jueves, agosto 09, 2007

Era ella

Por Angelo Negrón

El otro día la vi, como tantas veces, envuelta en harapos y sudor. Con un vaso en una de sus manos, el cual agitaba sin cesar, logrando sacarle sonido al poco menudo que había logrado recolectar. Hacia mucho tiempo que la observaba. Todas las mañanas aquel semáforo me obligaba a detenerme. Sentía la necesidad de depositar por conciencia alguna moneda. A pesar de que siempre he estado en desacuerdo, pues aunque uno escucha que es para comer, sé que la droga no se come y sólo alimenta a un alma perdida; llevándola más al infierno que a otro lugar. Un grito llamó mi atención. Era un voceador tratando de vender sus periódicos. Mencionaba un suceso que me dejó boquiabierto: “Mata a concubina, dijo que fue por amor”. Busqué en mi bolsillo. Saqué un dólar y pagué el periódico. Colocándolo a un lado deposité el cambio en el vaso de la tecata. La miré de nuevo y pensé en la razón que podría tener ella para estar en semejante vicio. Había sido hermosa, eso ni dudarlo, llevaba una larga cabellera y debajo de aquellos harapos denotaba una linda silueta que conservaba algo de majestuosidad al caminar. El bocinazo de una Explorer blanca me sacó de mis cavilaciones. El semáforo había dado la señal verde y no me había dado cuenta. Al arrancar no pude evitar asomarme al retrovisor y ver a la mendiga perderse entre los demás autos con su caminar inmutable.

Más adelante choqué contra la congestión de transito que me hizo determinar que Julio Cortazar debió estar algún día allí y por eso escribió “La Autopista del Sur”. Me entretuve mirando hacia ambos lados de mi vehículo. Era chistoso ver como unas se maquillaban con una habilidad única y llena de acrobacias. Otros bailaban y cantaban cual si fueran mimos pues no alcanzaba a oír su música. Como quien me tocara bocina tiempo atrás. La hermosa chica de la Explorer blanca bailaba al ritmo de no sé qué y cantaba desesperadamente como si todos en el tapón fuéramos su público. Me vi obligado a aplaudirle al recordar que yo era igual de artista que ella cuando encendía la radio. La congestión fue tal que pude leer en el periódico hasta mi horóscopo. Me burlé ante lo que decía, ¿cómo creer en él? Si cada vez que leía que tendría un nuevo amor debía preocuparme pues mi esposa es del mismo signo que yo. Olvidé que no llevaba cambio. Los había depositado, cuarenta minutos antes, en el vaso que llevaba la tecata. Tener que maniobrar para tomar el carril del cambio en el peaje me costó suficientes insultos para desgarrarme la mañana en improperios. Tener que pagar peaje por haber estado tanto tiempo en la carretera era otro disgusto, de hecho, el de todas las mañanas.

— ¿Acaso la autopista no es para avanzar?— pregunté a la persona encargada de dar el cambio. Con las muelas de atrás me dijo: “Que tenga buen día.”

“¿Por qué no tenerlo?” pensé. Arranqué con la certeza de que a los pocos segundos estaría de vuelta en el tapón. Podría leer las esquelas y, ¿por qué no? Llenar el crucigrama.

Debía sacar de mi mente la terrible visión de una mujer echada a la perdición de la aguja y todo lo que me esperaba aquel día. Aún era sensible a los acontecimientos que, obligado, veía en mi trabajo como fiscal. Le di gracias a Dios de que no me llamaron a mí para el levantamiento del cadáver de la mujer que murió a manos de su esposo. Esa muerte que reseñaba la primera plana me dio escalofrío. Por ser un recién egresado de la universidad aún me causaban vértigo y náuseas las escenas sangrientas.

