Por Angelo Negrón
En mi cuarto año de existencia tuve que ir a una cita al hospital con mi madre. Recuerdo tres cosas, debido a mi corta edad, la primera es que subimos por las escaleras pues el ascensor estaba defectuoso. Mi madre, que sabe más por madre que por vieja, estuvo pendiente a mí en todo momento y me cuenta que luego de escribir mi nombre en una lista interminable decidió salir de aquellas cuatro paredes llena de niños acatarrados y enfermeras malhumoradas. Estando al tanto de que faltaban muchos turnos por ser atendidos decidió curiosear por el hospital.
En medio de la caminata nos detuvo un hombre de ojeras pronunciadas y voz ronca y lenta. Le indicó que yo era muy niño para estar allí. Que las reglas del hospital eran claras, dijo esto señalando un cartel escrito con marcador rojo, donde se leía que por el bienestar de los niños y alejarlos de cualquier contagio no se permitían en aquella área a menores de catorce años. Mi madre le preguntó que área podíamos visitar y el hombre la miró seriamente como diciéndole: Soy seguridad no guía turístico, pero al parecer se compadeció o tenía prisa por seguir durmiendo; porque al colocarse unas gafas oscuras murmulló que podíamos estar en el área de descanso del piso uno, donde estaban las maquinas expendedoras de papitas y refrescos o en el Nursery.
Fuimos al área de descanso. Un televisor blanco y negro presentaba el noticiario y en el hablaban de que mientras en Colombia estaban conmemorando el Grito de Independencia y en Argentina y Uruguay celebraban el Día del Amigo, (inspirados por el descenso cuatro años antes del hombre en la Luna el 20 de julio de 1969), en India y Pakistán sucedían catastróficas inundaciones que provocaron la muerte de diecisiete mil personas y varios millones de damnificados.
Ante las malas noticias mami salió huyendo del lugar. Fuimos a las maquinas a comprar una Royal Crown y unas papitas Lays. Mientras buscaba monedas en la cartera escuchamos a dos doctores que bebían café hablando sobre la inesperada y misteriosa muerte del artista marcial Bruce Lee.
Extrañada y en busca de buenas noticias mi madre decidió visitar el nursery. Llegamos justo a tiempo. Había gran algarabía en el lugar. Las enfermeras estaban abriendo las cortinas y todas las personas se acercaban para reconocer a los bebés que estaban detrás del cristal. Mami escuchó de todo: Los que reían a carcajadas, las voces chistosas de hombres tratando de hablarle como niños a los bebés o el pago de dinero a más de un compadre porque fue varón y no hembra.
Yo me escabullí entre apuestas y bendiciones, arrullos y promesas, lágrimas y comentarios y me asomé a través de los cristales. Lo primero que distinguí fue el cuerpo de una enfermera que no dejaba de zarandearse inquieta de cuna en cuna moviendo los bebés según los familiares le pedían verlos. Mi atención en la enfermera duró muy poco.
Allí en una cuna divisé el segundo acontecimiento que recuerdo de cuando tenía yo cuatro años. Era una niña recién nacida, tostada porque de todos los bebés que allí estaban, era la que vivía más cerca de la luz de Dios. Sé esto porque lo que llamó mi atención no fue su hermoso color, ni su tierna mueca intentando una sonrisa. Lo que me dejó impresionado fueron las alas que nacían en su espalda. Aquel ángel había llegado a traer felicidad a una familia y a mí me dejo una huella que no he podido olvidar. Después de todo: ¿Cuántas veces en la vida reconoces a un ser divino? ¿Cuántas veces logras ver las alas de una criatura de gran pureza destinada a la protección de los seres humanos?
Cuando llegué a la adultez la curiosidad se avivó. Busqué información sobre el bicentésimo primer día del año del calendario gregoriano y número doscientos dos en los años bisiestos. Hoy es uno de esos días. Quedan ciento sesenta y cuatro días para finalizar el año. He buscado encontrar ese ángel, pues sé que algún mensaje tiene para mí. Mami dice que nadie mencionó sus alas, que ella misma no las vio, pero que recuerda que le mencioné insistentemente que mirara las alas de aquella niña. Si yo pude verlas es que algo tiene que decirme o yo debo mencionarle que vi esas alas. Tal vez ella no sabe que es un ángel especial.
Además debo agradecerle, pues luego de tantas malas noticias en el salón de descanso o en las maquinas expendedoras de refrescos, mami encontró alivio en aquel lugar lleno de algarabía y mientras en Noruega nacía Haakon Magnus, el príncipe heredero, yo pude ver por primera vez a un espíritu celeste.
¿Cuál es la tercera cosa que recuerdo de mis cuatro años?
Recuerdo el nombre que mami leyó con dulzura en la cuna de la niña y que debe ser la madre de aquel ángel. Leía aquel certificado: Carmen Luisa Báez.
No pierdo las esperanzas de que algún día encuentre a esta señora y a su hija. Al verla de nuevo, estoy seguro, veré en su espalda dos inmensas alas...