombre y es que: Esa constelación guarda esa forma. Miré a derecha e izquierda. Las estrellas parecían ser tus aliadas en el recuerdo que emanaba en mí sin pedirlo. Perseo, Cefeo y Dragón parecían moverse a velocidad vertiginosa y me di cuenta, algo tarde, de que en realidad sufría un mareo.
Abrí mis ojos. Acostumbrarme otra vez al lugar en que me encontraba tendido me dificultó, un tanto, enfocarme en Casiopea. En lugar de sus siete estrellas pude contar unas diez posicionadas de forma muy extraña. Observé a mí alrededor tratando de identificar si estaba en el mismo lugar o había viajado astralmente a otro lejano en el que no podía reconocer los grupos de estrellas que adornaban la noche. Pensé que estaba soñando o alucinando por el mareo sufrido.
...La oscuridad ya no era mi cómplice. El sol en el que se convirtieron las diez estrellas ya se había elevado un poco más en el horizonte. El cántico de las aves me recordó el parque en el que nos veríamos el día antes. Sonreí como agradeciendo no haberte encontrado. Gracias a esto acababa y comenzaba por disfrutar del maravilloso juego del amor puro y verdadero. Ese en el que no existe distancia. En el que no importa la curvatura del espacio, sino el arqueo de tu espalda desnuda y recibiendo caricias de mis manos que se antojan de retribuir el goce que reciben al tocarte.
Palpé mi pecho. La medalla de plata que me regalaste, alegórica al calendario azteca, me recordó la máxima de que lo mejor que existe es un día tras otro. No debía dudarlo; nos encontraríamos nuevamente. Ya fuese en las diez estrellas que llevan tu alias o en el sol de tu alma. Si observo bien te hallaré esta noche. El menguante de la luna no encubrirá ante mí su realidad simbólica; la sonrisa que me brindaste por primera vez o quizá debes ser tú, sonriéndome aún. Sólo sé que en mis días eres sol y en mis noches eres luna y que normalmente es a la inversa; te conviertes en sol de mis noches y en luna de mis días. Ciclos estupendos que me traen tu presencia.
La gravedad de este mundo no logra detenerme de pie cuando me haces volar. Mi piel se vuelve tan liviana. Mi alma pasea entre auroras boreales y meteoritos en la exploración de tu encuentro. Por eso mañana y siempre volveré al parque con la ilusión de encontrarte sentada en una banqueta mientras escribes alguna poesía o exiges que el universo sea cómplice de tus deseos más secretos.
...Habrás notado que hablo como si hubiésemos hecho el amor apenas anoche. La verdad, y tú lo sabes, así fue. Te lo expliqué hace unos momentos y perdona la redundancia al resumirlo nuevamente, pero me encanta recordarlo. Te estuve poseyendo toda la noche. El aire y el suelo — fríos por demás — no pudieron evitar las altas temperaturas en mi interior. Y es que mientras admiraba el cielo me convertí en Nova. Adquirí temporalmente brillo superior al normal y decrecí luego en fluctuaciones, en espasmos latentes y fuertes mientras te veía transformarte de constelación a sol para surgir justo al amanecer.
La policía acaba de visitarme. Alguien le fue con el chisme. Aseguran que si vuelvo a desnudarme en el patio me multaran. No te preocupes: Ya reflexioné sobre la forma en que evitaré ser descubierto desnudo. No, no es lo que piensas. No visitaré, (a menos que me invites) alguna playa nudista. Cuando te vea; te invitaré a mi cama, donde me convertiré nuevamente en Súper Nova y tú en constelación. Ambos daremos nuevo significado a la teoría del “Big Bang” creando un universo donde sólo estemos tú y yo.
El calor me atormentaba y decidí salir de la casa por un rato. Al pasar el umbral de la puerta me tropecé con algo en el suelo. Al caer expuse mis manos como mecanismo de defensa y evité con esto algún golpe extra en el rostro. No pude evitar maldecir. Mientras me levantaba, un dolor en el tobillo me hizo ceder y caer nuevamente al piso. Llevé mis manos a mi pierna derecha y solté un alarido de dolor. Busqué sentarme y distinguir con que me tropecé. Al acostumbrar mis ojos a la oscuridad divisé el tiesto de barro que en la mañana había dejado vació gracias a las flores que le arranqué con la excusa de llevártelas.
Maldije mi recién caída y también el hecho de no encontrarte en la mañana para entregártelas. La brisa azotó mi cabello. La frialdad de la noche bañó mi sudor y me hizo sentir confortable. Volví a tocar mi tobillo. Me percaté de que ya no sentía dolor. Al posar la mano en el piso para impulsarme reparé en que el suelo estaba frío. Noté que me haría bien recostarme y regalarle algunos segundos a mi mente sedienta de olvido. Para sentirme a gusto decidí desnudarme. Me quité camisilla, pantalón y bóxer sin temor a que algún vecino entrometido y santurrón le fuese con el chisme a alguien, o me llamara la atención, pues la oscuridad sería el camuflaje perfecto.
Pasé sentado algunos minutos. Perdido en el recuerdo de las últimas horas. Rememorando la forma en que salí de casa con la ilusión de verte y regalarte tus flores preferidas. Te diría la verdad; que llevaba meses cultivándolas con la intención de entregártelas con alguna palabra de amor que no hubiese sido pronunciada por mi mirada. Pero no te encontré. Precisamente hoy declararía la visión que llevo conmigo en cada sueño despierto. Justamente hoy te suplicaría cambiáramos nuestras vidas dispersas y fuésemos uno en el espejo de la vida.
Pasé sentado algunos minutos. Perdido en el recuerdo de las últimas horas. Rememorando la forma en que salí de casa con la ilusión de verte y regalarte tus flores preferidas. Te diría la verdad; que llevaba meses cultivándolas con la intención de entregártelas con alguna palabra de amor que no hubiese sido pronunciada por mi mirada. Pero no te encontré. Precisamente hoy declararía la visión que llevo conmigo en cada sueño despierto. Justamente hoy te suplicaría cambiáramos nuestras vidas dispersas y fuésemos uno en el espejo de la vida.
Mi espera fue acompañada por los árboles y los pájaros del parque y, aún así, la soledad me caló en los huesos. Según pasaron los segundos la esperanza fue alejándose de mi ser y como inevitable incongruencia el dolor, que habita en los seres enamorados, me recogió de aquella banqueta y me hizo salir del lugar; no sin antes propagar las flores. Las esparcí de pétalo en pétalo, mientras en clásico interrogatorio les cuestionaba sí me querías o no. Por esto; aunque la esperanza desapareció al no verte llegar, salí de allí sonriendo ante la respuesta de un sí y con la certeza de que paulatinamente ganaría esperanzas perdidas.
Una carcajada se me escapó y recosté mi espalda en el suelo. Justo en ese momento divisé la luna que en cuarto menguante me sonreía. La observé por largo rato. En la oscuridad de la noche tardía decidí que esperaría el amanecer despierto. Busqué algunos cojines en la sala y los esparcí en el lugar. Me acompañé de vino tinto y música suave. Decidí dedicarme a esperar alguna estrella fugaz a la cual pedirle por deseo poseerte. Ante tal idea me levanté nuevamente, esta vez, para buscar el viejo telescopio que guardaba como reliquia desde niño. Acaricié las iniciales de mi nombre y apellidos que había tallado en su pintura para identificarlo como mío inmediatamente me lo obsequiaron. Miré a través de su orificio y me percaté de que ya no funcionaba. Los lentes estaban extrañamente manchados y lo arrojé a un lado.