II


Jessenia terminaba por recolectar lo que seria su primera inyección del día. Caminaba aceleradamente hacia el punto de drogas. Siempre mirando no ser perseguida y soñando con que a los del punto les diera con hacer “delivery” de la mercancía para no tener que llegar hasta allá caminando. En el trayecto al punto existía una tienda que le obligaba a detenerse sin importar cuanto necesitase el puyazo o cuan “arrebatá” estuviese. Tenía que ver todos los artículos que vendían demostrados en el escaparate, ropa, artefactos, cosas lindas para bebé, niños, niñas... Siempre llegaba al comentario obligado: ”¿Qué estará haciendo mi niña?” . Veía su silueta reflejada en los cristales de la tienda. El perfil de su rostro disimulaba una paz pasada. Disimulaba una tranquilidad que sólo el acostumbrarse a mendigar, el haberse lavado la cara con lechuga como dicta el argot y el tener que hacerlo por un poco de “manteca” lo había transformado. Cuanto daría por acabarlo todo. Conseguir el suficiente dinero y comprar demás. Como lo consiguió la legendaria Marilyn Monroe; Olvidarse del mundo al derredor. Alcanzar una escapada tal que no pudiese regresar jamás a la inmundicia. Pero, esos momentos de depresión pre-inyectarse nada podían contra los que venían después. Valían la pena, según pensó. Cuando se infectaba de la maravillosa sustancia lograba sentirse en las estrellas. En palabras de la serie de televisión de ciencia-ficción Star Trek: “Llegar donde nadie a llegado jamás”. Daría todo por haber sido la amante de “El Capitán Kirk”, personaje principal de la serie “Viaje a las estrellas, y no de aquel muchacho a quien le entregó todo su ser. Le dio lo que era y lo que no era. Aquel “ojos universo”, quien con palabras amables la había llevado al amor por primera vez. Tenia apenas dieciséis. Lo conoció en la biblioteca, era nueve años mayor, pero tan guapo. En el lugar todas voltearon a verlo cuando él llegó y cuchichearon secretos entre sí.

—“Revolcó el gallinero el muy cabrón” — dijo en voz alta mientras se llevaba la mano a su brazo izquierdo; victima de la aguja. Acariciaba con furia el cayo de su antebrazo cuando volvió a remontarse a aquel día en el que fue escogida por Javier.

— Se acercó a mi mesa con el pretexto de que estudiaría para aquella asignación universitaria, y empezó a hablarme tan chévere. Tanto que sólo se compara a cuando estoy embollá — dijo casi gritando, pero sin llorar. Hacía tanto que no lloraba. La última vez que lo hizo fue cuando se enteró que estaba esperando retoño. Fue al encuentro de Javier a decirle que había llegado el momento de casarse y “ser felices para siempre” y lo descubrió abrazando a otra. Quedó estupefacta y más aún cuando le formó aquella garata a él y muy tranquilo le contestó que era su esposa. Llevaban cinco años casados y tenían una hermosa niña.

— El muy maricón me quiso enseñar fotos de la niña y hasta de su esposa. ¡Cómo me engañó! ¡Destrozó mi corazón y mi vida! Sólo espero que se esté pudriendo en el infierno de la impotencia viril. ¡Sí, que no se le pare es el justo castigo!

III


Parecía sonámbula. Necesitaba la cura para su desgracia y la desgracia para su vida. Ya estaba mutilado su cuerpo desde que la separaron de su niña. Ella la tuvo en sus brazos, la acarició, pero se la arrebataron el mismo día del parto. Ya la droga había comenzado a causar estragos en su vida, pero al ver a su niña esos segundos había determinado sinceramente que todo cambiaría. Seria una nueva mujer dedicada a criar a su hija contra viento y marea. La corte no lo pensó así y se quedó sola con una promesa que no le sirvió de nada. Por más que trató su niña no le fue devuelta. Le costaba trabajo separarse de aquella vitrina. El vacío que le apretaba el pecho le recordó que ya había completado la cuota para el puyazo. Llegar al punto era la solución. Cuando se acercaba al tan deseado paraíso escuchó varios disparos. El rechinar de gomas dejaban como testigo al proveedor de sueños tridimensionales tendido en baño de sangre y a todos los vecinos en ciegos, sordos y mudos parapléjicos incapaces de haber visto o escuchado algo al respecto. Al llegar frente al condenado a muerte le escuchó pedir ayuda. Aún vivía. A pesar del inmenso orificio que tenía en su cara irreconocible. Tanteó en sus bolsillos. Sacó una paca de billetes y suficiente droga como para darse un buen festín. Como hipnotizada soltó los billetes. El viento hizo remolino a los que no se quedaron pegados en la sangre. Sujetó la droga con tanta firmeza que por un momento sintió que la había dejado caer. Le arrebató la pistola al moribundo y salió corriendo de allí sin mirar atrás. Nadie le podría quitar la oportunidad de despedirse por fin del mundo terrenal para siempre. Sabía que de una forma u otra moriría. O se moría de un cantazo descomunal o la mataban por haberse robado “el muerto de droga”. Las sirenas se escuchaban a lo lejos. El clásico “agua” que avisaba que venían los guardias la motivó a darle velocidad a sus pies. Ella sólo quería llegar a un lugar donde estar a solas. Al hospitalillo no podía ir. Los demás tecatos la despojarían inmediatamente de la alternativa de visitar la isla de la fantasía. “Esos pendejos son capaces de robarse el avión con to’ y tatú adentro”— pensó mientras se dirigía a la estatua de Barbosa. Ese era un lugar tranquilo para morir. Las vías del tren urbano le servirían de techo y las columnas de pared.