El frío atacaba mi desnudez sin compasión y, como siempre, me agradaba. Miré al cielo y comencé a construir figuras geométricas con las estrellas y alguno que otro dibujo mal ensamblado con mi dedo índice. Divisé varias constelaciones. Como un estudioso, que en realidad lo que busca es olvidar otros detalles, me envolví en la penumbra de la noche en pensamientos que me apartaran de ti y de este pensarte constante que sólo me hace dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. ¿Cómo le explico a mi cuerpo que abandone sueños despiertos tan maravillosos?
¡Cuánto daría por poder admirar las ochenta y ocho constelaciones al mismo tiempo! Es tan relajante mirar al cielo. La verdad es que estaba logrando poner mi mente en blanco hasta que descubrí a una hermosa constelación del cielo nórdico. Me enfoqué en la estrella polar escudriñando la forma de disimular el hecho de comparar a Casiopea con la primera letra de tu nombre y es que: Esa constelación guarda esa forma. Miré a derecha e izquierda. Las estrellas parecían ser tus aliadas en el recuerdo que emanaba en mí sin pedirlo. Perseo, Cefeo y Dragón parecían moverse a velocidad vertiginosa y me di cuenta, algo tarde, de que en realidad sufría un mareo.
Abrí mis ojos. Acostumbrarme otra vez al lugar en que me encontraba tendido me dificultó, un tanto, enfocarme en Casiopea. En lugar de sus siete estrellas pude contar unas diez posicionadas de forma muy extraña. Observé a mí alrededor tratando de identificar si estaba en el mismo lugar o había viajado astralmente a otro lejano en el que no podía reconocer los grupos de estrellas que adornaban la noche. Pensé que estaba soñando o alucinando por el mareo sufrido.
Al pasar varios minutos y notar que no surgía cambio alguno, ni en el cielo ni en mi estado de ánimo, concluí que estaba alucinando y debía buscar algún libro de astronomía que me explicase aquel evento. Tal vez se debía a alguna alineación de planetas o estaba tan enfocado en esas estrellas que no veía las demás, sólo sé que apenas levanté mi cuerpo desnudo del piso me percaté de lo que sucedía al mirar otra vez al cenit. ¡Era víctima de tu recuerdo!
Apreté mis párpados y volví a recostarme en los cojines. Miré al cielo y allí estaban las diez estrellas, únicas y tan reales como yo. Rogué al cielo que fueran las diez lunas de Saturno, pero ni siquiera la deficiente ley de las distancias planetarias de Elert Bode me ayudaría en tal teoría. Construyendo especulaciones volví a la razón indiscutible; ¡Te estaba pensando!
Las contemplé como un grupo de estrellas y la bauticé con tu nombre. Esa constelación no era tan hermosa como tú, pero al menos ya no me negaría a aceptar mi realidad. Mirándolas detenidamente, de norte a sur, comencé por las primeras dos, una al lado de la otra me hicieron descubrir tus ojos. En ellos me derramé y observé los míos. Mi mano se perdió en caricias, con ganas de una rápida erección, pues tus ojos excitan y regalan pasión de sólo verlos.
Busqué la próxima estrella. En ella encontré tu boca; sedienta de besos y dispuesta a besar. Carnosos labios que brillan rojos de ganas, aún ante la ausencia de lápiz labial. Mismos que sueño conquistar y hacerlos no tuyos, sino, sólo míos.
Más abajo; dos estrellas fulgurantes rememoraron tus pezones. Alertas y a favor de alimentar mis ansias. Cerré los ojos como buscando acercarme a tus pechos; víctimas de un escote pronunciado. Sólo me dejaba ver la curvatura de tus senos y algunos lunares. Al quitarte el sostén y divisar las dos estrellas pude palpar tus círculos concéntricos. Demandé al cielo detener el tiempo para saborear a plenitud toda tu piel.
Dos estrellas más; una al este, otra al oeste. Me dejaron saber que eran tus manos. Cultas en el arte de acariciar y proveer placer. Ambas se extendieron hacia mí y se ocuparon de abastecerme de arrumacos. Brindándome delicias aún no vividas. Catapultándome justo entre sus dimensiones y convirtiéndome en esclavo de su centellear.
En mi camino hacia el sur vislumbré un lucero solitario. Su resplandor alumbraba piramidalmente invertido. Como revelación encontré que se trataba de tu intimidad. Mis manos hurgaron en el espacio buscando acariciar el astro que le representaba. Sonreí sin disimular mientras mi lengua bañaba mis labios en señal de apetencia. Mis sentidos se enfocaron todos al unísono en tu presencia etérea que sin esfuerzo se hacía viva y real como si, estando debajo de ti, recibiera el placer de poseerte.
Mis ojos se escaparon a las dos estrellas restantes. Una justa al lado de la otra en el horizonte. Eran tus pies preparándose a caminar hacia mí. A escalar mi cuerpo como te diera en gana. Dejando huellas que me muestren las latitudes, no de las constelaciones septentrionales, más bien las de tu cuerpo. Mismo que ha logrado que decida excluir de mi vida cualquier telescopio que no enfoque tu cabello. Ninguna Vía Láctea en la que no vivan estas diez estrellas que ejemplifican tu belleza corpórea.
El vertiginoso movimiento de las diez estrellas que fueron uniéndose me provocó algo de vértigo. Las diez se transformaron en una ante el asombro de mi cuerpo desnudo y fatigado de pasión. La soberana luz que todas juntas emanaban me envolvió. Descubrí que se trataba de tu alma; deslumbrante y solitaria en búsqueda de su alma gemela. Estallé y esparcí placeres en el imperturbable suelo. Descubrí que debía pasar toda la noche observando la constelación de tu ser...
Las contemplé como un grupo de estrellas y la bauticé con tu nombre. Esa constelación no era tan hermosa como tú, pero al menos ya no me negaría a aceptar mi realidad. Mirándolas detenidamente, de norte a sur, comencé por las primeras dos, una al lado de la otra me hicieron descubrir tus ojos. En ellos me derramé y observé los míos. Mi mano se perdió en caricias, con ganas de una rápida erección, pues tus ojos excitan y regalan pasión de sólo verlos.
Busqué la próxima estrella. En ella encontré tu boca; sedienta de besos y dispuesta a besar. Carnosos labios que brillan rojos de ganas, aún ante la ausencia de lápiz labial. Mismos que sueño conquistar y hacerlos no tuyos, sino, sólo míos.
Más abajo; dos estrellas fulgurantes rememoraron tus pezones. Alertas y a favor de alimentar mis ansias. Cerré los ojos como buscando acercarme a tus pechos; víctimas de un escote pronunciado. Sólo me dejaba ver la curvatura de tus senos y algunos lunares. Al quitarte el sostén y divisar las dos estrellas pude palpar tus círculos concéntricos. Demandé al cielo detener el tiempo para saborear a plenitud toda tu piel.
Dos estrellas más; una al este, otra al oeste. Me dejaron saber que eran tus manos. Cultas en el arte de acariciar y proveer placer. Ambas se extendieron hacia mí y se ocuparon de abastecerme de arrumacos. Brindándome delicias aún no vividas. Catapultándome justo entre sus dimensiones y convirtiéndome en esclavo de su centellear.
En mi camino hacia el sur vislumbré un lucero solitario. Su resplandor alumbraba piramidalmente invertido. Como revelación encontré que se trataba de tu intimidad. Mis manos hurgaron en el espacio buscando acariciar el astro que le representaba. Sonreí sin disimular mientras mi lengua bañaba mis labios en señal de apetencia. Mis sentidos se enfocaron todos al unísono en tu presencia etérea que sin esfuerzo se hacía viva y real como si, estando debajo de ti, recibiera el placer de poseerte.
Mis ojos se escaparon a las dos estrellas restantes. Una justa al lado de la otra en el horizonte. Eran tus pies preparándose a caminar hacia mí. A escalar mi cuerpo como te diera en gana. Dejando huellas que me muestren las latitudes, no de las constelaciones septentrionales, más bien las de tu cuerpo. Mismo que ha logrado que decida excluir de mi vida cualquier telescopio que no enfoque tu cabello. Ninguna Vía Láctea en la que no vivan estas diez estrellas que ejemplifican tu belleza corpórea.
El vertiginoso movimiento de las diez estrellas que fueron uniéndose me provocó algo de vértigo. Las diez se transformaron en una ante el asombro de mi cuerpo desnudo y fatigado de pasión. La soberana luz que todas juntas emanaban me envolvió. Descubrí que se trataba de tu alma; deslumbrante y solitaria en búsqueda de su alma gemela. Estallé y esparcí placeres en el imperturbable suelo. Descubrí que debía pasar toda la noche observando la constelación de tu ser...
...La oscuridad ya no era mi cómplice. El sol en el que se convirtieron las diez estrellas ya se había elevado un poco más en el horizonte. El cántico de las aves me recordó el parque en el que nos veríamos el día antes. Sonreí como agradeciendo no haberte encontrado. Gracias a esto acababa y comenzaba por disfrutar del maravilloso juego del amor puro y verdadero. Ese en el que no existe distancia. En el que no importa la curvatura del espacio, sino el arqueo de tu espalda desnuda y recibiendo caricias de mis manos que se antojan de retribuir el goce que reciben al tocarte.
Palpé mi pecho. La medalla de plata que me regalaste, alegórica al calendario azteca, me recordó la máxima de que lo mejor que existe es un día tras otro. No debía dudarlo; nos encontraríamos nuevamente. Ya fuese en las diez estrellas que llevan tu alias o en el sol de tu alma. Si observo bien te hallaré esta noche. El menguante de la luna no encubrirá ante mí su realidad simbólica; la sonrisa que me brindaste por primera vez o quizá debes ser tú, sonriéndome aún. Sólo sé que en mis días eres sol y en mis noches eres luna y que normalmente es a la inversa; te conviertes en sol de mis noches y en luna de mis días. Ciclos estupendos que me traen tu presencia.
¡Que real es sentirte a mi lado y descubrirme como un esclavo sideral de ti! Eres cielo y tierra, planeta y estrella, galaxia y universo, alfa y omega.
La gravedad de este mundo no logra detenerme de pie cuando me haces volar. Mi piel se vuelve tan liviana. Mi alma pasea entre auroras boreales y meteoritos en la exploración de tu encuentro. Por eso mañana y siempre volveré al parque con la ilusión de encontrarte sentada en una banqueta mientras escribes alguna poesía o exiges que el universo sea cómplice de tus deseos más secretos.
Sólo espero ser participe de alguna de tus fantasías. Esas que llevas contigo adornando tu vida cuando tu cabello se vuelve cometa y cómplice al transportar en su cola palabras de amor sustentado en historias galácticas. Las que acarreas en tus oídos; dignos recipientes de mis caricias soñadas. Llévame contigo de paseo. Pretendo visitar no sólo las diez estrellas que simbolizan tu cuerpo, también disfrutaré del viaje que me llevará de una estrella a otra. Ese que recorrido por mi ilusión comienza con mis ojos percibiéndote vestida de rojo y termina apreciándote desnuda. Te gocé tanto anoche...
...Habrás notado que hablo como si hubiésemos hecho el amor apenas anoche. La verdad, y tú lo sabes, así fue. Te lo expliqué hace unos momentos y perdona la redundancia al resumirlo nuevamente, pero me encanta recordarlo. Te estuve poseyendo toda la noche. El aire y el suelo — fríos por demás — no pudieron evitar las altas temperaturas en mi interior. Y es que mientras admiraba el cielo me convertí en Nova. Adquirí temporalmente brillo superior al normal y decrecí luego en fluctuaciones, en espasmos latentes y fuertes mientras te veía transformarte de constelación a sol para surgir justo al amanecer.
La policía acaba de visitarme. Alguien le fue con el chisme. Aseguran que si vuelvo a desnudarme en el patio me multaran. No te preocupes: Ya reflexioné sobre la forma en que evitaré ser descubierto desnudo. No, no es lo que piensas. No visitaré, (a menos que me invites) alguna playa nudista. Cuando te vea; te invitaré a mi cama, donde me convertiré nuevamente en Súper Nova y tú en constelación. Ambos daremos nuevo significado a la teoría del “Big Bang” creando un universo donde sólo estemos tú y yo.
¿Qué haré mientras tanto logro seducirte? Simplemente la próxima vez que apetezca encontrarme en el espacio sideral contigo: subiré al techo, donde sé que no llegan miradas indiscretas. Desde allí imploraré a tu constelación mientras me regodeo en placeres para nada solitarios pues tú estarás, justamente como ahora, conmigo...
miércoles, octubre 20, 2010
Presentación del libro Cuentos traidores de Rubis Camacho
Sala de la Facultad, Universidad del Sagrado Corazón
Viernes, 8 de octubre de 2010
UNA INVITACION A SU LECTURA
Por Carlos Esteban Cana
Había llegado a la casa inagotable de La Peña. En los alrededores, un ministro, con libro negro en sus manos, escuchaba a otro “Asociado de Dios” que le recomendaba mandar hacer un trono similar al que decía tener en su propio templo. Otro caballero, chaqueta abierta, miraba, impacientemente, el rolex en su mano derecha, mientras imprecaba a la que llamaba “hermana” desde su celular. En la entrada fui recibido por una niña jorobada. Le expliqué que llevaba conmigo un ejemplar de Cuentos traidores para que la autora y propietaria de La Peña, Rubis Camacho, me lo autografiara. La niña, con mirada diáfana, me dijo: Adelante, usted puede pasar.
En el inmenso patio verde un sacerdote corría detrás de una gata, mientras una ex-profesora de drama, que reconocí de mis años universitarios, lo miraba corajuda desde un sauce. De repente, dos palomas, transfiguradas de blanco, cruzaron mi paso y escuché, entre carcajadas, una voz que ordenaba entusiasta: “Baila, Píndora, baila!”, y otra que exclamaba alegremente: “Arcadia!”.