Al llegar a la estatua comenzó a reírse demencialmente mientras comentaba en voz alta: “A los próceres también los inunda la mierda”. Al ver la cara de la estatua llena de excremento de paloma sintió lastima de sí misma y deseó acabar lo antes posible con su vida. Buscó en sus bolsillos. Al no encontrar fósforos se molestó. No perdió el tiempo. Sacó menudo y fue a comprar la herramienta que necesitaba. “A cinco chavos de salir de esta porquería”— se repitió hasta que llegó a la tiendita al lado del registro demográfico. El dependiente, ajorado por que se fuera de allí y no le espantara algún buen cliente, la atendió de mala gana. Casi lo maldice, pero: “¿Para qué perder tan valioso tiempo?” Ya deberían estar buscándola y mejor morir estando de viaje en otra dimensión a morir victima del plomo de una AK-47 como lo hizo la victima de su robo. Cuando salió de la tiendita no pudo evitar quedarse perpleja al ver al individuo que salía del registro demográfico y caminaba despreocupado hacia ella. La rabia le invadió la sangre. Sacó una hipodérmica usada de su escondite y rápidamente se la colocó en la garganta a él mientras le decía:

— “Esta aguja está infectada de SIDA, si no haces nada estúpido estarás vivo por más tiempo”.

No le hizo caso a los ruegos, ni a las promesas de dinero, simplemente lo llevó consigo ante la mirada atónita de algunos presentes. Por uno de los callejones desaparecieron para llegar ante la estatua de Barbosa. Lo arrinconó con la advertencia de dispararle con la automática ante el menor movimiento. “Esto será rápido” —le dijo mientras le apuntaba. Comenzó a calentar la manteca ante los ojos llorosos de su rehén que no acababa de comprender de qué se trataba todo aquello que sucedía. Cuando llenó la hipodérmica con la manteca lo miró fijamente y le dijo: ¿Te measte del miedo ah? Ahora te cagarás por fin… mira a Barbosa… míralo, así he estado yo en los últimos años desde que te salió de los cojones joderme la existencia, ahora te toca a ti...

Apretó el gatillo. La bala no salió del arma. El mozalbete la había disparado y vaciado antes de caer herido de muerte. Ella la recogió en vano. Siguió tratando de que alguna bala saliera del cañón, pero nada ocurría. El individuo estaba tan asustado que no se percato de que si hubiese salido corriendo en ese instante ya estuviese lo suficientemente lejos de la tecata. Escuchó el urgente ulular de las sirenas de la policía que se acercaban cada vez más. En el desesperó por saberse capturada y que Javier no pagara el atroz pecado, de haberse atrevido a enamorarla, le hundió la sustancia en el cuerpo hasta que le vio los ojos escapándose de la vida, hasta que lo vio zambullir la cara en su propia orina. Cuando se percató de que aquel acto no le devolvía la felicidad y si le había ahuyentado la forma correcta de escaparse al infinito mismo no pudo más que llorar. Buscó entre sus cosas. Comenzó a preparar lo que quedaba de droga. Mientras se la inyectaba escuchó la voz ronca de un oficial exigiéndole que levantara las manos. Ella lo miró con indiferencia. Siguió inyectándose la droga como si estuviera en el hospitalillo y quien la detenía fuera alguna visión fantasmal del miedo. Total, lo que quedaba de droga era muy poca como para llegar al más allá sin regresar, pero al menos ese había sido su día.


El oficial se acercó. Le dio con el pie al arma alejándola de la tecata y la esposó fácilmente. Ella ni se percató. Estaba metida en su alucinación preferida. En ella acurrucaba a su niña en el pecho mientras le cantaba alguna canción, le enseñaba a contar, a reconocer los colores o simplemente le leía algún cuento de hadas. Apareció otro policía que trató de socorrer al cuerpo tendido en el suelo, verificó los signos vitales y se percató de que ya era tarde; el individuo estaba muerto. El policía tomó el radio transmisor y se le escuchó hablar en la típica jerga policial.