En un banco, una mujer morena con olor a malagueta en los pies, cantaba sonreída la famosa nana del cuco que viene y te comerá, como si tuviera un bebé entre sus brazos. Iba a seguir camino a la residencia pero un anciano, de talante decoroso y decente, me detuvo. Casi le estropeaba con mis zapatos un papel doblado que se le había caído del bolsillo. Hasta ese momento hacía esfuerzos por no juzgar nada, sólo observaba lo que estaba a mi alrededor, en silencio. Pero cuando los ruidos en una fronda cercana se hicieron perceptibles y vi el paso tambaleante de una sierva con una flecha en el costado, comencé a mirar el paisaje de otro modo. Como si todo aquello fuera poco, el vuelo alto de un águila por esos parajes acrecentó mi extrañeza. Ante lo raro del panorama no quise demorar e ingresé a la La Peña.
En la antesala una doctora, así la juzgue por el estetoscopio, acariciaba una tarjeta con la imagen de un niño de ojos grandes y llorosos. En otra esquina, el cuello clerical de un reverendo me animó a preguntar dónde encontraba a la amiga escritora, pero su mirada taciturna, como si resintiera la vastedad del paisaje, me hizo desistir. Pensé, en cambio, abordar a la mujer que llevaba un sombrero de ala corta. Sin embargo, no me pareció prudente interrumpirla porque lucía concentrada en la carta que escribía.
Ya en la sala, el bajo contundente e implacable del regueton imponía su presencia. Entre los muebles, un verdugo limpiaba suavemente, como si sus dedos fueran diestros en caricias, la cuchilla sangrienta de una guillotina. Bajo el intenso rojo de una bombilla giratoria, una pareja, por su parte, se besaba apasionadamente con un cartel a sus espaldas. Un chamán, de esos que aparecen en documentales, manoseaba la cabeza de un guerrillero en lo que supuse era un ritual. Y una mujer maravilla, con brazaletes, atuendo rojo y dorado, giraba sobre sí misma como si del globo terráqueo se tratara.
Cerca de una mesa, repleta de frutas y entremeses, un joven con audífonos, embarraba una cantidad exagerada de chicharrones con queso crema y mantequilla. Parece que vio alguna expresión en mi rostro porque gritó que iba tarde al trabajo y por eso la merienda. Lo que sí me desconcertó fue ver, en el mismo centro de la mesa, un diente amarillento y un corazón latiendo, envueltos en piel de leona.
Un hombre, resplandeciente como antorcha, señaló otro camino. Y el eco cierto de una voz profética se instalaba en el pasillo : ‘Pedro, eres un milagro!’. Aturdido, no sé cómo llegué a la inmensa biblioteca de La Peña, repleta de títulos interesantísimos. No era el único que me encontraba en el sacro recinto. Unas cuantas personalidades conversaban animadamente sobre Cuentos traidores. Yo, que suelo ser tímido, sin recato alguno, quizás por encontrarme entre libros, me acerqué. Uno de los contertulios, flaco, de bigote pequeño, comentaba la traición del propio título del libro y destacaba el lenguaje pulcro, lleno de viveza y color, de aquellas historias. Otro de los hablantes, de barba negra y con cierto aspecto de cazador, puntualizaba que Cuentos traidores no era uno, sino que se trataba de dos libros en realidad. Como si manejara un perfecto decálogo, refería nuestra atención a los primeros nueve cuentos. A partir de la pagina 57, insistía, comenzaba otro libro. Por su parte, la mujer del grupo, con acento francés destacó, sin embargo, el buen manejo que la autora hacía de la tradición y el universo propio de los mitos. Y cuando el último de ellos resaltó el aspecto orgánico del libro (evidente en la cuidada ordenación de los cuentos) y el placer que sintió ante la liviandad que saltaba a sus ojos –sin que lo anterior implicara detalles pueriles en el contenido- vi la luz. De inmediato reconocí en aquellos que validaban el libro de Rubis Camacho al René Marqués de Inmersos en silencio y Una ciudad llamada San Juan, al Horacio Quiroga de Juan Darien y los Cuentos de la Selva, a los Amores de Marguerite Yourcenar y al Italo Calvino de Por qué leer los clásicos y Seis propuestas para el próximo milenio. En ese mismo instante, que me preguntaban acerca de lo que pensaba del libro, el reloj despertador sonó.
Por eso tuve que esperar hasta hoy para que la escritora puertorriqueña Rubis Camacho me autografiara este excelente libro.
Muchas gracias.
Carlos Esteban Cana es comunicador y escritor. Fundador de la revista y colectivo Taller Literario, un espacio de democratización en las letras puertorriqueñas. Se ha desempeñado como coordinador editorial, periodista cultural independiente, y ha laborado además en la industria televisiva. Su obra creativa se ha publicado en revistas y periódicos nacionales como El Sótano 00931, Ciudad Seva, Narrativa Puertorriqueña, Letras Salvajes, CulturA, Diálogo y El Nuevo Día, entre otros. En lo que se refiere al ámbito internacional su narrativa y poesía ha sido publicada por Escaner Cultural, Zona de Carga, Palavreiros, Abrace y el Boletín de Nueva York, entre otros. Recientemente algunos de sus cuentos han sido traducidos al italiano. Ha participado, además, en diversos medios de comunicación reflexionando acerca del panorama cultural en el País.
Viernes, 8 de octubre de 2010
UNA INVITACION A SU LECTURA
Por Carlos Esteban Cana
Había llegado a la casa inagotable de La Peña. En los alrededores, un ministro, con libro negro en sus manos, escuchaba a otro “Asociado de Dios” que le recomendaba mandar hacer un trono similar al que decía tener en su propio templo. Otro caballero, chaqueta abierta, miraba, impacientemente, el rolex en su mano derecha, mientras imprecaba a la que llamaba “hermana” desde su celular. En la entrada fui recibido por una niña jorobada. Le expliqué que llevaba conmigo un ejemplar de Cuentos traidores para que la autora y propietaria de La Peña, Rubis Camacho, me lo autografiara. La niña, con mirada diáfana, me dijo: Adelante, usted puede pasar.
En el inmenso patio verde un sacerdote corría detrás de una gata, mientras una ex-profesora de drama, que reconocí de mis años universitarios, lo miraba corajuda desde un sauce. De repente, dos palomas, transfiguradas de blanco, cruzaron mi paso y escuché, entre carcajadas, una voz que ordenaba entusiasta: “Baila, Píndora, baila!”, y otra que exclamaba alegremente: “Arcadia!”.
En un banco, una mujer morena con olor a malagueta en los pies, cantaba sonreída la famosa nana del cuco que viene y te comerá, como si tuviera un bebé entre sus brazos. Iba a seguir camino a la residencia pero un anciano, de talante decoroso y decente, me detuvo. Casi le estropeaba con mis zapatos un papel doblado que se le había caído del bolsillo. Hasta ese momento hacía esfuerzos por no juzgar nada, sólo observaba lo que estaba a mi alrededor, en silencio. Pero cuando los ruidos en una fronda cercana se hicieron perceptibles y vi el paso tambaleante de una sierva con una flecha en el costado, comencé a mirar el paisaje de otro modo. Como si todo aquello fuera poco, el vuelo alto de un águila por esos parajes acrecentó mi extrañeza. Ante lo raro del panorama no quise demorar e ingresé a la La Peña.
En la antesala una doctora, así la juzgue por el estetoscopio, acariciaba una tarjeta con la imagen de un niño de ojos grandes y llorosos. En otra esquina, el cuello clerical de un reverendo me animó a preguntar dónde encontraba a la amiga escritora, pero su mirada taciturna, como si resintiera la vastedad del paisaje, me hizo desistir. Pensé, en cambio, abordar a la mujer que llevaba un sombrero de ala corta. Sin embargo, no me pareció prudente interrumpirla porque lucía concentrada en la carta que escribía.
Ya en la sala, el bajo contundente e implacable del regueton imponía su presencia. Entre los muebles, un verdugo limpiaba suavemente, como si sus dedos fueran diestros en caricias, la cuchilla sangrienta de una guillotina. Bajo el intenso rojo de una bombilla giratoria, una pareja, por su parte, se besaba apasionadamente con un cartel a sus espaldas. Un chamán, de esos que aparecen en documentales, manoseaba la cabeza de un guerrillero en lo que supuse era un ritual. Y una mujer maravilla, con brazaletes, atuendo rojo y dorado, giraba sobre sí misma como si del globo terráqueo se tratara.
Cerca de una mesa, repleta de frutas y entremeses, un joven con audífonos, embarraba una cantidad exagerada de chicharrones con queso crema y mantequilla. Parece que vio alguna expresión en mi rostro porque gritó que iba tarde al trabajo y por eso la merienda. Lo que sí me desconcertó fue ver, en el mismo centro de la mesa, un diente amarillento y un corazón latiendo, envueltos en piel de leona.
Un hombre, resplandeciente como antorcha, señaló otro camino. Y el eco cierto de una voz profética se instalaba en el pasillo : ‘Pedro, eres un milagro!’. Aturdido, no sé cómo llegué a la inmensa biblioteca de La Peña, repleta de títulos interesantísimos. No era el único que me encontraba en el sacro recinto. Unas cuantas personalidades conversaban animadamente sobre Cuentos traidores. Yo, que suelo ser tímido, sin recato alguno, quizás por encontrarme entre libros, me acerqué. Uno de los contertulios, flaco, de bigote pequeño, comentaba la traición del propio título del libro y destacaba el lenguaje pulcro, lleno de viveza y color, de aquellas historias. Otro de los hablantes, de barba negra y con cierto aspecto de cazador, puntualizaba que Cuentos traidores no era uno, sino que se trataba de dos libros en realidad. Como si manejara un perfecto decálogo, refería nuestra atención a los primeros nueve cuentos. A partir de la pagina 57, insistía, comenzaba otro libro. Por su parte, la mujer del grupo, con acento francés destacó, sin embargo, el buen manejo que la autora hacía de la tradición y el universo propio de los mitos. Y cuando el último de ellos resaltó el aspecto orgánico del libro (evidente en la cuidada ordenación de los cuentos) y el placer que sintió ante la liviandad que saltaba a sus ojos –sin que lo anterior implicara detalles pueriles en el contenido- vi la luz. De inmediato reconocí en aquellos que validaban el libro de Rubis Camacho al René Marqués de Inmersos en silencio y Una ciudad llamada San Juan, al Horacio Quiroga de Juan Darien y los Cuentos de la Selva, a los Amores de Marguerite Yourcenar y al Italo Calvino de Por qué leer los clásicos y Seis propuestas para el próximo milenio. En ese mismo instante, que me preguntaban acerca de lo que pensaba del libro, el reloj despertador sonó.
Por eso tuve que esperar hasta hoy para que la escritora puertorriqueña Rubis Camacho me autografiara este excelente libro.
Muchas gracias.
Carlos Esteban Cana es comunicador y escritor. Fundador de la revista y colectivo Taller Literario, un espacio de democratización en las letras puertorriqueñas. Se ha desempeñado como coordinador editorial, periodista cultural independiente, y ha laborado además en la industria televisiva. Su obra creativa se ha publicado en revistas y periódicos nacionales como El Sótano 00931, Ciudad Seva, Narrativa Puertorriqueña, Letras Salvajes, CulturA, Diálogo y El Nuevo Día, entre otros. En lo que se refiere al ámbito internacional su narrativa y poesía ha sido publicada por Escaner Cultural, Zona de Carga, Palavreiros, Abrace y el Boletín de Nueva York, entre otros. Recientemente algunos de sus cuentos han sido traducidos al italiano. Ha participado, además, en diversos medios de comunicación reflexionando acerca del panorama cultural en el País.
sábado, octubre 16, 2010
El árbol
Por Angelo Negrón
Estacionó su auto y la observé caminar hacía mi. Su caminar danzarín y muy altivo enarboló mis sentidos. Parecía modelo de pasarela y mi admiración creció un poco más cuando me abrazó en uno de esos inmortales apretones. Me dio un beso que más bien fue un roce de labios y me tomó de la mano para que nos adentráramos al parque. Después de pasar el área de los columpios subimos varios escalones y allí estaba el verdadero entretenimiento del lugar: Su bosque.
Se respiraba paz y sosiego. Transitamos por una vereda hasta que decidimos apostarnos a un lado de un viejo árbol. Nos sentamos en una banca y platicamos. Fue muy poco lo que teníamos que decirnos con palabras. Estábamos al tanto de a que veníamos. Deseábamos besarnos. Besarnos mucho. Que fuésemos uno en un lugar como ese; calmado, lleno de energía natural. Me besó y su beso no fue un tímido roce sino la tormenta que esperábamos. Nos levantamos de la banca y caminamos hacía el árbol. Saltamos algunas raíces hasta llegar al tronco. Allí la acorralé y me acorraló. Beso tras beso nuestros pensamientos fueron desertando este mundo y…
…el árbol comenzó a moverse. Ahogamos el grito de miedo al ver que el árbol se abrió dejando ver su corazón y la corteza que indicaba cuantos años compartidos entre humanos y él existían. Muchas imágenes llegaron en el brillo de sus anillos: Capa tras capa la corteza se movía dejándonos ver a otros amantes…
…primero vimos a una mujer taina y a un mulato. Estaban llamándose por lo bajo con sus nombres. Ella lucía ropas de cacica y respondió al nombre de Yuisa. Él, Pedro Mejías, la rodeó con sus brazos y poco a poco la poseyó...
…después de esa imagen el tronco abierto nos dejó ver a un anciano cavando un hueco donde sembrar las cenizas de su amada…
…saltó a una pareja de recién casados tallando sus nombres a cuchillo en la corteza. Vimos sus nombres aún tallados allí a pesar de que las ropas que usaban denotaban que eso había sucedido hacía más de un siglo…
…luego dos adolescentes buscando sus bocas en la timidez de un cálido beso…
Imagen tras imagen el árbol, nos ofreció una gama de episodios relacionados con visitantes a aquel lugar.
Al cerrarse el tronco todo pareció volver a la normalidad. Y digo “pareció” porque notamos que las aves cantaron más fuerte, el viento fue más placentero, la paz que se respiraba nos decía que si nos desnudábamos allí, podríamos amarnos sin ninguna intromisión humana. De pronto el árbol movió sus ramas y dejó caer miles de hojas verdes. Boquiabiertos observamos al árbol y luego nos miramos. Nos invitaba a utilizarlo de confidente. Sus hojas serian nuestro lecho y sin darnos cuenta nos abrazamos.