— Adelante comandancia. Tenemos un posible asesinato. Cuya arma parece ser un narcótico. Persona se encuentra diez siete. Se detuvo sospechoso. Procederemos a arrestarlo para someter los cargos. Solicitamos refuerzos para acordonar el área. Diez cuatro. Estamos en la plaza a Barbosa en el secuestro que fue reportado hace unos minutos.

IV
Llegué y la escena me congeló. El cadáver mantenía sus ojos abiertos y el rostro encrespado de miedo. La jeringa aún estaba incrustada en su cuello. Después de hacer todos los procedimientos habituales ordené el levantamiento del cadáver. Los periodistas comenzaron a llegar. Los imaginé visitando familiares y preguntándoles cómo se sentían. Acaricie la idea de largarme inmediatamente de allí. La curiosidad más que el deber me llevaron inmediatamente al cuartel donde estaba la asesina. Al verla quedé estupefacto. Era ella. La misma mujer que había logrado de un tiempo para acá que soltara monedas y a veces dólares a una usuaria de drogas. Comenzamos a investigar el caso. Ella lloraba. Habían pasado los efectos de su viaje y se rascaba la piel como tratando de rascarse las venas. Miraba desafiante. Pidiendo no la dejaran seguir rompiendo en frió con su vicio y diciendo que el occiso se merecía lo que le sucedió.


El detalle me estuvo raro. De la investigación lograda hasta el momento se desprendía que ellos dos no se conocían. Ella de pronto, y sin saber por qué, lo tuvo secuestrado por varias calles hasta que llegó a la estatua de Barbosa. Las huellas digitales en el arma y en la jeringa demostraban que ella era la asesina. Existían testigos que la vieron secuestrarlo, pero no parecía tener lógica la razón por lo que lo mató. El muchacho salía del registro demográfico donde fue a buscar su certificado de nacimiento para enrolarse al ejercito. Por más que le preguntábamos a ella; cuál era la causal de su homicidio ella sólo atinaba a mencionar que se lo merecía y que era un éxito que “sus ojos universo” no siguieran haciendo daño. Me fui a la morgue. Aquello terminó por desgarrarme el alma. La madre y el padre salían de reconocer el cadáver. Gritaban al unísono su llanto abrazando a familiares. Me acerqué lentamente. Busqué quien de ellos era el más tranquilo para tratar de conseguir algunas respuestas y por un momento me percaté de que ya estaba actuando como un insensible periodista o detective al que sólo le interesa conseguir la información caiga quien caiga y sin miramientos al dolor ajeno. Me retiré de allí. Habría tiempo para investigar; el muchacho estaba muerto y la tecata no podría ir a ningún lugar que no tuviera barrotes. El hecho era que sin lugar a dudas ella había asesinado cruelmente a un muchacho. El porqué, a la hora de la verdad, no importaría. Me fui a casa. Necesitaba largarme de aquel lugar donde veía entrar rostros preocupados y salir caras llorosas o llenas de dolor. Encendí la televisión. Al escuchar las noticias me burlé de mí mismo ante la necesidad de no verlas como de costumbre. En cambio me dediqué a ver caricaturas hasta que el sueño me venció.

Desperté azorado. Varias pesadillas no me dejaron dormir. Se me hizo algo tarde. Llamé a la comandancia a excusarme. Mientras construía el nudo de mi corbata trataba de compaginar los acontecimientos que rodearon el asesinato que cometió la tecata. Pensé tanto en ello que ni desayuné. Al parar frente al semáforo la extrañé. Acostumbrado a verla últimamente y a dejarle algunos pesos no pude más que suspirar con algo de dolor. Deseé ya ser un insensible como los demás fiscales o como cualquier abogado, juez, enfermera, doctor y reportero a los que los años de experiencias han dejado de sorprenderles. Recordé a mi hermano el paramédico y sus historias de embalsamadores capaces de almorzar en medio de su labor y se me revolcó el estómago carente de desayuno. Se acercó un deambúlate a limpiar el parabrisas. No le importó todas las señas de negativa que le di, logro ensuciarlo en vez de lo que pretendía. No le di un centavo y dijo gracias no sin antes decir despectivamente: “Dios me lo pagara”. Al llegar a la autopista me quedé observando el edificio del cuartel general, testigo mudo de tantas desgracias, en sus entrañas se encerraban los archivos de los crímenes sangrientos que algún día llamaron mi atención y mi vocación detectivesca. Tanto como para decidir estudiar esta profesión que ahora no me parecía tan excitante. Sabía que el día de cobro se me pasaría el dolor, que los beneficios eran muchos y me dolía más aún.