Envueltos en nuestros brazos y sedientos de amor nos lanzamos al suelo. Nos desvestimos por completo. Desnudamos carne y espíritu. Comenzó a llover a cantaros y nos percatamos de que la lluvia no mojaba; acariciaba. La tierra pareció abrirse y engullirnos. Nos convertimos en raíces del árbol. Entrelazados, ella y yo, lo escuchamos latir.
— Un árbol con corazón — dije yo.
— Un corazón con raíces — mencionó ella.
A pesar de estar enterrados y ser soportes del árbol nuestros cuerpos zigzagueaban amándose con vehemencia absoluta. Ella arqueó su espalda ante el desvestir cercano de la humedad sensible de su interior. Y se desnudó, no quedó gota que la vistiera…Yo por mi parte fui, literalmente, un volcán. Enterrados allí, en aquel paraíso, nuestros besos no cesaron, sino que se convirtieron en la caricia obligada y en el renacer de nuestras ansias…
Rato después de la lluvia; la luz que se colaba por las ramas nos despertó. El prodigioso árbol aún danzaba. Las raíces despedían brillantes destellos dejando una estela de armonía. Ambos miramos agradecidos al árbol y coincidimos en que nosotros estaríamos en el desfile de eventos que mostraría a alguien más. Al unísono nos pusimos de rodillas y rendimos respeto, cual si fuera un dios, al milenario árbol en cuyas raíces dos almas gemelas acababan de ser parte misma de la naturaleza…
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* El Arbol y la mariposa. Pintura realizada por Stephanie M. Negrón cuando tenía 10 años.
Estacionó su auto y la observé caminar hacía mi. Su caminar danzarín y muy altivo enarboló mis sentidos. Parecía modelo de pasarela y mi admiración creció un poco más cuando me abrazó en uno de esos inmortales apretones. Me dio un beso que más bien fue un roce de labios y me tomó de la mano para que nos adentráramos al parque. Después de pasar el área de los columpios subimos varios escalones y allí estaba el verdadero entretenimiento del lugar: Su bosque.
Pintura por Stephanie M. Negrón |
…el árbol comenzó a moverse. Ahogamos el grito de miedo al ver que el árbol se abrió dejando ver su corazón y la corteza que indicaba cuantos años compartidos entre humanos y él existían. Muchas imágenes llegaron en el brillo de sus anillos: Capa tras capa la corteza se movía dejándonos ver a otros amantes…
…primero vimos a una mujer taina y a un mulato. Estaban llamándose por lo bajo con sus nombres. Ella lucía ropas de cacica y respondió al nombre de Yuisa. Él, Pedro Mejías, la rodeó con sus brazos y poco a poco la poseyó...
…después de esa imagen el tronco abierto nos dejó ver a un anciano cavando un hueco donde sembrar las cenizas de su amada…
…saltó a una pareja de recién casados tallando sus nombres a cuchillo en la corteza. Vimos sus nombres aún tallados allí a pesar de que las ropas que usaban denotaban que eso había sucedido hacía más de un siglo…
…luego dos adolescentes buscando sus bocas en la timidez de un cálido beso…
Imagen tras imagen el árbol, nos ofreció una gama de episodios relacionados con visitantes a aquel lugar.
Al cerrarse el tronco todo pareció volver a la normalidad. Y digo “pareció” porque notamos que las aves cantaron más fuerte, el viento fue más placentero, la paz que se respiraba nos decía que si nos desnudábamos allí, podríamos amarnos sin ninguna intromisión humana. De pronto el árbol movió sus ramas y dejó caer miles de hojas verdes. Boquiabiertos observamos al árbol y luego nos miramos. Nos invitaba a utilizarlo de confidente. Sus hojas serian nuestro lecho y sin darnos cuenta nos abrazamos.
Envueltos en nuestros brazos y sedientos de amor nos lanzamos al suelo. Nos desvestimos por completo. Desnudamos carne y espíritu. Comenzó a llover a cantaros y nos percatamos de que la lluvia no mojaba; acariciaba. La tierra pareció abrirse y engullirnos. Nos convertimos en raíces del árbol. Entrelazados, ella y yo, lo escuchamos latir.
— Un árbol con corazón — dije yo.
— Un corazón con raíces — mencionó ella.
A pesar de estar enterrados y ser soportes del árbol nuestros cuerpos zigzagueaban amándose con vehemencia absoluta. Ella arqueó su espalda ante el desvestir cercano de la humedad sensible de su interior. Y se desnudó, no quedó gota que la vistiera…Yo por mi parte fui, literalmente, un volcán. Enterrados allí, en aquel paraíso, nuestros besos no cesaron, sino que se convirtieron en la caricia obligada y en el renacer de nuestras ansias…
Rato después de la lluvia; la luz que se colaba por las ramas nos despertó. El prodigioso árbol aún danzaba. Las raíces despedían brillantes destellos dejando una estela de armonía. Ambos miramos agradecidos al árbol y coincidimos en que nosotros estaríamos en el desfile de eventos que mostraría a alguien más. Al unísono nos pusimos de rodillas y rendimos respeto, cual si fuera un dios, al milenario árbol en cuyas raíces dos almas gemelas acababan de ser parte misma de la naturaleza…
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* El Arbol y la mariposa. Pintura realizada por Stephanie M. Negrón cuando tenía 10 años.
domingo, octubre 10, 2010
Vano intento
Por: Angelo Negrón ©
Volver al desespero de no tenerla en conversaciones eróticas matinales hacen que grite el consabido vuelve. Las heridas a quemarropa no cicatrizan. Se quedan abiertas y sangrando sueños encantadores. Me acuerdo de ella y sonrío, pero como disfraz que me engulle fabrico la pared gigantesca que escuda mi tristeza.
Reconozco que no he llorado lo suficiente. Faltan todavía las lagrimas del adiós perpetuo. Pedir perdón al universo por enamorarme del prohibido néctar no está en mis planes. Dibujaré encantamientos cabalísticos con las estrellas de la media noche. Guardaré la luna de sus ojos en el sol de mis tempestades.
Divagaré por recuerdos fallidos que son interrumpidos por latidos desproporcionados. Verme es verla. Espejo es de la agonía de mi antigua felicidad. Aún no comprendo como llegué a idealizarla, a verla como Diosa de la desnudez y el deseo. De un lado de la vertiente de la vida esta ella lanzando guiñadas al mundo y del otro estoy yo ofuscado y rogando una limosna de su amor.
Volar con ella o dormir en su regazo eran la esperanza de los besos que olvidó y que mantengo cautivos en mi alma. Tengo claudicada la razón. No me pertenecen las noches ni los días. Involucrado en el deshacer de llamadas por sorpresa y carcajadas de satisfacción. No soy un buen perdedor. ¿Cómo serlo? Los intentos son sólo eso.
¡No diré nada más! Sé que sus labios húmedos estarán otra vez aquí y fracasaré en el vano intento del olvido…
viernes, octubre 08, 2010
Sentidos
Por: Angelo Negrón ©
Definitivamente te robaste mi vida. Incluyendo un pasado al que detesto por no haberte tenido a mi lado, un presente que adoro por que mis sentidos te pertenecen y un futuro en el que me sueño dentro de la prisión de tus labios; encarcelado en tu alma y siendo victima del vaivén de tu cuerpo. Explota mis sentidos. Ámame de esta forma idónea que sólo tu conoces. Como esclavo que te pertenece te ruego que me honres con tu visita. En esta galera que es nuestro mundo; desnudémonos. Seamos el uno para el otro. Tal como nuestras almas han dictado y tal como nuestros sentidos han evolucionado manifestemos día a día que en cada célula se regocija el amor verdadero...
Te robaste todo mi ser. Lo llevaste contigo a un lugar que aún no reconozco y que me parece comparable al paraíso que se nos prometió en el principio de los tiempos. ¿Fue poco a poco o de inmediato? La verdad es que no estoy seguro. Sólo sé que te has adueñado de cada centímetro de mi vida. El cuándo sucedió es una pregunta para la que no tengo contestación pues todo esto no parece tener principio. Definitivamente, este hurto, no tiene precedentes.
El cómo ocurrió tal vez pueda explicarse con algo de ciencia. Sabrás que cada célula de mi ser te pertenece y que una explosión de grandes magnitudes debe haber ocurrido en una de ellas. Imagino que en el núcleo, citoplasma, cromatina y ácido desoxirribonucleico de alguna se originó este amor y decidida a convertirse en tu rehén logró, en la multiplicación celular, que cada poro de mi existencia quedara prendado de ti y cada latido de mi corazón se destinara a pertenecerte.
La forma en que me descubriste, y te encargaste de hacerme tuyo, nunca podré olvidarla. De hecho; siempre sentiré el mismo sobresalto al verte. Mi mirada se pierde en la tuya y tu sonrisa me lleva a desearte. Cuando mi vista tiende a explorarte toda descubro que mi cerebro ya esta envuelto en la belleza que te acompaña perennemente. Tu rostro me hace pensar en poseerte y te contemplo desnuda. Mis ojos no saben que hacer: si mirarte fijamente a los labios, a tus ojos y a tu cabello o quieren perderse entre tus pechos y buscar explorar esos lugares en que la ropa estorba. Territorios en los que quedaría perplejo por unos segundos ante el hecho de querer tocarte.
Escucho tu voz demostrándome lo que piensa tu alma y la excitación de verte se duplica instantáneamente. Decido escucharte. Tus labios se mueven. Salen de ellos tonadas sutiles y el preámbulo de gemidos que tanto deseo. ¡Cuánto daría por besarlos en este mismo instante! El sonido en mis oídos no cesa. Me entero de que me amas. ¡Me deseas! Compartes algunas fantasías que escucho con atención. Prometo cumplirte al pie de la letra cada una de ellas. Sonríes. Verte y escucharte me vuelven más dócil aún de lo que ya soy gracias a ti. Descubro en tus mejillas cierto rubor. Al preguntarte el motivo sólo dices que se debe a la demanda que estas pronto a exigir. Te esmeras en agradarme sin saber que ya es tarde, que ya eres dueña de dos de mis sentidos y que sigues colonizando los que puedan faltar.
Me acerco un poco a ti. Llega a mí el olor característico de tu presencia. Ese que acompañado de tu belleza se encarga de hacer voltear miradas. Los hoyuelos de mi nariz ansían olerte de cerca. Soy como sabueso que busca a su presa en el cuerpo de la mujer perfecta. Comenzaré por oler tu rostro. Me acurrucaré en tu cuello combinando respiraciones con fuertes abrazos. Pasearé mi nariz por tu piel en la búsqueda del rincón deseado, del néctar de tu cuerpo; de la rasurada oquedad que me tienta a respirarte sin ganas de exhalar tu olor. Conservaré el aroma mientras en mi mente saboreo el posible sabor de tu piel. Tu esencia, como bálsamo, calma mis necesidades y las amplifica a la vez. Ese olor único, divino y sobrenatural, que desprende tu pasión; me lleva a ensanchar mi pecho en la algarabía de poder degustarte en mi paladar. Estoy ansioso de ti.
Ya te di un abrazo buscando olerte por completa. Ahora me dedico a acariciarte. Las yemas de mis dedos se divierten y danzan sobre tu piel. Deslizo mis dedos por tu cabello, tus mejillas y me detengo por un momento en tus labios. Demando que desees, tanto como yo, que mis labios sientan el tacto de los tuyos. Mi piel exige contacto completo. Por eso no busco tocarte sólo con mis dedos, sino que, toda mi piel se vuelve cómplice y escudriña la manera de palparte. Cada cabello de mi cuerpo se eriza. Encuentro pretextos para seguir manoseándote. Sigo hurgando en tus adentros. Ante el conocimiento de que uno de los caminos para llegar a tu alma es por la piel; me encapricho e insisto en tentarte a que seamos uno. Manipulamos juntos el universo. Te haré mía tal como yo soy tuyo.
Tus pechos me tocan, tus muslos se abren en señal de aceptación y se hace agua mi boca cuando pienso en saborearte entera. Mis labios se unen a los tuyos y declaran que, en eso de tocar y besar, eres una experta. Podríamos estar horas acariciándonos o besándonos y, aún así, pretender ser cómplices cada vez más. Las pupilas gustativas de ambos se bañan de nuestro sabor. Confieso que nunca antes se me había revelado placer de tal magnitud. Mi lengua desea multiplicarse y brindarte caricias nuevas. Probando tu cuerpo entero; me entretengo en erectos pezones y en el clítoris hinchado. Me paseo por tu espalda, dedos, muslos y pies. Vagabundeo en tus caderas mientras agradezco a los dioses del sexo por haber permitido que la lengua no sólo fuera un instrumento para crear palabras y probar alimento proteínico, sino que, nos dieran la opción de alimentarnos el alma, la lujuria y el amor. Tú sabes esto pues tu lengua ya se encargó de llevarme al borde de la locura y a la cima del éxtasis. Ahora se divierte midiendo mi piel y jugando con los espasmos que me acompañan.
Todos mis sentidos están siendo utilizados. Observo tu cuerpo desnudo. Escucho tus gemidos y tus palabras de amor. El dulce olor de tu ser me inunda por completo. Pruebo tu piel entera mientras el movimiento de cada uno se convierte en ritmo candente de pasión. Se pierden en la habitación los gemidos de ambos y en caricias constantes utilizo ambas manos deambulándolas por cada palmo de tu piel. Por momentos; una de ellas o ambas se pierden en tu cabello o por instantes se encargan de diferentes lugares del mapa de tu ser. El apretar tus pechos o separar tus nalgas mientras estas encima de mi se diluye en placeres gigantescos. Mis dedos hurgan secretos y de forma circular los destinan a sentir el goce de caricias. Tu disposición a recrear placer se propaga y me envuelve en la lujuria de tu humedad. Tu lubricación es excelente para mi apetito y para mis cinco sentidos corporales. La lluvia de tu vientre me envuelve mientras mi placer yace derramado en el monte de venus que previamente rasuraste y que me conferiste hoy en movimientos carnales.