Decidí entrar. Buscar respuestas a los acontecimientos del día anterior antes de que otra desgracia ocupara las primeras planas. Ante este pensamiento me percaté de que actué tan sonámbula y mecánicamente que no compré el periódico. Pasé el dichoso tapón concentrado en vanas filosofías de vida y muerte que no me hizo falta entretenerme en otra cosa. Lo compré entonces y en la primera plana aparecía la foto del cadáver en el suelo y a los pies de la estatua de Barbosa. La noticia no reseñaba casi nada de la prisionera. Excepto que era una usuaria crónica de drogas a la que no habían logrado sacarle información. Tampoco hablaba mucho del infortunado muchacho al que ella le había arrebatado la vida. A lo que le dieron mucho reportaje fue a la indignación que tuvieron algunos senadores cuando vieron la estatua de Barbosa en tan precaria situación y la forma en que asignarían presupuesto para renovar la plaza dedicada a tan querido prócer. Lamenté todo aquello y estrujé el periódico antes de echarlo a la basura.

En la vista para juicio el abogado mencionó su convicción de alegar locura momentánea. Le añadiria violación de derechos al no llevarla a desintoxicar y en cambio que la dejaran en la cárcel del cuartelillo rompiendo en frío. Ella estaba perdida en alguna otra dimensión. Llevaba una mueca de sonrisa y dolor a la vez. Imaginé que le hacia falta la droga más que nunca y me compadecí. Miré sin querer el reloj Rolex que llevaba el abogado de asistencia legal. Me burlé del mundo en que vivimos donde es importante llevar un reloj de cinco mil dólares a defender a una tecata en un casi juicio por asesinato. Contemplé a la muchacha y traté de hacerle preguntas que nos llevaran al esclarecimiento del caso. Por cada pregunta el abogado alegaba que su clienta estaba amparada ante la quinta enmienda. Llegamos al acuerdo de que habría juicio y seria en varios meses. Aunque entendía que ella no tendría el dinero, solicité negación de fianza con la esperanza de que no saliera otra vez a puyarse. Al explicar que la familia del muchacho podría correr peligro si ella salía a la libre comunidad ella comenzó a hablar fuertemente y ni su abogado la logró detener en su intento por lo que parecía ser el desahogo de toda la rabia que le consumía.

—Espera, espera, espera — comenzó —¿qué estas diciendo?— prosiguió — yo seria incapaz de hacerle daño a alguien que no se lo merezca. Él merecía su muerte. Me engañó. Sé que por mi culpa soy una drogadicta, pero la ayudita que me dio ese hijo de la gran puta tuvo mucho peso.Y me quitaron a mi hija, ella estaría conmigo ahora. Nada de esto hubiese pasado. Él es doblemente culpable. Diciendo esto dejó escapar varias lágrimas. El abogado llamó la atención del juez cuando advirtió que traté de preguntarle más acerca de sus motivos. El juez me ordenó silencio. Ella estuvo mirándome por largo rato. Cuando se fue me brindó una sonrisa que no entendí.

V
Dos horas más tarde sonó mi teléfono móvil. Un guardia penal me explicó el pedido de ella para que fuera a visitarla sin la presencia del abogado. Hice los ajustes necesarios para que el abogado jamás se enterara y utilizara mi visita como excusa para liberar, por un tecnisismo, a la asesina confesa. Al entrar me brindó otra vez su rostro sonriente. Comenzó por explicar su pasado con Javier. Dándome todos los detalles del idilio con el hombre casado que la engañó. La promesa rota cuando le arrebataron a su chiquilla. El crimen al hampón y cómo se robó la droga. Su intención de suicidarse. Lo que sintió cuando se encontró a Javier en su camino al más allá y de cómo la rabia le ordenó matarlo. Yo estaba absorto en toda su historia. No comprendía por qué después de tanto silencio había decidido contarme aquello a mí y pareció leerme el pensamiento porque me dijo:

—Me acuerdo de ti. En las mañanas te esperaba porque sabía que me ayudarías. Siempre notaba que tu mirada no era de asco y sí de pena. No es que me guste que sientan pena por mí, pero comparado a toda la repulsión que veía en tantos rostros era más reconfortante pensar que alguien se apiadaba de uno. Máxime con esta enfermedad. ¿Sabes por qué soy usuaria? — Yo negué con la cabeza — Cuando lo de Javier — prosiguió — me dio una terrible depresión. Mi madre me llevó a cuanto doctor le recomendaron. Lo que me recetaban era cada vez más fuerte. Fue así como cada vez necesitaba una dosis superior. Mi pobre madre murió de sufrimiento en el intento por salvarme. Cuando le dio aquel fulminante ataque que le arrebató la vida también me culpé. Lo celebré con el primer viaje al mundo sin paredes- mis ojos estaban inundados y mi boca abierta, ella no se detenía— A Javier no lo veía desde entonces. Ese cabrón me jugó sucio. Me prometió muchas cosas, pero lo más importante es que me juró amor eterno. Y ahora su amor será eterno. Lo dejé en la eternidad con esa dosis. Liberé a este mundo del daño que le restaba por hacer a ese desgraciado. Si pudiera; mataría a todos los, que como él, engañan a las niñas con promesas vacías. ¿Sabes por qué? Tengo una niña. Ella no se merece pasar por lo que yo pasé. Lo peor de todo es que no me sentí mejor con su muerte. Estaba tan rabiosa que lo hice con la dosis que me pertenecía a mí. La que me haría lograr salir de esta inmundicia. Desde que no estoy drogada me siento desquiciada. He podido pensar en lo que he hecho buscando algún puto gramo de remordimiento. Sólo llego a la conclusión de que debí vaciarle la jeringuilla llena de aire. Javier hubiese muerto de todos modos y yo estuviera ahora al otro lado de la raya burlándome de él por siempre. Sonrió y levantó la mirada hacia el techo. Yo estaba inmóvil. Había tanto odio en sus palabras y, sin embargo, logré comprender un poco su rencor. Me pregunté que podía decir para consolarla. Quería explicarle que el nombre del occiso no era Javier. Cuando balbuceé, algunas palabras sin sentido, ella se puso de pie diciéndome:

—Agradezco que hayas venido. En verdad lo agradezco, pero nada de lo que puedas decir me hará cambiar de opinión. Lo maté. Ante la ley de los hombres soy culpable. El abogado dice que puedo alegar locura. Reconozco que he estado loca desde hace tiempo, pero puedo asegurarte que en el momento en que lo hice estaba más cuerda que nunca. Lo volvería hacer mil veces con la misma rabia, con el mismo disfrute. Por eso en cuanto tenga la oportunidad me iré al infierno donde me burlaré de la cara que puso ese cabrón antes de morir.

El destello que vi en sus ojos me hizo notar que decía la verdad. Me dio escalofríos. Su amenaza de muerte seguía viva. Buscaría suicidarse y yo nada podía hacer. Se levantó de la silla y dijo adiós. Yo sólo atiné a decir hasta luego. El guardia penal le puso las esposas de nuevo y desaparecieron ambos por la puerta. Levanté mi maletín del suelo. Abandoné aquel salón con la tristeza de una historia cuyo final me parecía tétrico y sobretodo el comienzo más sincero de insensibilizar mi alma para futuras ocasiones en que tomar los acontecimientos de manera tan personal podría costarme el trabajo y mi tranquilidad. Di un golpe seco en el volante de mi auto y sequé algunas lágrimas que sin saber había dejado brotar. Me arreglé la corbata ante el espejo retrovisor como si con eso pudiese sentirme mejor. Me fui para la oficina. Tenia varias tragedias que cubrir. La verdad es que no estaba para ver más crímenes. Pero tuve que salir tantas veces que me pregunté si todo era un truco del gobierno para evitar la sobrepoblación. La mueca en mi rostro me hizo entender que había hecho un chiste nada gracioso. Me desesperé por descubrir la forma de salvarme de todos los sentimientos encontrados que se debatían en mi interior. Mi esposa estaba esperando nuestro primer bebé y el sólo saber que vendría a vivir a Sodoma y Gomorra me partía el alma.



VI



Entrevisté a los familiares del muchacho al que la tecata había matado. A cada respuesta que me daban le añadían un pedido de pena de muerte para la mujer que les había arrebatado su tranquila vida. A pesar de que les expliqué en cada ocasión que en este país no es legal dicho castigo, ellos seguían insistiendo. Al parecer el sentimiento de venganza brota en todos nosotros en el momento justo en que se meten con lo más querido. Es ese instinto animal que te lleva a defender con uñas y dientes lo que, mientras no te afectó directamente, te importaba un comino. En mi libro de anotaciones escribí todos los detalles buscando relacionar al recién ingresado al cielo, o como me dijo Yessenia: al infierno, con la asesina que ya vivía en las tinieblas desde hacia tiempo. Ver llorar a los padres y a los hermanos del infortunado me dislocó el alma. Mientras más los escuchaba hablar de los atributos de su hijo más me preguntaba si la historia de la tecata era verdad o solo había sido pura labia de drogadicta. Además, él había hecho lo que muchos a los que conocía. Buscar placer en las costillas de una muchacha a la que el tiempo le enseñaría que las palabras hermosas no siempre vienen acompañadas de amor. Los cuentos de hadas fueron escritos por seres humanos que tal vez igualmente sufrieron y que deseando dejar plasmados en papel sueños que tuvieron de felicidad absoluta inexistente pudieron escribirlos a pesar de tener nublados los ojos por las lágrimas. Pero no a todos nos ataca una decepción de igual manera. Por lo regular somos marionetas de nuestros propios actos. Yo no estaba allí para juzgar a nadie y cuando lo recordaba me mortificaba. Salí de las entrevistas sin explicarles la versión de la tecata y lo suficientemente estropeado como para saber que estaba necesitado de un buen abrazo. Decidí irme a casa.

Descubrir a mi mujer con la figura representativa de los ocho meses y medio me recordó el día entero en una fracción de segundo. Necesité más de un buen abrazo para olvidar mis reflexiones pesimistas y pensar que el bebé por nacer tendría un futuro prometedor. Lo educaríamos con todo lo necesario para que fuera un ser de bien. Al cenar me percaté de que no había almorzado ese día y luego de darle lectura obligada a las leyes nuevas que habían sido aprobadas por el senado en las últimas semanas trate de dormir. Obligándome no lo logré. Tuve que rezar repetidamente. A pesar de varios sueños hermosos en los que compartía con una hermosa mujer en un jardín lleno de fresas me desperté varias veces sobresaltado. Cuando abría los ojos a la realidad mi pensamiento se detenía en una escena: La tecata enterrándome una jeringa llena de droga y su mirada de felicidad. La claridad de la mañana entrando por la ventana me exigió levantarme de la cama. Luego de una afeitada de mala gana y un desayuno a toda prisa me encontré nuevamente con el tapón y tuve que jugar nuevamente a ser el mejor “surfeador” en el mar de acero y hojalata, entre olas de bocinazos e improperios. "Pocas cosas pasan en este país”— dije para mis adentros.

Fui a mi oficina donde vacié el maletín. Comencé por guardar de nuevo todo lo que no tuviese que ver con el caso de la muerte por sobredosis. Combinando circunstancias y eliminando todo lo que no guardaba relación entre ambos, asesina y victima, reafirmé el hecho de que nada tenían que ver el uno con el otro. La historia que me contó Yessenia definitivamente había salido de una mente criminal enferma.



VII


Decidí visitar a los familiares. Buscar por fin algunas respuestas que me llevaran a esclarecer el caso o a darme por vencido. Olvidar el tormento de no entender completamente los acontecimientos. Cuando llegué la madre sufría un mareo y el padre un ataque de risa. Los hermanos se acercaron a escuchar lo que yo tenía que decir y entonces fue que lo conocí. Él vivía en Alemania en una de las bases que Estados Unidos mantiene allá. Militar de oficio después de haberse graduado de Biología, era el hermano preferido y el ejemplo que siempre siguió quién ahora estaba muerto sólo por haber estado en el momento equivocado a la hora equivocada en la furia viajera de una loca drogadicta. ¡Cierto!— pensé yo al escucharlo decir esto y es que recordé que antes de morir el infortunado se encontraba en el registro demográfico buscando el certificado de nacimiento para enrolarse en el ejercito. Lo miré detenidamente. Estaba de pie frente a mí hablándome como a uno de sus soldados. El rango de teniente acompañaba a la perfección el rostro duro y al parecer sin pizca de sentimientos. Sólo en sus ojos podía notarse que había perdido a su hermano. Su inquebrantable voz seguía cuestionándome si sabía ya cual fue el motivo para que muriera un inocente. Ante mi negativa me miró con desprecio. Dio media vuelta sin decir una palabra. Estoy seguro que si yo fuese soldado me hubiese obligado a hacer lagartijas hasta morir. Lo vi caminar hasta quienes debían ser sus hijos y sentarse entre ellos. La mueca en mi rostro no la disimulé. “¿Qué se cree el pendejo este?”–pensé— “¿Soy Sherlock Holmes?”