El orgasmo es el sentido por excelencia. Para conseguirlo de forma majestuosa necesitas los otros cinco. Cuando nos acorrala el éxtasis; alma y cuerpo se entrelazan y son uno más que nunca. Al lograrlo en compañía del ser amado, más cuando es tu alma gemela, el universo se hace pequeño y la piel monumental; mezcla de cielo e infierno. Volver a recobrar los sentidos después de amar así es imposible. El enredo es tal que mi alma necesita tu cuerpo y mi cuerpo tu alma.El cómo ocurrió tal vez pueda explicarse con algo de ciencia. Sabrás que cada célula de mi ser te pertenece y que una explosión de grandes magnitudes debe haber ocurrido en una de ellas. Imagino que en el núcleo, citoplasma, cromatina y ácido desoxirribonucleico de alguna se originó este amor y decidida a convertirse en tu rehén logró, en la multiplicación celular, que cada poro de mi existencia quedara prendado de ti y cada latido de mi corazón se destinara a pertenecerte.
La forma en que me descubriste, y te encargaste de hacerme tuyo, nunca podré olvidarla. De hecho; siempre sentiré el mismo sobresalto al verte. Mi mirada se pierde en la tuya y tu sonrisa me lleva a desearte. Cuando mi vista tiende a explorarte toda descubro que mi cerebro ya esta envuelto en la belleza que te acompaña perennemente. Tu rostro me hace pensar en poseerte y te contemplo desnuda. Mis ojos no saben que hacer: si mirarte fijamente a los labios, a tus ojos y a tu cabello o quieren perderse entre tus pechos y buscar explorar esos lugares en que la ropa estorba. Territorios en los que quedaría perplejo por unos segundos ante el hecho de querer tocarte.
Escucho tu voz demostrándome lo que piensa tu alma y la excitación de verte se duplica instantáneamente. Decido escucharte. Tus labios se mueven. Salen de ellos tonadas sutiles y el preámbulo de gemidos que tanto deseo. ¡Cuánto daría por besarlos en este mismo instante! El sonido en mis oídos no cesa. Me entero de que me amas. ¡Me deseas! Compartes algunas fantasías que escucho con atención. Prometo cumplirte al pie de la letra cada una de ellas. Sonríes. Verte y escucharte me vuelven más dócil aún de lo que ya soy gracias a ti. Descubro en tus mejillas cierto rubor. Al preguntarte el motivo sólo dices que se debe a la demanda que estas pronto a exigir. Te esmeras en agradarme sin saber que ya es tarde, que ya eres dueña de dos de mis sentidos y que sigues colonizando los que puedan faltar.
Me acerco un poco a ti. Llega a mí el olor característico de tu presencia. Ese que acompañado de tu belleza se encarga de hacer voltear miradas. Los hoyuelos de mi nariz ansían olerte de cerca. Soy como sabueso que busca a su presa en el cuerpo de la mujer perfecta. Comenzaré por oler tu rostro. Me acurrucaré en tu cuello combinando respiraciones con fuertes abrazos. Pasearé mi nariz por tu piel en la búsqueda del rincón deseado, del néctar de tu cuerpo; de la rasurada oquedad que me tienta a respirarte sin ganas de exhalar tu olor. Conservaré el aroma mientras en mi mente saboreo el posible sabor de tu piel. Tu esencia, como bálsamo, calma mis necesidades y las amplifica a la vez. Ese olor único, divino y sobrenatural, que desprende tu pasión; me lleva a ensanchar mi pecho en la algarabía de poder degustarte en mi paladar. Estoy ansioso de ti.
Ya te di un abrazo buscando olerte por completa. Ahora me dedico a acariciarte. Las yemas de mis dedos se divierten y danzan sobre tu piel. Deslizo mis dedos por tu cabello, tus mejillas y me detengo por un momento en tus labios. Demando que desees, tanto como yo, que mis labios sientan el tacto de los tuyos. Mi piel exige contacto completo. Por eso no busco tocarte sólo con mis dedos, sino que, toda mi piel se vuelve cómplice y escudriña la manera de palparte. Cada cabello de mi cuerpo se eriza. Encuentro pretextos para seguir manoseándote. Sigo hurgando en tus adentros. Ante el conocimiento de que uno de los caminos para llegar a tu alma es por la piel; me encapricho e insisto en tentarte a que seamos uno. Manipulamos juntos el universo. Te haré mía tal como yo soy tuyo.
Tus pechos me tocan, tus muslos se abren en señal de aceptación y se hace agua mi boca cuando pienso en saborearte entera. Mis labios se unen a los tuyos y declaran que, en eso de tocar y besar, eres una experta. Podríamos estar horas acariciándonos o besándonos y, aún así, pretender ser cómplices cada vez más. Las pupilas gustativas de ambos se bañan de nuestro sabor. Confieso que nunca antes se me había revelado placer de tal magnitud. Mi lengua desea multiplicarse y brindarte caricias nuevas. Probando tu cuerpo entero; me entretengo en erectos pezones y en el clítoris hinchado. Me paseo por tu espalda, dedos, muslos y pies. Vagabundeo en tus caderas mientras agradezco a los dioses del sexo por haber permitido que la lengua no sólo fuera un instrumento para crear palabras y probar alimento proteínico, sino que, nos dieran la opción de alimentarnos el alma, la lujuria y el amor. Tú sabes esto pues tu lengua ya se encargó de llevarme al borde de la locura y a la cima del éxtasis. Ahora se divierte midiendo mi piel y jugando con los espasmos que me acompañan.
Todos mis sentidos están siendo utilizados. Observo tu cuerpo desnudo. Escucho tus gemidos y tus palabras de amor. El dulce olor de tu ser me inunda por completo. Pruebo tu piel entera mientras el movimiento de cada uno se convierte en ritmo candente de pasión. Se pierden en la habitación los gemidos de ambos y en caricias constantes utilizo ambas manos deambulándolas por cada palmo de tu piel. Por momentos; una de ellas o ambas se pierden en tu cabello o por instantes se encargan de diferentes lugares del mapa de tu ser. El apretar tus pechos o separar tus nalgas mientras estas encima de mi se diluye en placeres gigantescos. Mis dedos hurgan secretos y de forma circular los destinan a sentir el goce de caricias. Tu disposición a recrear placer se propaga y me envuelve en la lujuria de tu humedad. Tu lubricación es excelente para mi apetito y para mis cinco sentidos corporales. La lluvia de tu vientre me envuelve mientras mi placer yace derramado en el monte de venus que previamente rasuraste y que me conferiste hoy en movimientos carnales.
Definitivamente te robaste mi vida. Incluyendo un pasado al que detesto por no haberte tenido a mi lado, un presente que adoro por que mis sentidos te pertenecen y un futuro en el que me sueño dentro de la prisión de tus labios; encarcelado en tu alma y siendo victima del vaivén de tu cuerpo. Explota mis sentidos. Ámame de esta forma idónea que sólo tu conoces. Como esclavo que te pertenece te ruego que me honres con tu visita. En esta galera que es nuestro mundo; desnudémonos. Seamos el uno para el otro. Tal como nuestras almas han dictado y tal como nuestros sentidos han evolucionado manifestemos día a día que en cada célula se regocija el amor verdadero...