Una pared llena de fotos familiares captó mi atención. Me olvidé por un momento de que debía regresar a la oficina. En las fotos pude ver escenas de la vida de cada uno de los componentes de aquella familia que ahora estaba sumida en el dolor de perder a un ser querido. Observé al soldado cuando al parecer no estaba adiestrado para ser una especie de maquina y aún conocía la forma de demostrar humanidad. Me asaltó la desdicha de que alguien pudiese estar afanándose en ser como él. De pronto noté en su rostro facciones conocidas y en su camisa verde, de soldado raso, su nombre. Al volver la mirada hacia él muchos acontecimientos inundaron mi mente hasta que sentí vértigo. Tuve que poner mi mano contra la pared de manera que pudiese sostenerme de pie. Todo estaba tan claro ahora. Los segundos que siguieron después me parecieron eternos y es que caminé como en una especie de cuerda floja con el temor de tener una teoría incorrecta de algo de lo que estaba bien seguro. Me paré frente al teniente. Le mencioné mi necesidad de hablar a solas con él. Ante sus palabras que sonaron a orden en vez de a pedido sus hijos se alejaron y me miró esperando lo que tuviese que mencionar.

Comencé por narrarle lo que la tecata me contase con lujo de detalles y según le hablaba el rostro hasta ahora inmutable pareció resquebrajarse. Aunque trató el llanto fue algo que no pudo evitar y asustados los presentes empezaron a acercarse. Ante las preguntas insistentes de los familiares de que era lo que ocurría él comenzó a gritar y darse golpes en el pecho. La forma interrogativa en que me miraban la mayoría de los presentes me obligó a irme de allí. Tomé la foto enmarcada de la pared y prometí devolverla tan pronto le sacara una copia. En lo menos que pensaban en ese momento era en la posible ausencia de una foto así que al no recibir negativa me la llevé presuroso antes de que a alguien se le ocurriera detenerme para preguntar que le dije al ser de piedra que se estaba desbaratando en medio de su sala. Llegué a la determinación de que debía hablar con Jessenia.



VIII



Antes de sentarme frente al volante llamé a uno de mis contactos en el presidio con la idea de verla nuevamente sin el entremetimiento de su abogado. Se negó con la explicación de que Jessenia había logrado su cometido de no estar más en el mundo de los vivos y con el mismo colchón se había privado del aire hasta mudarse a nuevos barrotes de fuego en el infierno. Ante tal descripción no pude más que acongojarme. Elevé una oración por el alma rota de una tecata a la que posiblemente nadie lloraría y que seria cremada o enterrada en alguna fosa común sin nombre ni pasado. Sólo viviría en el odioso recuerdo de los familiares de quien ella asesinó. Contemplé la foto nuevamente y regresé con ella a devolverla a su lugar. Divisé al teniente Javier. Bañado en sudor y alcoholado seguía desmoronándose mientras repetía a viva voz a sus familiares interrogantes y acongojados ante su estado:

—¡Fue mi culpa, fue por mi culpa, perdónenme, perdóname hermano!

Jessenia se había marchado sin saber que mató a la persona equivocada. Mató a un ser muy parecido físicamente al ser que la enamoró. Era el hermano menor de Javier. Muy parecido, según pude notar en la foto, a “sus ojos universo”. El que ahora, en la sala de su casa, sufría lo que puede llamarse las consecuencias de haber jugado con los sentimientos de un sincero amor. Para un usuario de drogas también el tiempo es relativo. Mató al Javier que ella recordaba a pesar de que ya habían pasado años. Ruleta rusa es la vida, tan sólo no sabemos si el revólver explotará en nuestras manos, se disparará apuntándonos o apuntando a algún inocente...

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